EL CUENTO POR SU AUTOR

Hablar de un cuento propio siempre me da pudor y sospecho que puede ser infructuoso: las explicaciones, los análisis, y los sentidos últimos suelen ser mérito de los lectores.

También se me hace difícil reconstruir de dónde y cómo me salió una historia. Será porque cuando empiezo a escribir algo siento que estoy tanteando a oscuras.

De todos modos, aquí van algunas cosas sobre las que reflexioné para escribir esta presentación (y ahora que releo este texto siento que finalmente valió la pena).

“Bombyx mori” es un cuento inédito en el que intenté zurcir recuerdos sueltos y percepciones de la adolescencia persiguiendo las mismas preguntas sobre la vida que me hago siempre.

Tenía la foto mental de una caja de zapatos con gusanos de seda en las manos de un compañero de la escuela.

Tenía el relato repetido sobre un contemporáneo mío que nació seismesino: un milagro para aquellos tiempos.

Tenía la candidez de un ramo de flores en cada uno de mis cumpleaños.

Y el horror ante la primera vez que supe del suicidio de una quinceañera.

Lo demás son cosas de las que me di cuenta años después, y mucho invento.


BOMBYX MORI 

Año tras año, cuando promediaba la primavera, una mañana Alejandro subía las escalinatas de la escuela con una caja de zapatos en las manos.

Eso significaba que iba a dar su clase especial, y que después la maestra nos iba a hacer copiar del pizarrón un esquema sobre el ciclo de la vida.

Alejandro apoyaba la caja en el escritorio, con cuidado hacía a un lado un montón de hojas de morera y nos mostraba orgulloso lo que se escondía debajo: cerca de una docena de gusanos gordos y blancos. Alguno se retorcía, alguno levantaba apenas una parte que no se sabía si era la cabeza o qué.

El nombre científico era “bombyx mori”. Eso me quedó grabado desde Tercer grado, pero de lo siniestro que sonaba me di cuenta muchos años después.

En el transcurso de la primaria también aprendí que los bombyx mori producían seda, y pasaban por cuatro estados: huevo, larva, pupa, y una mariposa que, a diferencia del resto de los lepidópteros, no podía volar ni alimentarse: estaba destinada sólo a reproducirse.

En séptimo Alejandro explicó que la “sericina”, formada por ácido aspártico, glicina y treonina, era producida por el bombyx mori con su segundo órgano más grande, y desde el fondo se escucharon varios chistes sobre cuál sería el primero. Entonces la de Ciencias Naturales dio por terminada la exposición de su última clase especial.


Al año siguiente Alejandro y yo entramos juntos al Nacional más prestigioso de la zona, en el que para los profesores “aprender” era subrayar las ideas principales del libro de texto y repetirlas lo más fielmente posible, así que Alejandro no volvió a dar ninguna clase especial sobre los bombyx mori.

Cuando llegamos a Tercer año, aparecieron las rateadas en grupo para ir “al centro”. El viaje, en tren y un subte, nos llevaba más de una hora y media, así que apenas pisábamos la calle Florida debíamos emprender la vuelta para llegar a la puerta del colegio antes del horario de salida. Igual disfrutábamos la adrenalina de ese ritual, un ritual que alguno había descubierto en el relato de los días de estudiante de un tío que, años después me di cuenta, seguramente había ido a un colegio porteño.

Alejandro no era parte de esas escapadas grupales pero tampoco entraba a clase. Supongo que se quedaba dando vueltas porque a las doce siempre estaba esperándome para volver juntos en colectivo a nuestro barrio. Ya hacía rato que Diego Escobar, un pibe que venía de otra localidad y otro palo, había descubierto, y nunca supe cómo, el segundo nombre de Alejandro. Desde entonces, para los varones alfa, Alejandro había empezado a ser Orrin.

Por suerte los varones alfa nunca supieron, además, del interés de Alejandro por los bombyx mori.

Parte de la rutina de los varones alfa al entrar al aula, siempre cuando ya había sonado el timbre, consistía en gritar “Orriiiiiiiin”, alargando la “i” y forzando la garganta. Después le tiraban un coscorrón a la cabeza, como si saludaran a un perro, y seguían por el pasillo hacia los últimos pupitres.

Los varones alfa olían a pelo sucio y a lo que, me di cuenta años después, era semen: semen seco en los slips y en las puntas de los dedos.

Los varones alfa vivían de paja en paja y se bañaban muy poco.

Alejandro, en cambio, siempre olió bien.

Quizás todavía no se había desarrollado. Aunque lo más probable es que la madre, así como le contaba demasiado detalladamente a cualquier persona que aquel hijo menor le había nacido seismesino, y lo mal que lo había pasado ella el primer mes hasta que él superó la incubadora, y que por eso el rostro de Alejandro no era del todo simétrico —los ojos no tenían la exacta misma forma y el tabique estaba un poco desplazado a la derecha, era cierto—, también debía ser insistente a la hora de contrarrestar la tendencia adolescente a aferrarse a los propios hedores. Una tendencia eminentemente masculina: las chicas nos bañábamos a diario. Y como casi todas lo hacíamos al despertar, llegábamos al colegio con la cabeza húmeda, y en invierno vivíamos resfriadas.

Yo, además, llegaba todas las mañanas con Alejandro, quien me pasaba a buscar por mi casa para tomar el colectivo juntos. No tocaba el timbre: sabía que desde adentro mis padres o yo lo veríamos por la ventana. Se paraba junto a la reja y miraba tranquilamente hacia la esquina, como para dejar en claro que si yo necesitaba más tiempo no había ningún apuro.

El día de mi cumpleaños Alejandro se aparecía con un ramo de flores. No eran de jardín como las que más de una vez me dio algún novio: eran de florería con tarjeta. Debían ser compradas el día anterior y puestas en agua, y seguramente la madre se encargaba de eso: que Alejandro y yo nos conociéramos desde Primer grado para la madre parecía conducir a la inexorabilidad de que termináramos juntos. Trataba a la mía con complicidad, y a mí con dulzura, pero con una sutil rivalidad típica de suegra.

A mí el gesto de las flores me enternecía un poco. Pero todos los años las dejé en la cocina y nunca se lo conté a ninguno de nuestros compañeros. A los quince, cuando Pablito —que era mi novio y por esos días me había ayudado a alcanzar mi primer orgasmo claro— me preguntó quién me había regalado ese ramo, le dije que me lo habían mandado unos tíos lejanos que él no conocía.

Los cumpleaños de Alejandro también eran raros.

Desde muy chicos la madre de Alejandro convirtió el festejo en una cena de la que participaban tanto ella como el padre de Alejandro, y una hermana y un hermano que eran llamativamente más grandes. El padre se sentaba en la cabecera y nos contaba cosas de su infancia en Grecia —ahí estaba la explicación de ese extraño segundo nombre—. Usaba camisas de lino y unos zapatos rotosos como los de Van Gogh. La madre protegía sus vestidos floreados con un antiguo e impecable delantal de cocina. Iba y venía: entradas, platos, postres. Incluso nos ofrecía café. La mesa del comedor estaba puesta como para agasajar a un grupo de adultos: mantel bordado, copas de cristal, todos los cubiertos, servilletas de tela. Los invitados nunca fuimos más de ocho. Tres vecinos de la cuadra que iban a nuestra misma escuela, una prima y yo éramos titulares; los lugares restantes eran ocupados año a año por chicos distintos. En el festejo de los doce estuvo el hijo de la de Ciencias Naturales.

La hermana y el hermano de Alejandro trabajaban, estudiaban y se vestían a la moda. En aquellas cenas de cumpleaños hacían bromas y comentarios, siempre tratando de que en la mesa fluyera la conversación: nos preguntaban por maestros y profesores que ellos también habían tenido. Y contaban anécdotas. Casi todas involucraban a la bibliotecaria de nuestra escuela primaria, en tareas pasivas desde siempre porque estaba chifladísima. Otras tenían que ver con del jefe de preceptores, que seguía en el colegio a pesar de que se rumoreaba que en su momento le había entregado una lista de estudiantes a los militares. Las anécdotas que contaban la hermana y el hermano de Alejandro eran siempre las mismas.

En el festejo de los dieciocho hubo muchos brindis con cerveza porque Alejandro se había salvado de la colimba por número bajo —quien insistía en llenarnos las copas era el padre; todavía me parece ver el brillo de alegría y la tranquilidad de sus ojos cada vez que levantaba la suya y decía algo como “¡iyía!”.

La hermana de Alejandro estaba horrorizada con la muerte de la hermanita de Diego Escobar y preguntó por esa cuestión toda la noche.

La piba se había pegado un tiro ante la amenaza paterna de que su fiesta de quince no se iba a hacer si repetía de año, como finalmente había ocurrido. Para nosotros la noticia ya tenía casi tres meses, y hacía más de seis de la última vez que habíamos visto a Diego Escobar, en nuestra entrega de diplomas. Ninguno había ido al velorio. La hermanita había usado el 38 del padre y la madre la había encontrado en el baño con el vestido puesto. Los otros detalles eran rumores que ya habíamos empezado a olvidar.

Esa noche, el padre de Alejandro terminó un poco achispado. Los demás apenas nos habíamos mojado los labios. Para esa época yo ya tomaba mucho, pero era como si todos los invitados nos hubiéramos puesto de acuerdo: en el cumpleaños de Alejandro no daba para emborracharse. Yo, además, quería estar lúcida para atajar cualquier intento raro de la madre, quien al abrirme la puerta había cabeceado hacia Alejandro y había soltado “le pregunté para cuándo los confites y me prometió que no pasa de hoy”.

Quien la escuchara podría haber pensado que Alejandro era un picaflor. Esa era la actitud de la madre: una falsa resignación que no alcanzaba a ocultar el orgullo de tener un hijo medio atorrante. En el caso de Alejandro, además de machista, lo de la madre era completamente injustificado: estaba claro que a Alejandro no le interesaban las mujeres y no por cuestiones de elección sexual. Alejandro estaba en otra.

Aunque ya no diera sus clases especiales yo sabía que seguía criando gusanos de seda: en algún momento de los cumpleaños iba al baño y alcanzaba a ver por la puerta entreabierta de su dormitorio que las cajas de zapatos llenas de bombyx mori eran cada vez más.

Esa noche me pareció ver que una tapa se movía.