Hubo en las últimas semanas, pero desde hace tiempo, varias maneras de apoyar y/o defender la perspectiva de “despenalización” del aborto, en el periodismo, en las calles y en diversos foros. La voz cantante fueron las diversas voces de organizaciones feministas y, subsidiariamente, cuando el tema tomaba presencia, periodistas y políticos, algunos seriamente, estudiando el problema, buscando, leyendo, otros especulando, apoyando proyectos pero desapareciendo cuando había que votar.
Desde luego, obviamente, algo semejante ocurría en el campo contrario, quienes se oponían, lo atacaban. Si los que defendían el proyecto apelaban a argumentos, los que lo rechazaban no se privaban de acusaciones, invectivas y terribles consecuencias de lo que consideraban que favorecería e institucionalizaría la criminalidad, atentaría contra sagradas e indiscutibles leyes divinas, socavaría los cimientos de ese compacto edificio que es la familia y otras tantas amenazas en función de la vida humana y los derechos del “in-fans” que consideraban equivalentes a los de los “hablantes”, sin contar con qué necesidad había de abordar una cuestión que podría esperar tiempos mejores, como si la cuestión del aborto fuera una cuestión menor, convertidos en inesperados y repentinos defensores de los urgentes problemas que afectan a un pueblo que eligió a un gobierno inepto alejándose del que había hecho tanto bien en el período anterior.
Desde antes aun de que esta cuestión tomara la forma que tomó las últimas semanas, las previas a la decisión del Senado, yo tomé partido; las expresiones contrarias me parecieron tan elementales y frágiles que no creo que merezcan refutación; en el mejor de los casos era como ponerse a discutir si la Virgen María parió virgen y fue fecundada por el anciano Jehová o qué pasó en la cámara nupcial: contra las creencias no hay dios que valga de manera que mejor no perder el tiempo y considerar que es excepcional que el tema haya llegado a la instancia en que debió dirimirse y se dirimió.
El otro lado, el de la defensa, tiene más miga como siempre que hay argumentación. En el caso, no hubo, desde mi punto de vista, mucho que opinar, los argumentos eran todos y cada uno inobjetables, el objeto central era el derecho de las mujeres a decidir sobre sus propios cuerpos, el mismo, dicho sencillamente, que tienen todos los seres humanos, incluso cuando están en riesgo sus vidas en los hospitales y se les concede que acepte o rechace determinadas terapias hasta, lo que en ciertos países ya es ley, el derecho a la eutanasia. Es claro que no pueden luchar por el derecho a morirse de hambre acorralados por la miseria o a ser esclavizados o a ser torturados en las mazmorras de la represión, que no son derechos para nada.
Pero, además, se invocó, con harta razón, que se trataba de un problema de salud pública: cantidad de mujeres sin recursos, o con escasa información, mueren cotidianamente por abortos clandestinos; no ocurre con las que disponen de buen dinero, ese dios que suele doblegar las objeciones de conciencia de probos médicos que no sé qué invocan para en ese caso no negarse ni recurrir a las fuerzas del orden policial que se quiere moral. Las objeciones llegan oportunamente cuando no hay dinero de por medio, requieren la ayuda de los Santos Evangelios para negarse a hacer lo que deben hacer. En otras palabras, la ley de despenalización permitirá, espero, que quienes necesiten recurrir a esta penosa situación, que no les deseo a nadie, puedan tener la garantía de que podrán hacerlo no sólo sin riesgo de sus vidas sino tratadas como si padecieran un accidente o una enfermedad, tan simple como eso. Lógica transparente, no se entiende que haya tanta gente que no lo entienda.
Sentido común, se dirá, experiencias personales, estadísticas, números, todo confluyó durante este proceso sin contar, por otra parte, las manifestaciones que se produjeron enfrentando los riesgos del contagio, la causa lo justificaba. Y lo justificaba por la significación histórica que tiene. De eso poco se habló, lo inmediato es enemigo de lo trascendente: para mí esta decisión lo es, implica una alteración más en lo que conocemos como “civilización” y que guía todos nuestros pasos, no por nada se habla de “civilizados” para indicar un alto grado de humanidad.
A nadie escapa que hasta casi hoy día en muchos lugares el aborto ha sido considerado un crimen; no importaban las razones por las que se había llegado al punto, sin considerar que si el embarazo de las mujeres es producto de su deseo jamás termina en aborto, cosa que se ha podido comprobar día a día y en toda la historia y que ha asumido una palabra para concentrar esta situación: madre. Las mujeres que se han visto obligadas a abortar, sobre todo clandestinamente, rechazan esa palabra y, más aún que eso, luchan por sacarse de encima la degradante sensación de culpa de la que es difícil escapar cuando hay que ocultarse y se es objeto de denigración por añadidura; la culpa es siempre difícilmente redimible, no hay sacerdote ni psicoanalista que hayan logrado domarla: si una mujer ocultó el acto en particular lo ocultó posteriormente, el aborto clandestino era lo inconfesable, a quien le podían confiar lo que les había pasado. Eso, la clandestinidad, el ocultamiento y la culpa hicieron un pesadísimo paquete que constituyó uno de los aspectos más aberrantes e inhumanos de esta civilización. Si por civilización se entiende el conjunto de reglas que rigen la vida de la sociedad y que han sido producto de multitud de conflictos a lo largo de la historia, ésta, en la que vivimos, incluye desigualdades enormes, algunas de las cuales han ido siendo penosamente modificadas. Una de ellas, fundamental, es la situación de las mujeres, la mitad, o más, de la humanidad, en situación de sometimiento, fábrica de mano de obra para el sostenimiento del sistema capitalista.
Esta cuestión no sólo pone en evidencia cantidad de situaciones; la primera, desenfunda las armas de la hipocresía, no es poca cosa, aunque la hipocresía se disfraza y busca alternativas y otros termas cuando pierde una batalla; la segunda, muestra que los fundamentos de nuestra civilización no son inmutables, pueden modificarse y inyectar nueva sangre a un cuerpo cansado; la tercera, hace aparecer un vigor crítico en una sociedad que en muchos momentos prefiere la atonía. No cesan aquí las consecuencias de la toma de conciencia que ha implicado el asunto de la ley de despenalización. Permite pensar que hay futuro, nada está concluido, el sol sigue activo, tenemos para rato.