¿Es válido afirmar que Horacio Castillo fue un poeta platense? Nació, es cierto, en 1934 en el partido grande de La Plata, Ensenada, frente al Astillero de Río Santiago. Vivió la inundación del 40; vio la gran llamarada del petrolero San Blas en el 44, y asistió a la marcha de los obreros del Swift hacia Plaza de Mayo en el 45. Se graduó más tarde como abogado en la UNLP, ejerció durante décadas el periodismo cultural local, fue llamado uno de los Cinco poetas Capitales (ensayo de Ana Emilia Lahitte que incluye a sus contemporáneos Osvaldo Ballina, Néstor Mux, Rafael Felipe Oteriño y Horacio Preler), y ahora la editorial La Comuna, la más importante de la ciudad, lanzó a 10 años de su muerte –en generoso formato– la obra reunida: poesía, semblanzas y textos críticos desde 1974 a 2010. Sin embargo la literatura de Castillo siempre estuvo en otra parte.
“Para mí Ensenada no está sobre el Río de la Plata sino a orillas del Egeo. Y si cruzo el puente levadizo –que ya no está– desemboco en las callejuelas del barrio Plaka, en Atenas, y me siento a tomar una portokalada (naranjada) en una taberna de la calle Pandrosu donde venden las pesadas cuentas azules de las que habla un poema de Elytis”.
Esa mirada en fuga, sobrevolando la costa barrosa del río natal, y que el poeta explicó en el largo reportaje que le hiciera Augusto Munaro (incluido en esta edición), fue el resultado de un plan de escritura previamente trazado. En primer lugar hay que decir que Castillo fue uno de los pocos y buenos traductores de griego moderno que se dedicó casi en exclusividad a versionar al español la poesía de Constantino Kavafis, Odysséas Elýtis, Yorgos Seferis, Yannis Ritsos, Takis Varvitsiotis, Nikiforos Vrettakos, y algunos otros.
Su plan de evasión se inició a los 26 años cuando se aventuró en el aprendizaje de ese idioma no como lengua muerta sino como lenguaje vital, ondulante, al igual que las banderas de los barcos que atracaban en el puerto de Ensenada y Berisso. Porque Castillo aprendió a traducir a través de inmigrantes y marinos ocasionales con quienes mantuvo largas conversaciones y de quienes asimiló los matices y los relieves de la variante demótica.
Mucho después, aquella idea de unión entre la vieja Ensenada y la mítica Grecia, se completó con dos viajes en barco a la tierra homérica y un intenso intercambio epistolar con sus poetas más importantes: “Me consideré un inmigrante, y todo lo que se relacionaba con la vida diaria lo iba refiriendo al griego. Si tomaba agua, me decía a mí mismo neró; si compraba azúcar pensaba zájari; si llovía murmuraba breji”, dijo de aquellos primeros años de estudio.
Pero su plan no incluía sólo la traducción y la lectura de los poetas modernos y clásicos, también buscaba ahondar en su propia escritura, hacer un hueco que le permitiera llegar desde Ensenada a Grecia, concepto (el pozo) que está presente en sus mejores poemas: “Hice el hoyo”; “El foso”, “Excavaciones” o “Mono llorando sobre una tumba”.
Al recorrer su obra poética –excelentemente editada y cuidada por Juan Gianella- es notoria la presencia de un orden que rige a sus siete libros: Materia Acre (1971), Tuerto Rey (1982), Alaska (1993), Los gatos de la Acrópolis (1998), Cendra (2000), Música de la víctima y Mandala, ambos de 2003. Ese orden podría asimilarse a aquellos tres momentos claves de la arquitectura griega donde lo que importa es el trabajo sobre “la piedra pesada”: la austeridad del dórico, la fragilidad del jónico y la preocupación por lo formal del corintio. Tan estudiado fue su proyecto que para respetarlo Castillo eliminó su primer libro Descripción (1971), y que esta edición incorpora como Anexo: “Yo por entonces estaba bajo la influencia de Ricardo Molinari, me sentí identificado con esa levedad, con esa exquisita musicalidad, a la que se sumaron luego Saint-John Perse, Pierre Jean Jouve y otros poetas franceses. Después entró en escena Hölderlin, que me llevó a Heidegger y de toda esa mezcla surgió Descripción, libro que, cuando adivino mi propia voz, consideré demasiado literario, sujeto a influencia evidentes, poéticamente pretencioso. De allí que al reunir mi obra resolví excluirlo para darle unidad”.
Desde la devoción inicial por el primer Molinari pasando por la precisión del libanés Georges Schehadé (que tradujo Madame Maffei, responsable del sello Cármina donde Castillo publicó sus dos primeros libros), y por los fervorosos del mundo helénico como Hölderlin y Keats hasta la seducción de la sombra grande de Altazor de Hiudobro, la poesía de Castillo siempre pareció construirse en solitario.
Rafael Felipe Oteriño en “Retrato íntimo”, texto final de este tomo que ilumina maravillosamente el nudo central de la escritura su amigo, puntualizó: “El título de sus libros habla de un proyecto en el que está latente la contienda entre la ininteligibilidad de la materia y el ansia de absoluto”.
Obra reunida (que no es completa porque no incluye sus libros sobre Sarmiento, Rubén Darío, y ni sus ensayos sobre poetas griegos) reproduce también “Colectánea”, editado en 2010 por Ediciones Al Margen de Mario Goloboff, conjunto de semblanzas y textos críticos en donde el poeta narra su amistad con Ricardo Rojas (fue su secretario); sus encuentros con Borges, Neruda, Elytis y Aleixandre, y donde ensaya admirables visiones sobre “Alberto Girri: Poesía y Abstracción” y sobre “Vicente Huidobro y la paradoja Vanguardista”. Además, hay allí textos de reflexión creativa como “Apuntes para una gneosología poética” donde Castillo revela, refiriéndose a Mallarmé, parte de su meditado y elaborado plan al sostener que el poema es “el instante en que lo absoluto, mediante su inserción en el seno de la palabra poétrica, realiza su propia esencia y prolonga sin fin el acto de su nacimiento”.
Castillo hizo de su poesía aquello que buscaron los arquitectos griegos: levantar templos para que anide el misterio. Entre las muchas diagonales que ofrece la poesía platense, su obra es la celebración de una escritura solitaria con un propósito irrenunciable: ser un poeta de espíritu helenista.