I.

Todo era absorción en el principio. Fermento de la oscuridad antes de que hubiera espacio. Vibración de pájaros y peces antes de que hubiera pájaros y peces. Nada era cada cosa. Luego iba a nombrarse lo que espasmaba. Luego íbamos a narrar el universo. Y así, primero nombramos y luego escribimos. Hicimos el principio. Origen del hoyo blanco y del agujero negro.

II.

Al comienzo emitíamos un silbido desinflado, con poco aire. Teníamos la quijada caída y los labios fofos. En los brazos y en el vientre la sangre bullía sin color. Los pensamientos eran ruidosos, buscaban el aplauso intempestivo. Las ideas no tenían latido, el corazón no tenía ideas. Éramos pedazos de intenciones. Violencias inofensivas. Quebrantos obvios. Escritura de salón. Textos desorientados. Nos faltaba el fermento propio, el sudor laborioso, las disidencias. Grande era nuestro descontento y meditamos sobre nuestra imperfección. En vez de morir escribimos de nuevo.

III.

Volvimos a moler nuestra propia carne con piedras de moler carne. Apuntalamos los huesos con fibra musculosa. Pusimos atención en los oídos y en la boca. A imagen del universo moldeamos la cabeza y la cubrimos de hebras como si fueran pelos. Luego cada cual moldeó la cueva y los laberintos de su cerebro. Por fuera nos pareceríamos: una boca, dos brazos, una cintura, un cuello. Pero por dentro, cada cual sería un único universo. Grande fue la iluminación de las escamas y caliente el grano de arena.

IV.

Es bueno que haya guardianes, dijimos, con palabras divinas de otros tiempos. Y nos tomamos las extremidades. Nos arrancamos un pedazo de las extremidades y construimos los ángeles custodios. A cada uno asignamos una tarea y un nombre. Vicente: guardián del suspiro último. Samuel: guardián de la devastación. Olga: dueña de la noche alucinada. Felisberto: guardián de magnolias. Marguerite: guardiana de la desesperación.

V.

Queríamos hacer las cosas bien para que la palabra nos diera prioridad. Los verdaderos mayores, los señores de la trementina, del océano profundo y de la noche primordial nos abrieron la boca y escarbaron. Luego vertieron allí el lenguaje, la brasa, el ron y el aliento. Nos quebraron el paladar y nos llenaron el cerebro. Cuánto amor. Valencias mínimas. Inmensidad que se funde en lo pequeño. Nuestras rodillas temblaban y el socorro nos llegó en un abrazo sexual, escandaloso.

VI.

Una gestación que excedió las nueve lunas y los nueve soles infinitos, para mezclar embriones de Krishnamurti con cigotos de poetas malditos; briznas de María Magdalena en el líquido amniótico del romanticismo alemán; partículas de dadá con el esperma no nato de San Agustín, barbas y brevas de Al-Farabi engarzadas en los acentos prosódicos de Cólera buey; ácido ribonucleico de Siddhārtha Gautama en las células borgeanas. Naceríamos de nuestro propio vientre. Seríamos la otra literatura o la otra navidad.

VII.

Nacimos con el alma desertora y el cuerpo dando giros de loco. Aprendimos a hablar con otras voces. Hubo muchas cosas que nos gustaba decir. Por ejemplo: la cara de Elsa, o espadas como labios, o mal dicho mal visto, o ¿se dice quieta o se dice copulando? Esa clase de cosas nos afianzaba como deserciones y nos alejaban del terror de ser obedientes al eterno. Nos salvaban de caer en manos de un dios único, solo y verdadero, asfixiante como un género literario, déspota como un mercado editorial.

VIII.

Mirando, tentando un brillo conforme, reconocíamos un mundo que reclamaba el enlace de sus emociones: hombre sobre mujer, palpita. Mujer sobre hombre gime ¿de dolor? Hombre con hombre siembra cielo. Mujer entre mujer lubrica infiernos. Agradecíamos ser hijos de la trementina en las aguas tercermundistas de la paz mundial.

IX.

La estatua semi rota, para seducirnos o amedrentarnos, encomendó a sus obispos y sus obispas lanzar ofertas de navidad. Un dos por uno en el hall del cielo: "duo per unus, duo per unus", pregonaban por el altavoz del mercado. Género lírico en la mesa de viejos. “La novela es una pandemia eterna”, en la vidriera, los libros de autor, en el mostrador de las penas y las ofrendas. Pero la oferta no era inteligente. Nosotros habíamos crecido con Poe. Hicimos el catecismo con Cioran y creíamos en Cheever. Sabíamos qué leer y sabíamos qué beber: la nueva absenta de los días presentes y los días por venir.

X.

Y escribimos. Y fuimos encontrando la propia voz. Nos reprodujimos como gente que escribe. Teníamos respiración, vello, saliva, lágrimas. Fue como un sueño cuando nos tocamos. En verdad éramos bellos y dignos. De un bastonazo tiramos la estatua al suelo. Engullimos todas las frutas del saber y dimos un portazo al paraíso. Salimos a construir libros como pesebres.

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