Lo sabe.
La marea verde, y en ella todas las herencias de luchas emancipatorias y revolucionarias, lo sabe. Lo supo antes que todas nosotras. Lo sabía desde nuestras madres, abuelas, bisas, tataras, estaba hundido en sus manos y sus desesperanzas, sus magníficas supervivencias. La multitud feminista se expande en todo el mundo, y se expande en nuestros cuerpos, con su flujo de verdades incorporadas en nuestra memoria de sangre y de huesos. Es también la puesta en relación entre las urgencias y las voces de hoy, con toda una historia, millones de historias, de silencios. Todos esos ancestrales silencios, con sus represiones, clandestinidades y sufrimientos, regresan en la multitud, liberando tantas veces los deseos y existencias carnales. Y entonces el aborto, tanto como el deseo de no maternar (“el deseo de no poder, como el poder de no desear”) pueden dejar de ser tabú: pecado, condena, vergüenza.
Pienso en mis abuelas, sobrevivientes del hambre, el desamparo, la guerra. Ser madres fue algo que les ocurrió mientras peleaban por hacerse una vida, con poco o nada. Pienso en esa cadena de roturas y orfandades que recorre para atrás y para adelante, la vida de tantas mujeres.
Mientras converso con Cristina Lobaiza, tratando de poner palabras a este tremendo desajuste entre cabeza y cuerpo, desajuste (ella lo nombra dislocación) que solemos experimentar ante cada acontecimiento revolucionario, pienso que la ley, tan deseada y esperada, batallada y tramada, igualmente nos demanda absorberla, absorber lo que esa verdad desde hoy significa y significará en nuestras vidas. La esperábamos y exigíamos, y de pronto, hoy, ya es nuestra. Ese magnífico estupor me dice, me cuenta, me pide enterarme que el desconcierto es mío y es nuestro, que esa memoria y novedad reclaman palabras.
El aborto reubicado en la legalidad y en el derecho, en el marco de los ejercicios posibles de la propia e inalienable libertad, es también el nombre. Lo que nombra hoy la posibilidad de visibilizar y reparar tantos de los “dispositivos de producción de sufrimento humano” (me acota Lobaiza aquí también, porque el feminismo está hecho de calles y conversaciones interminables) de este tiempo. De todos los tiempos. El que ha perpetuado por todos los siglos la intromisión en los cuerpos de las mujeres, adolescentes, niñas, de mecanismos de dominación, control, censura, desposesión, culpa. “Las industriosas faenas del dolor”, poetizaba Lobaiza, que los han atravesado, que han marcado el compás y ritmo de los posibles e imposibles para las mujeres desde el nacimiento hasta la muerte.
Las mujeres, desamarradas del confinamiento al espacio doméstico y de los ideales que la ligaban centralmente a funciones de maternidad y cuidado, y en caso de transgresión y desobediencia: ligadas a la “envidia del pene”, marcada así nuestra sexualidad por la cultura, también --a veces-- por la herencia psicoanalítica cuando permanece intocada y sacralizada, fálicas en tanto nos armamos de potencia, “poco femeninas” en nuestros desvíos y corajes, venimos transformando ideales, identificaciones, trayectos posibles. Esos trabajos psíquicos y corpóreos de mujeres y disidencias, junto con el trabajo de deslindar masculinidad de dominación, no serían posibles sin las transformaciones que pulsa la multitud. No son búsquedas solitarias, no son luchas individuales y personales únicamente. Son en cada una de nosotras, y en todas.
Inscribimos y escribimos en nuestros cuerpos y en nuestras vidas que la libertad y el derecho a decidir la propia vida, son ya un hecho irreversible. No ocurre muchas veces, pero si ocurre, tenemos que enterarnos, porque algunos acontecimientos resignifican y reescriben todo. Para adelante, y para atrás también.
Hoy festejamos lo que la multitud feminista pudo y puede, a finales de este singular año 2020: hacer de la lucha, ley.
Lila María Feldman es psicoanalista.