Antes de revolucionar la escena musical de los 70 con Ziggy Stardust, David Bowie lanzó un satélite al espacio. "Life on Mars?", una pieza del extraordinario Hunky Dory, resume las obsesiones de una etapa confusa del británico a la vez que trasciende su tiempo. En principio, fue una respuesta a la versión inglesa de la chanson que nunca pudo ser, "Even a Fool Learns to Love", popularizada por Paul Anka y Frank Sinatra como "My Way". Pero no se quedó en la reacción, sino que fue por más: "Life on Mars?" retoma el imaginario espacial que había cristalizado unos años antes en "Space Oddity" con una reflexión sobre la fantasía escapista que define su estética. Allí, Bowie se interroga por otra posibilidad de existencia sin desconocer la realidad efectiva. Una línea resume el sentido de la canción: “Pero la película es tristemente aburrida, porque ella la vivió diez veces o más”.
Ese pasaje me estuvo visitando a lo largo de este año. El 2020 se resiste a concluir sin llevarse puestas viejas nociones de convivencia, modos de vinculación, perspectivas de futuro, héroes populares y teorías sobre el cuidado. El cine fue, para mí (para muchos), un plan de evasión. Así como alguna vez fue Godard quien me “salvó” de mi dispersión adolescente de recién llegado a La Plata (tenía faso, un bolso de Taxi Driver y muchas preguntas), este año fue Hitchcock el que me suspendió la alarma pandémica y su retórica kafkiana de encierro, distancia y espera. En el maestro del suspenso encontré mucho más que una lógica sólida de la intriga. Lo que hay detrás de ese sistema de narrativas al límite de la moral es un gran ensayo sobre la obsesión por lo oculto. El crimen, en casi todos sus filmes, es la respuesta a esa obsesión. Por eso, en el rostro angustiado de Melanie frente a los pájaros, en la fijación de Scottie con su objeto de deseo, en los ojos aterrados de Henry Fonda en The Wrong Man, puedo ver todos mis miedos mezclados y, también, una foto deforme del presente. Las películas de Hitchcock no son aburridas como las que mira la protagonista de "Life on Mars?", pero también las vimos diez veces o más. Y creo que las seguiremos viendo.
Revisitar clásicos menos como vocación que como mecanismo de defensa me llevó a recorrer una zona de formación que hoy podría ser señalada como incorrecta pero que prefiero llamar insólita: los 90 de Hollywood. La gloria del cine de acción. Como para tantos niños criados después de los 80 en Argentina, la televisión fue mucho más que una forma de entretenimiento. Fue un dispositivo de ilusiones que nos permitió viajar por otros mundos mientras nuestros padres y madres salían a trabajar o buscar trabajo. Ahí estaban, con doblaje latino, las obras claves de ese período dominado por una tríada imbatible: Bruce Willis, Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger. También, en otro nivel, estaban Jean Claude Van Damme y Chuck Norris, herederos bizarros de Bruce Lee que Tarantino, después, supo asimilar en su filmografía. En todas estas superproducciones los héroes son rudos y cancheros, portadores de un machismo orgánico y una emotividad conflictiva que le debe mucho al varón prototípico de Clint Eastwood, el duro entre los duros. Sin embargo, algo de la época hizo que estos filmes cobrasen otra dimensión, como si al legado de Sam Peckinpah se le hubiese cruzado el furor plástico de los 80. El resultado es excesivo, colorido y explosivo. Tan exacerbado en su pasión artificial que podría incluirse en la lista que Susan Sontag hizo para pensar lo camp. Algunos ejemplos delirantes: la exageración que atraviesa Face/Off, donde Nicolas Cage y John Travolta se intercambian las caras en una competencia de sobreactuación; Demolition Man, donde Stallone es descongelado en un futuro naif al que él debe devolver su sentido de virilidad (es tal vez la versión más insólita que se hizo de Brave New World de Huxley) y, claro, el especial de navidad Die Hard, donde un Bruce Willis descalzo e irónico se enfrenta a unos terroristas europeos. Pero entre todos esos relatos de violencia policial leída como heroísmo, hay uno que siempre me llamó la atención de otra manera, que me cautivó en otro sentido: Total Recall (El vengador del futuro).
A partir del cuento de Phillip K. Dick, "We Can Remember It For You Wholesale", que aborda el tema de la falsa memoria, el director Paul Verhoeven le dio forma a esta épica pulp que de alguna manera continúa la exploración noir de su filme anterior, RoboCop, pero también se conecta con la visión distópica de obras de culto como Blade Runner y Brazil. Además de las imágenes emblemáticas --los ojos a punto de explotar, la mujer de tres tetas, Arnold saliendo del cuerpo de una señora--, lo que siempre me atrajo de la película es que su protagonista, Douglas Quaid, no es un policía, no es un militar, no es parte de las fuerzas del orden sino, de algún modo, todo lo contrario: es un obrero de la construcción. Un trabajador alienado que tiene el sueño recurrente de viajar a Marte. Quaid, a su manera varonil, reproduce la inquietud de la canción de Bowie. En su necesidad de ir a otro planeta, se revela la verdadera cuestión: saber si hay algo más que este mundo y sus reglas. Más allá de algunos vicios del género --la violencia como respuesta a los conflictos, una hipersexualizada Sharon Stone, un villano estereotipado de nombre inolvidable: Cohaagen--, la película de Verhoeven construye una fantasía poderosa donde cabe la reflexión social (en algún momento se habla del precio del aire) y filosófica: el doppelganger. En un punto clave, Quaid se enfrenta a sí mismo. Por debajo de toda la aventura explosiva, el tema de la identidad y la realidad recorren esta obra que las hermanas Wachowski deben haber mirado más de una vez. Tal vez, la escena de la pastilla se pueda leer como homenaje, pero con una diferencia clave: mientras que Neo, en Matrix, toma la pastilla para despertar en la realidad, Quaid opta por la fantasía escapista. Y ahí, creo, radica su genialidad. Sin desconocer el peso de lo real, plantea la posibilidad de una fuga. Total Recall es esa pastilla que para mí siempre va a ser El Vengador del Futuro.
Juan Rapacioli nació en Buenos Aires en 1987. Es escritor y periodista cultural. Publicó los libros Dispersión (2015) y Vidrio (2017) y Por qué escuchamos a David Bowie (2020). Sus trabajos se encuentran en sitios internacionales como Círculo de Poesía y Vallejo & Co. Trabajó en la Agencia Nacional de Noticias Télam. Escribe en diversos medios del país y dicta cursos sobre cine, música y literatura. Creció en Mar del Plata.