La historieta argentina es un campo paradójico. Tanto, que puede que sea el único sector cultural en si no crecer (ese privilegio le queda a las plataformas de streaming), sí al menos salir estructuralmente fortalecida de la pandemia. Es cierto que se publicaron aún menos títulos que en 2019 (cuyas cifras acabaron por sincerar la devastación macrista), pero puede que 2020 se recuerde en el futuro como el año en que el sector finalmente resolvió el nudo gordiano de la distribución. Aunque los resultados se podrán evaluar recién en algunos años, los primeros indicios son promisorios.
En abril de este año, la actividad estaba paralizada. Así, editoriales y librerías especializadas encararon un proceso de adaptación al mercado de ventas online. Algunos sellos ya lo hacían. A quienes remoloneaban no les quedó más remedio que adaptarse. Así el sector editorial “descubrió” que gracias al correo podía hacer venta directa al cliente aún sin ferias. Y con las distribuidoras paralizadas (una, finalmente, se escindió en dos) y casi sin material importado para poner en las bateas, las comiquerías tuvieron que acercarse a las publicaciones locales. Quienes ya ejercían esas prácticas salieron fortalecidos. Lo notable es que tras una etapa donde aparecía una tendencia entrópica a la disolución de los colectivos editoriales, los sellos advirtieron con lucidez que se imponía un nuevo momento para unirse, pero esta vez para saldar los problemas de distribución que aquejan a la historieta desde hace dos o tres décadas.
El lugar común dice que a la historieta nacional le falta “distribución” y “difusión”. Y por distribución, debe entenderse “distribuidoras”. No porque no las hubiese, sino porque o bien llevaban volúmenes bajos o tenían poco alcance. Y cuando cumplían con esos dos requisitos, depositaban su prioridad en el material más comercial. A lo largo del año varios editores y libreros confiaban a este medio que muchas veces al pedir reposición de títulos de editoriales independientes las viejas distribuidoras respondían “que estaba agotado o no había stock”. Y ni lo uno ni lo otro solía ser cierto. Suponían, sencillamente, que no valía la pena apostar a que esos títulos fuesen longsellers. Lo que demostró la pandemia y el cambio de situación es que había efectivamente un interés por esos libros. Empezaron a mostrarse esas tapas de años anteriores y los fondos de catálogo comenzaron a moverse. Así que el paso lógico siguiente fue que las editoriales tomaran la distribución en sus manos, haciendo alianzas entre editoriales (como en el caso de Che!) o montando su propia estructura para extender luego la oferta a sus colegas, como hizo OvniPress. El caso de OvniPress es notable, porque mejoró mucho su ritmo y cantidad de lanzamientos mensuales y además aceleró su ritmo de reimpresión.
Así las cosas, la historieta argentina no termina el año tan mal parada como otros sectores de la cultura. Es cierto que perdió varios meses, entre el marzo y abril de parálisis y el proceso de adaptación posterior, pero en cuanto las ventas por correo se activaron la rueda se puso en marcha. Es cierto que se trata de un sector relativamente pequeño en volumen y con estructuras muy flexibles, pero la velocidad de adaptación que demostró el circuito fue notable. La gimnasia de la financiación vía preventas y la alianza entre sellos y comiquerías (aparecieron también por allí nuevas estrategias conjuntas) ayudó a concebir la nueva situación. De modo que aunque los guarismos de 2020 quedaron lejos de años anteriores (88 de autores locales, sin contar los de autores extranjeros, según el relevamiento que coordina Santiago Khan, editor de Maten al Mensajero, contra los 161-164 que se registraron de 2016 a 2018), si a mediados de año se presagiaba una caída aún más marcada, la catástrofe no fue tal.
Esta resistencia del circuito de la producción en papel puede distraer de otro aspecto –más previsible, quizás- que generó la pandemia y que fue el reverdecer de la historieta digital. Si bien la producción ya era abundante (al punto que Crack Bang Boom, el principal evento del país, había empezado a reconocerla en sus Premios Trillo), el contexto la potenció y multiplicó. Los sellos que tenían un apartado de webcómic en sus páginas sumaron más series regulares y por todas las redes sociales aparecieron propuestas –muchas tematizando la cuarentena, claro, pero no necesariamente- de distintas estéticas y estructuras.
Lo que naturalmente se desplomó este año fue el apartado "eventos". A excepción de algún encuentro a comienzos de año, absolutamente todo lo planificado se suspendió o canceló. Y si en otras disciplinas el streaming reemplazó a los encuentros, la mayoría de los intentos iniciales de replicar la experiencia se desinflaron más rápido que tarde. El único saldo que dejó el año en este sentido fue el anuncio de los ganadores de los Premios Trillo (que también iban a tener su transmisión online hasta que Rosario tuvo que volver a Fase 1 por un repunte de casos de coronavirus). Si algo se puede suponer hacia el futuro, considerando el desarrollo del año, es que los Trillo mantendrán la flamante categoría de “Mejor webcómic”.
También fue un año propicio para la lectura, se pueden celebrar unos cuantos títulos interesantes. En algunos casos se trata de reediciones, como Nadie (Trillo/Breccia), Animal Urbano vol.1, Alvar Mayor, pero también hubo novedades como Pangea (Sole Otero), Cotillón (Jazmín Varela), hubo espacio para el humor gráfico con ¡Todo es político! (Tute), La caja vol.2 (Esteban Podetti), los autores emergentes (la antología Hoy y las autoediciones de Dolores Alcatena), y hasta la historieta extranjera, con títulos como Ichabod Jones: cazador de monstruos vol.1 (Nohelty/Podestá), Dark Knight Returns 3: Golden Boy (Miller/Grampá) y hasta un sorprendente lanzamiento de último momento: Los pitufos, por la naciente Editorial Merci.
Por último, el 2020 funesto deja también en la disciplina varias partidas que lamentar. Las más notables son las de los mendocinos Quino y Juan Giménez. Giménez volvió a comienzos de la pandemia de apuro desde Sitges, España, donde residió las últimas décadas y pasó sus últimos días en su tierra natal. El dibujante de La casta de los metabarones fue llorado en todo el campo, incluso por figuras de la talla de Neil Gaiman. En cuanto a Quino, ¿qué se puede decir que no se haya dicho ya? Su obra no sólo resignificó formalmente el humorismo gráfico nacional, también tuvo un impacto internacional difícil de mensurar. En un 2020 colmado de pérdidas irreparables, la partida de Quino resulta un golpe especialmente doloroso tanto para los fervorosos de la gráfica como a los circunstanciales interesados en sus chistes. En todo caso, su larga trayectoria deja un legado inconfundible: seguir dibujando y creando mientras haya ideas y fuerzas para hacerlo.