Felizmente fue publicado por Página 12 el 4 de diciembre del 2020, el artículo de Alejandro Dagfal “Hay que profanar a Jacques Lacan” que no es tanto un retorno de lo reprimido sino el retorno de un golpe, un bastonazo. He aquí un golpe de bastón infligido a algunos lacanianos, que lo han merecido puesto que ellos no cesan de sermonear a todo el mundo. Realizada la lectura, la prudencia del título interrogativo no engañará a nadie: estamos muy invitados... a “profanar a Lacan”. Profanar no hace salir de lo sagrado, más bien ese gesto lo hace consistir, lo ratifica, le da vida.
Pero ¿qué habrán hecho estos alumnos de Lacan, para recibir, luego de cuarenta años de su muerte, una tan merecida crítica pública? Es lo que quiero precisar. Remarcando que lo sagrado es precioso para el analista que recibe el texto del analizante como un “texto sagrado”. En el sentido de que cada palabra cuenta, cada letra, cada puntuación. Ese sagrado, el de los Padres y teólogos lectores de la biblia, de los rabinos lectores de la Torá, el de Freud descifrando los sueños, no es el que el artículo reprueba. La palabra “sacralización” recubre otro sagrado que se volvió posible por el descuido de lo sagrado textual, descuido que lo hizo pasible de cuestionamientos.
Es en otro lado, en el catolicismo, donde se encuentra el otro sagrado, a saber, en diversas devociones al niño Jesús, al Sagrado Corazón de Cristo, a la persona humana del Salvador. Allí las imágenes, los íconos florecen y el amor se pierde en la adoración. Convengamos que arrodillarse frente a un cuadro del corazón de Cristo sangrante se inscribe en otra forma de lo sagrado que la de interrogar la palabra divina en la Biblia. Sin embargo, esto es precisamente lo que mezclan los lacanianos criticados por Alejandro Dagfal que siguen las palabras de Lacan como si fueran imágenes veneradas. ¿Cómo hablan los íconos? Ellos no dicen nada: se los hace hablar. Y ¿cómo hemos llegado allí?
No se quiso ver que Lacan hablaba no solamente como psicoanalista, sino como maestro (en el sentido en que Buda o Confucio fueron maestros). Su enseñanza, aunque cuidadosa de las reglas universitarias en vigor, fue la de un maestro espiritual. El decir de un maestro Zen envuelve la vida de sus fieles en todas sus dimensiones. Y es en ese sentido que Alejandro Dagfal tiene mucha razón en percibir allí un “discurso hegemónico”. Ese discurso se vuelve más notorio en los alumnos que habiendo recibido, a su turno, un bastonazo de sus maestros se ponen a dar bastonazos a diestra y siniestra. Dicen ser portadores de una ética. Ellos saben, puesto que Lacan sabía. Sabiendo que son infelices puesto que no cuentan para nada (de allí su infelicidad) con lo que ellos dicen, con el pretexto de que fue Lacan el que lo habría dicho. Su autoridad artificial impresiona al tonto que pide ser él también un petimetre, maestrito, “aspiración moderna” si la hay.
No se puede imaginar un solo instante que el artículo de Alejandro Dagfal fuera publicado en Le Monde, el equivalente francés de Página 12. En principio porque el psicoanálisis no tuvo jamás en Francia la entusiasta acogida que le dio la Argentina. Lo que no impide que los señalamientos de Alejandro Dagfal se apliquen igualmente en Francia, en París, desde donde escribo.
Jean Allouch es psicoanalista, miembro de la École lacanienne de psychanalyse.
Traducción: Graciela Graham.