Ruben no será Beethoven, pero su pasión por la música es tan genuina como la del genial compositor alemán. También su hipoacusia, que avanza a pasos agigantados sin que nada pueda detenerla. Los primeros veinte minutos de El sonido del metal, la ópera prima en el terreno de la ficción de Darius Marder, son realmente angustiantes. Ruben (impecable Riz Ahmed, el actor británico de origen paquistaní visto en la serie The Night of…), el pelo teñido de rubio furioso y su pecho desnudo mostrando infinitos tatuajes, está atento al ritmo de la cantante, Lou (Olivia Cooke). Cuando llega el momento, los palillos bajan y golpean por primera vez los parches. El sonido de la batería es fuerte y violento, típico de una banda punk hardcore o algún primo cercano del metal más alternativo, aunque aquí son sólo ellos dos. Ruben y Lou, pareja sobre el escenario y en la vida real. Después del show, a la mañana siguiente, Ruben hace ejercicios físicos y despierta a Lou con un batido veggie (“La carne es muerte”, reza una calcomanía pegada en la mesada). De fondo, suena un vinilo y el camión rodante –vehículo, hogar y depósito de instrumentos y consolas de audio– se llena de jazz de los años 30. Es ahí mismo, un día después, un recital más tarde, cuando Ruben nota algo raro, como si todos los sonidos que apenas segundos antes se presentaban nítidos y bien definidos se hubieran amalgamado en una masa opaca y abombada. Es entonces cuando empieza la angustia. El protagonista del film de Marder –lanzado en el Festival de Toronto y recientemente estrenado en la plataforma Amazon Prime Video–, una de las sorpresas genuinas del streaming en este fin de año, infla los cachetes frente al espejo y se tapa la nariz, moviendo su mandíbula inferior de un lado hacia el otro, como cuando se intenta destapar los oídos luego de una inmersión demasiado intensa en una pileta. Pero todo sigue igual. Es decir, todo sigue mal. De ahí a levantarse en pleno show al no poder seguir el ritmo de la cantante hay un paso. Y desde ese punto a la visita a un especialista hay otro aún más cercano, consulta que no hace más que confirmar las peores sospechas: la pérdida auditiva es del 75 por ciento y no hará más que empeorar, sobre todo si Ruben insiste en la práctica musical. De la hipoacusia a la sordera total. Así comienza un viaje de aprendizaje y crecimiento que escapa a casi todos los lugares comunes del cine como lección de vida impresa en letras de molde, cortesía de un guion escrito por el propio Marder junto a su hermano Abraham a partir de las experiencias reales durante la preparación de un documental sobre el dúo de sludge metal Jucifer.
Entre el comienzo del desarrollo de la historia y la posibilidad de rodar la película transcurrió bastante tiempo, según detalla el realizador en todas las entrevistas publicadas durante las exhibiciones en Toronto. En una conversación con la revista Collider, Marder confirma que “algunos de los elementos de la trama estuvieron allí desde un principio, como el tema de la música y la sordera. Sabíamos que la historia sería esa. Ahora bien: la cuestión de las adicciones y la manera en la cual eso se fusionó con la historia llevó años de desarrollo”. El espectador lo advierte luego de la visita al médico especialista: es claro que Ruben sólo logra mantener el control gracias a su profesión y a la relación con Lou, y esta nueva condición –punto de partida del peor de los miedos: el final de una carrera como músico– dispara los elementos más discordantes en la personalidad del protagonista. Un llamado al mánager de la banda termina en decisión terminante. Una mudanza que define el espacio geográfico en el cual late el corazón de El sonido del metal: una granja alejada de la ciudad en la cual conviven hombres y mujeres con sordera y problemas de adicción. Ruben no quiere saber nada con semejante resolución, pero el pedido desesperado de su pareja y, tal vez, el miedo a recaer en el consumo de heroína luego de cuatro años “limpio” (el mismo tiempo que lleva junto a Lou) lo empujan a instalarse allí, aunque a regañadientes. Fuera llaves del motorhome, fuera teléfono celular, fuera relación con terceros ajenos al lugar. Si Ruben quiere “aprender a ser sordo”, como reza una frase escrita en el pizarrón del aula, el contacto con el mundo exterior debe anularse por completo. Algo así le dice Joe, su nuevo guía y mentor, el director de la granja interpretado por Paul Raci, en la vida real hijo de padres sordos, músico metalero, veterano de Vietnam (como el personaje) y miembro del Deaf West Theater de Los Ángeles, especializado en puestas teatrales de obras clásicas en lenguaje de señas. “Siempre supe que la intención no era representar a toda la comunidad o a la cultura de los hipoacúsicos. Sabía que sólo estaría representando a los personajes, tal vez por mi bagaje como documentalista, aunque creo que es por una cuestión de respeto. Jeremy Stone, quien interpreta al maestro de lenguaje de señas y que fue quien le enseñó a Riz los rudimentos antes del comienzo del rodaje, fue mi asistente creativo. Le di mucha libertad para dirigir a los actores sordos con un nivel de sutileza que yo nunca podría haber tenido o comprendido. A tal punto que mucha gente en el set estaba sorprendida y alarmada por el nivel de libertad que le di. Pero sentí que eso era algo necesario, ya que tiene que ver con una cultura que no es la mía”.
Más allá del rodaje en 35mm –que les otorga a las imágenes una apariencia relativamente granulosa, alejada de la cualidad prístina del digital–, el aspecto técnico-artístico más destacable de El sonido del metal es su trabajo sonoro. En particular la mezcla de audio y su alteración en posproducción. Ya desde el primer indicio de que algo anda mal en los oídos de Ruben los parlantes transmiten una realidad diferente a la “normal”: las voces se oyen tan apagadas que las palabras no llegan a hacer sentido y el resto de los ruidos cotidianos –los autos en la calle, una batidora, la batería– terminan dándole forma a un universo sónico apagado, acuoso, de índole ininteligible. Esa “primera persona” sonora acompañará intermitentemente al protagonista durante las dos horas de metraje, puntal esencial en la construcción de un punto de vista particular. Para Marder fue todo un desafío: “¿Podíamos crear una experiencia cinemática que la gente nunca hubiera escuchado? Yo lo llamo ‘punto de escucha’. Fue algo muy ambicioso. Junto con Nicolas Beckert, músico y editor de sonido, y Daniël Bouquet, el director de fotografía, conversamos en extenso respecto de cómo debían coexistir la imagen y el sonido. Y cómo debían interactuar. No es suficiente con hacer el sonido y la imagen y esperar que todo funcione. Debía ser algo muy específico e intencional y no simplemente un truco. Ahí hay una línea muy delgada. La mezcla de sonido llevó 23 semanas. Mucho más tiempo que el rodaje o la edición de imágenes”. Las voces, los ruidos y la música llegan cada vez más apagados a los oídos de Ruben, relativamente acostumbrado a la vida en la granja, pero cada vez más desesperado por acceder a un implante coclear que le permita ingresar nuevamente al viejo mundo sonoro. Los problemas para llegar a esa instancia son varios, en particular económicos: la operación tiene un costo de varias decenas de miles de dólares. Al mismo tiempo Joe, quien perdió el sentido del oído al exponerse a una explosión durante la guerra, le pregunta si eso lo haría realmente más feliz. “Nadie acá piensa que le falta algo que debe recuperar”, insiste el mentor. Se refiere, desde luego, a los compañeros adultos de Ruben, pero también al grupo de chicos y adolescentes de una escuela especial cercana. El protagonista insiste en su estado de negación. Sin dudas, algo natural. Y muy humano.
Gracias a la sutil y dúctil expresividad de Riz Ahmed, el protagonista está construido como un manojo de sensaciones encontradas; alguien capaz de pasar de un ataque de furia a encontrar algo de solaz en un juego al aire libre con los chicos y chicas sordos. Joe insiste en proponer la práctica de la escritura en primera persona en un cuarto especial, muy temprano en la mañana, hasta que los sentimientos logren salir de la lapicera. Pero el café termina manchando la mesa y la dona no convoca los recuerdos ni recupera tiempos perdidos, machacada bajo un puño violento e inconsolable. Más tarde y más tranquilo, Ruben intentará enseñar los elementos básicos de la percusión en una clase con aires festivos. Es indudable que ha comenzado a cambiar, más allá de la firme negativa a terminar de asumir su nueva situación como algo definitivo. Tampoco puede evitar escabullirse en la oficina del director para acceder a información del exterior, en particular algunas noticias de su novia, a quien no ve desde hace ya varios meses. La película ha atravesado su primera mitad y Marder ha logrado construir un drama psicológico que, de manera inteligente, evita los excesos de uno y otro lado: sin deslizarse hacia el terreno del melo desembozado ni caer en el tratado psicologista de manual. Los cambios seguirán operando en Ruben hasta los tramos finales, que incluyen una aparición del famoso actor francés Mathieu Amalric (la película es una coproducción entre Estados Unidos y Bélgica) y la posibilidad para el protagonista de enfrentar sus miedos, ante un futuro que no puede sino ser diferente al imaginado tiempo atrás.
Para el realizador, el aspecto central de la historia tiene algo de componente autobiográfico, aunque no por una condición física particular. “Crecí en una comunidad espiritual y fui criado como budista. Los fines de semana todos guardaban estricto silencio mientras trabajaban. No me di cuenta de la relación hasta bien avanzado el proceso de escritura del guion, pero pasé todos los fines de semana de mi infancia en silencio. He tenido que lidiar con momentos realmente oscuros en mi vida y me resulta notable como esos monstruos que viven dentro nuestro suelen ser aplacados con distracciones y movimiento, con todas esas cosas con las que llenamos nuestras vidas. ¿Podés sentarte y estar en completa inmovilidad? Ese sí que es un verdadero desafío”. En algún momento de la historia Ruben hace exactamente eso: se siente y se queda quieto, observando el comienzo del resto de su vida.