EL CUENTO POR SU AUTOR

“La mejor casa de todas” lo escribí para la antología Mentira. Cuadernos de ficción, Volumen 9, una colección que dirige el escritor y guionista Rodolfo Santullo para el sello uruguayo HUM/ Estuario Editora. Se publicó en noviembre de 2020, acompañado por una bellísima ilustración de Nique, artista y dibujante también uruguaya.

Cada volumen de la colección tiene un leit motiv, el de la mentira me atrajo enseguida aunque no supiera por dónde empezar. Di vueltas alrededor de algunas situaciones, algunas imágenes, algunas viejas historias. Volví a mi estación preferida, el verano. Cuando las cosas parecen más ligeras, como la ropa.

La mentira se hace con palabras y solo con palabras. Es algo que se dice. A alguien, a otros. Y tiene consecuencias. Más graves o más inofensivas. Las piadosas serían justificadas por las buenas intenciones. Hay grados, como en todo lo humano.

Cualquiera puede mentir, los chicos aprenden a hablar y enseguida mienten. Como si fuese una consecuencia natural del lenguaje. Decir y traicionar, decir y encubrir, decir y malentender, van tan unidos como la lengua a la boca.

 

LA MEJOR CASA DE TODAS


Cuando la madre las llamó para que bajaran, las hermanas estaban en plena construcción. Un lado del viejo mantel de encaje lo habían clavado en el ángulo de dos paredes y otro lado lo habían anudado al respaldo alto y puntiagudo de una silla de mimbre, formando un toldo calado que dejaba ver el techo de la habitación. Así entra la luz y ventila la casa, dijo la más grande con sentido práctico. Podemos colgar lanas de colores que caigan como lluvia, a la más chica le gustaban los objetos que volvían extraños y mágicos los lugares. El mantel de encaje tenía manchones amarillentos y era una de las tantas cosas que había caído en desuso y que las hermanas rescataban de los placares y el fondo de los cajones. Hacía días que venían diseñando, juntando materiales, pensando cada detalle. Se la pasaban armando casas en distintas escalas, pero en ésta iban a caber las dos, más la cocina hecha con la caja del ventilador y los dos banquitos de plástico. Era una pena que Ringo, el caballo de madera, se tuviera que quedar afuera. Quizás podían hacerle una ventana para que asomara la cabeza, como Mister Ed. La madre volvió a llamarlas. Quééé, gritaron las dos hermanas a coro, esperando que la madre respondiera nada, nada y dejara pasar lo que tenía para decirles. Muchas veces las llamaba para contarles cosas que pensaba hacer, como comprar una casaquinta cerca del río Luján, escribir sus memorias, o empezar clases de flamenco porque le encantaban las películas de Saura y porque además lo llevaba en su sangre andaluza. Decía que lo más importante en la vida era tener proyectos. Su vida estaba llena de proyectos y pensaba llegar a los cien años para concretarlos. A la más grande la ponía contenta ver a la madre con ganas de hacer cosas, prefería escuchar esos planes que quedaban en el aire a verla rumiar pensamientos que se guardaba para ella. La más chica, en cambio, se aburría enseguida y casi siempre la dejaba hablando sola. La tercera vez que les gritó no les quedó otra que bajar.

La madre estaba sentada en una esquina de la mesa grande, la que usaban para las cenas especiales y que les quedaba inmensa desde que los parientes dejaron de venir. La madre llevaba puesto un enterito de toalla amarillo que resaltaba su hermosa piel bronceada cubierta de pecas. El living parecía más ancho y difuso, envuelto en esa penumbra pesada que se forma en verano a la hora de la siesta.

-Sientensé acá.

Las hermanas obedecieron.

-Las llamé porque tengo que decirles algo –la madre se acariciaba las manos como si las tuviera frías.

Estaban acostumbradas a sus misterios, a veces hacía pausas en momentos inesperados y se quedaba como los gatos mirando un punto invisible e hipnótico, otras veces exclamaba que se le había ocurrido algo y salía corriendo a escribirlo sin aclarar de qué se trataba. Somos diferentes, ¿qué le vamos a hacer?, decía orgullosa y despreocupada cuando le llegaba algún comentario sobre sus rarezas.

La madre hizo un ruido con la nariz como si moqueara, después se aclaró la garganta.

-La abuela se murió –lo dijo sin respirar, como si se tratara de una sola palabra.

-¿La abuela Delia? –preguntó la más grande atontada.

-Sí.

Las hermanas se miraron atónitas, sin querer sus gestos imitaban las caras desorbitadas de los dibujos animados. La noticia era inesperada y perturbadora. En medio de un silencio de catacumba se escucharon los ladridos del perro de los vecinos, histérico como sus dueños. El aire quedó electrizado. Las hermanas miraron a la madre esperando a que siguiera, pero la madre no dijo nada más.

-¿Qué le pasó? –preguntó la más chica, que era la primera en hacer las preguntas difíciles.

-Tuvo un ataque al corazón –dijo la madre.

-¿Cuándo? –siguió la más grande.

-Hace unas semanas.

-¿Por qué no nos llamaron?

-¿Quién te lo dijo?

-¿Estaba sola?

-¿Le dolió?

-¿Qué es un ataque?

-¿Y Julio?

-¿No la vamos a ver más?

-¿La llevaron en ambulancia?

-¿Dónde está?

-¿En un cementerio?

-¿En un hospital?

-¿La tía sabe?

Tras la avalancha de preguntas, la madre hizo un chasquido de bronca con la lengua. Cuando se enoja se pone vieja y fea, pensó la más grande conteniendo un puchero. Le picaban los ojos y se tocó los párpados para frenar lo que estaba a punto de desbordarse. La más chica, en cambio, dejó que las lágrimas cayeran adónde tuvieran que caer.

Hacía mucho que no veían ni sabían nada de la abuela Delia. A eso también estaban acostumbradas. Esa relación nunca había sido fácil. O lo era de a rachas. En las rachas buenas iban a visitarla después de la escuela, la abuela hacía budín de pan, la más grande le enseñaba a escribir porque ella estaba en quinto grado y la abuela no había terminado primero. Algunas noches venía a cuidarlas cuando la madre tenía que salir. Se apretujaban las tres en la cama grande y les contaba cuentos donde todos los personajes se tiraban pedos y las hacía llorar de risa. En las rachas malas, la madre se sacaba de quicio, le gritaba viejos rencores o la regañaba por cosas del momento. La abuela podía ser hiriente sin levantar un milímetro de voz. Tenían peleas que se enfriaban pronto y otras que podían durar días, semanas, meses. Entonces se dejaban de ver y de llamar. Aunque la extrañaban, las hermanas tampoco querían visitarla porque entonces tenían que escuchar los desquites de la una con la otra. La madre había sido una tonta en separarse, la abuela cagaba más alto de lo que le daba el culo, la madre tenía que buscarse un tipo con plata, la abuela las había abandonado cuando eran chicas, la madre no sabía lo que era la miseria, la abuela era una miserable, la madre tenía un carácter de mierda, la abuela era una chupasangre, la madre era una agarrada, la abuela daba vergüenza ajena. Así era desde que tenían memoria.

La abuela Delia había tenido varios novios y algunos la llevaron a mudarse lejos. Vivió en Mar del Plata con un pastelero, en La Falda con un crupier y en Rosario con un remisero. El último que presentó era un quinielero de Parque Patricios que conoció en un centro de jubilados. Con él sentó cabeza. La clave, según ella, era que cada uno tenía donde rascarse. La abuela se mantenía con los pesos que le daban las hijas (siempre decía “los pesos”, como si viviese de la limosna) y la jubilación que uno de sus yernos le había tramitado, pero esperaba ganarse el Prode algún día y darse la gran vida.

-Es duro pero hay que seguir –concluyó la madre y sin darles un beso, ni pedirlo, se fue a poner la cafetera eléctrica, que echaba un aroma delicioso que desbordaba la cocina.

Las hermanas volvieron a su cuarto, tristes y confundidas. Nunca habían ido a un velorio ni a un entierro y la verdad es que nadie les había hablado demasiado de la muerte. Lo que sí sabían era que pasaba cuando ellas no estaban. A la gata la envenenaron cuando se fueron de vacaciones. El hámster murió un fin de semana que estaban con el padre y la madre lo enterró en el jardín. Y ahora la abuela Delia. La más grande miró el toldo de encaje atravesado por los rayos de sol que entraban por la ventana, las hornallas dibujadas en la caja del ventilador, los dos banquitos enfrentados. Le pareció que si seguían con lo que habían planeado les iba a quedar la mejor casa de todas las que habían hecho. La más chica dijo que estaba cansada, se montó encima de Ringo y estuvo un largo rato meciéndose en silencio.

Pese a todo, el verano siguió su curso, con sus días largos y dichosamente iguales a sí mismos. Los chicos quieren que ciertas cosas se repitan siempre del mismo modo, no les interesan las variaciones que los grandes intentan imponerles con la excusa de probar algo nuevo. Son ellos los que deciden cuándo hacer entrar algo nuevo a sus vidas. Pero aunque los días parecieran iguales las cosas estaban cambiando y las hermanas crecían aunque no lo notaran.

Embadurnada con sus cremas importadas la madre subía a tomar sol a la terraza, podía pasarse horas inmóvil como una lagartija en una vieja reposera de lona. Boca arriba, con los breteles de la bikini sueltos. Boca abajo, con los brazos colgando en el piso. Se llevaba una Spica, donde escuchaba temas románticos que salían crispados por las interferencias, y un vaso grande de limonada que se entibiaba debajo de la reposera. Las hermanas bajaban y subían las escaleras a las corridas como si no hubiese otra forma de hacerlo, se tiraban agua con la manguera, montaban puestos de vigilancia desde donde observaban las terrazas vecinas. Si se lastimaban, se curaban a escondidas de la madre. Era mejor dejarla durmiendo en la reposera y no decirle nada, como la vez que la más grande pisó un clavo oxidado que se quitó con los ojos cerrados o cuando a la más chica la picó una hormiga colorada y frotaron tierra mojada en la roncha para que no le ardiera. A escondidas también, se metían en el cuarto de la madre a ver la telenovela. Sentadas en la alfombra, casi encima del televisor, soñaban con criarse en un orfanato y adoptar un perro de la calle, sin padres y sin dueños como Annie La Huerfanita. ¡Qué envidia! Tener una historia triste que cantar y ser libres para andar por donde les dé la gana. A la más grande le gustaba pensar en las palabras, pensaba mucho en cómo sonaban, las pronunciaba en voz baja, las separaba en sílabas, las repetía hasta que se volvían extrañas o se disolvían cremosas como un caramelo de dulce de leche. Las palabras huérfana y orfanato le resultaban escabrosas y fascinantes. Ya de grandes las dos hermanas serían modelos famosas y se enamorarían de un hombre que después resultaría ser su medio hermano, un hijo que la madre había tenido de joven, antes que ellas, y que dejó al cuidado de otra mujer.

La casa que habían empezado quedó a medio hacer, se parecía más a una toldería que a una casa, pero igual la usaban de refugio. Allí cocinaban peces de papel que pescaban con cañas de las que colgaban imanes. Vivían en medio del campo o en una isla desierta, usaban la misma ropa todo el tiempo, andaban descalzas y no se peinaban, tenían un caballo para trasladarse y algunos recuerdos de su otra vida (un collar, un espejo de plástico, una cartuchera).

Una tarde sonó el timbre de calle. La más grande llegó dando saltitos a la cocina, de la malla le chorreaban hilos de agua que le corrían por las piernas, como si se hubiese orinado encima, y dejaba charquitos junto a sus pies. ¿Hola?, preguntó al auricular. La voz que pronunció su nombre y luego el de su hermana era de esas voces que parecen emocionadas de alegría o de pena. Una voz familiar. El corazón le dio un vuelco y, aunque el termómetro de mercurio marcaba 35°, sintió chuchos de frío. No conocía otra forma de ver el mundo que la de su madre. Lo que ella hacía y decía era la medida de todas las cosas. Y le dio terror no saber cómo lo iba a tomar. Cómo iba a reaccionar cuando se lo dijera. Con quién se iba a enojar cuando se enterara que en verdad la abuela Delia estaba viva.

Le hubiese gustado que su hermana estuviera en ese momento con ella, cuando estaba cerca se animaba a hacer cosas difíciles. Aunque también le hubiese gustado correr a su cuarto y cerrar la puerta con llave, meterse adentro del placard, esconderse debajo de la mesa grande.

La madre se asomó a la cocina, tenía la cara abombada por el sol, estaba desnuda con un toallón ajustado debajo de las axilas.

-¿Tocaron timbre? –preguntó somnolienta.

La nena apoyó el auricular contra su pecho.

-Sí.

-¿Quién era?

-Para los vecinos.

El timbre volvió a sonar y el tubo vibró en su mano.

-Que toquen el 3, carajo –dijo la madre.

La nena asintió. Cuando la madre se fue, volvió a apoyar el auricular en la oreja y escuchó el rumor de la calle, cercano y distante, como el oleaje en la concha de un caracol. De un golpe colgó el tubo y subió corriendo a la terraza, era una escalera larguísima y cada escalón la enojaba un poco más. Una vez arriba desenrolló la manguera, abrió la canilla y tomó agua del pico como hacía en los bebederos de las plazas y heladerías, después echó la cabeza abajo y se tiró el chorro encima. Le gustaba pisar la baldosa caliente que cuando se mojaba se volvía tibia y resbaladiza. La sintió acercarse y quedarse a un costado observando sus movimientos, siempre tenía que fijarse en lo que ella hacía, era una sombra que la seguía a todas partes. Cuando finalmente le preguntó en qué estaba, alzó la cabellera pesada de agua, la sacudió hacia atrás y apuntó contra su hermana.

La madre tuvo que salir al patiecito y subir algunos escalones para que la escucharan. Las llamó varias veces pero las hermanas estaban en plena guerra de agua y tardaron en reconocer la voz imperativa entre sus propios gritos.

-¿Qué les pasa, están sordas? Vengan para acá.

La madre las estaba esperando en la cocina, sentada en la mesa redonda donde comían todos los días. La más grande calculó que aún no se había bañado porque podía oler la mezcla dulce de bronceador y transpiración, solo se había puesto la bata de toalla. Un par de veranos atrás la madre había comprado tres batas blancas con rayas de colores para llevar a la playa. “Iguales para que no nos perdamos”, dijo con una sonrisa de no estar hablando en serio.

Las hermanas también se habían puesto las batas pero se sentían incómodas, estaban empapadas y chorreaban sin parar, como cubitos fuera del congelador.

-Bueno, al final la abuela estaba viva –dijo la madre sin preámbulo, como si estuviera aclarando un pequeño malentendido.

-¿La abuela Delia? –preguntó la más chica, aturdida y desconfiada.

-Sí.

-¿No se murió?

-Por ahora, no.

La más grande bajó la mirada y se mordió el labio inferior, mientras daba patadas al aire por debajo de la mesa.

-Es más, pasó y les dejó saludos.

-¡¿Ahora?!

-Hace un rato, pero las señoritas estaban tirándose agua en la terraza.

-¿Por qué no se quedó a saludarnos?

-Estaba apurada.

-¿Está enferma?

-No parecía. Bah, como siempre.

La más chica hizo un gruñido de impotencia, empujó la silla hacia atrás y se fue corriendo para arriba, después se oyó el portazo. La madre suspiró fuerte y se levantó de la silla tapándose con un giro sensual, pero igual pudo verle la redondez blanca de la teta.

-Es muy exigente –dijo mientras cargaba agua en la cafetera eléctrica.

La más grande no se animaba a moverse del lugar, cualquier palabra de más, cualquier paso en falso, podía descubrir su secreto. Así que no se movió; se quedó sentada, sin abrir la boca, enrollando y desenrollando el dedo en el cinturón de la bata. Esperando que cuando pase todo (porque alguna vez iba a pasar), su mamá le hiciera un café con leche.