En 1978, después del servicio militar, me dejé crecer la barba. Alguien me dijo que procurara evitar ese aspecto de “Che”. Y agregó: “por tu bien”. Estábamos en un edificio de la calle Reconquista; mi benefactor era (o sigue siendo), ingeniero; yo, cadete. Omití decirle que mi modelo no era el Che. Había tres motivos más frívolos para que me dejara crecer la barba: Lennon saliendo de Abbey Road (después de atravesar una década a la que había entrado como un saltimbanqui de traje y corbata), la recuperación de mi DNI y mi estado –¡civil!– y, sobre todo, el deseo de huir de la infancia y la adolescencia, de ser más grande. La moda, la condición, la edad. Con alguna que otra modificación episódica, conservé la barba desde entonces. Un factor de comodidad y preferencia, no de descuido, me hizo optar por la barba cerrada y no por esos simulacros de capilaridad esporádicos y elegantes por los que optan los conductores pelados, los peluqueros y los editores catalanes. Si bien Zappa, y gran parte de sus músicos, habían popularizado a fines de la década del sesenta las barbas cortas, los bigotes con guía, las patillas y la mosca, los modelos de barba predominantes parecían ser, de acuerdo con un observador privilegiado –Nick Kent, autor de Apatía por el diablo– los de los integrantes del grupo que supo acompañar a Bob Dylan, conocido por el nombre de The Band. Es cierto también que ante barbas ejemplares como la de Lennon, pobladas y de una tonalidad estable, la mía, lastimosa y ratonil, condujera a comparaciones más ralas del repertorio latinoamericano.
La historia de la barba no dependió siempre de cuestiones de moda, pero los victorianos, eminentes o no, la cultivaron. Y también los escritores decimonónicos, victorianos o no. Mi admiración por Julio Verne no fue reemplazada sino complementada con mi admiración por Karl Marx, aunque los dos cultivaran barbas tupidas, y aunque el escritor favorito del economista de Tréveris no fuera Verne sino Dickens, barbado también. La observación social de Dickens nunca puso en peligro la descripción física de los personajes adultos, pero las barbas se daban tan por sentadas que difícilmente se refería a ellas. Por lo demás, la galería de abogados que habitan sus ficciones –Vholes, Dodson, Fogg, Spenlow, Jorkins, Tulkinghorn, para ser breves– debían de mantener, por un pacto de arrogancia que a nadie se le escapa, el aspecto lampiño, con el propósito firme de apostar toda su honestidad sólo a un dato exterior. En David Copperfield, Uriah Heep es verdoso y glabro. Un motivo más para que yo usara barba.
No se descarta la barba como elemento de villanía, un disfraz, como los antifaces y las caretas. El hoy bastante olvidado escritor victoriano que escribió Los últimos días de Pompeya, Edward Bulwer-Lytton, dueño de una de esas británicas barbas vegetales que terminan siendo botánicas, fue acusado por su propia mujer ante Wilkie Collins, de atusada barba también, de ser el hombre más despiadado del mundo. A mí las barbas locales, que no son tantas en la literatura, me tranquilizaron siempre: Hernández, Mansilla, Macedonio, Almafuerte. Hasta hay una foto de Borges con barba, no me acuerdo de qué año. Está en compañía de una de las hermanas Lange, en el zoológico, y se describe –en inglés– como un tapir barbado. Insinuación autógrafa del jabalí cegato que había advertido Marechal.
En algún momento, Cortázar defendió la barba que protegía la cara fotografiada en los sesenta diciendo que, si se la afeitara, la cara tampoco sería la misma (nos consta, sin embargo, que vivió protegida de cualquier señal de senectud). McCartney usó barba en Let It Be y en su primer álbum solista, después de lo cual el aspecto pueril que conserva (a expensas o a despecho de las cirugías) inclina su voz mágica del lado de Raphael (el niño andaluz, no el pintor de Urbino), más que de los evangelistas clásicos –Ian Anderson es uno– del rock.
Mi escritor contemporáneo favorito (1914-1979) ha puesto en duda la cuestión de la contemporaneidad, y es un gran detractor de la barba. Dice que le producen aversión los escritores con barba, sobre todo un alemán y un austríaco nacido en Trieste, Frenssen y Däubler, respectivamente (y agrega, como si fuera poco, a otro inglés: Tennyson). Aunque en 1963 reconoce estar viviendo (o, mejor dicho, soportando) otro período de apogeo de la barba, alega contra los hirsutos argumentos patilludos del despectivo Schopenhauer, a quien la barba como voluntad y representación, parece, lo exasperaban más que las mujeres. Con el paso del tiempo, y el añadido de las canas, mi barba adquirió nuevos prontuarios de amenaza. Después de la destrucción de las torres, alguien me recomendó afeitármela si viajaba. Desobediente, viajé igual. Me acostumbré a la barba como a las letras de mi apellido, la primera (o las primeras) de las cuales cierra el círculo, ajeno a la analogía, iniciado a partir de la mención del Che, con el mismo sonido argentino. Africado, sordo, palatal.
Esto texto pertenece a Pasado mañana, una antología que –bajo el subtítulo de “diagramas, críticas, imposturas”– reúne textos variados de Luis Chitarroni, al cuidado del crítico español Ignacio Echevarría, dentro de la colección “Huellas” de la editorial chilena Ediciones Universidad Diego Portales.