“La caravana de 3.874 kilómetros -que deberíamos haber recorrido en 72 horas, según la previsión original- finalmente nos llevó 84 horas y 35 minutos, poco más de tres días y medio. Semejante travesía -sólo de ida- para los 90 minutos que durará la final ejemplifica la desproporción de tiempo que le dedicamos a nuestro club y al fútbol en sí. Y pese a que todo pueda irse al diablo en tres minutos, pronto vendrán nuevas aventuras, más rutas, diferentes aeropuertos y otras ciudades, en Argentina o el país que sea. No digo viajes porque con River viajamos siempre, todos los días, aunque no vayamos a ningún lado”, escribe Andrés Burgo sobre el final de Nuestro viaje - 85 horas de caravana para ver a River (Ediciones Carrascosa). Son 140 páginas sobre un viaje interminable en micro por tres países -Argentina, Chile y Perú- para ver a River en la final de la Copa Libertadores 2019, que ganó el Flamengo 2 a 1 tras una remontada en el Estadio Monumental de Perú.
Lo interesante de este libro es que puede leerlo el hincha de cualquier equipo. Porque no es el típico relato épico sobre un partido en sí. Es una original idea sobre cuánto nos interesa el fútbol y de qué manera influye en nuestras vidas. Además, muy bien escrita. Burgo -autor y coautor de siete libros, la mayoría sobre el club de sus amores- apela a la primera persona para contar la pasión. Esa pasión que empieza con algo de culpa cuando un martes a la noche se va de su casa y deja a su pareja y a su hijo para viajar a Lima a ver un partido que podría haber visto en el living y tomando mate. El mérito del relato está además en que, aún ejerciendo el periodismo de viaje, nunca deja su rol del hincha.
Así, Burgo describe cómo 215 hinchas de River viajarán durante media semana divididos en cuatro micros que salen una madrugada desde el Monumental de Núñez hacía el de Lima. Lo que siguen son las incomodidades típicas de los medios de transporte terrestres. Entre ellas, la convivencia, que se resuelve por amor a River. Los baños se rompen, algunos toman de más y otros de menos, la música suena a volumen alto y el clima se vuelve festivo cada vez que se canta algo de tribuna para alentar a River aunque ese aliento no vaya más allá de las ventanillas del micro. Es, más bien, un aliento para ellos mismos, que saben que lo necesitarán en las próximas y cansadoras horas.
El autor analiza lo que siente por River, hace un poco de historia y la pone en duda -como cuando habla de los inciertos orígenes del club- y nos cuenta su experiencia en las distintas ciudades y pueblos en los que se bajan los hinchas. Así nos referirá al calor de Santiago del Estero, al frío chileno unas horas después. Contará cuánto pagarán por duchas de pocos minutos y con agua fría aunque les hayan prometido caliente. Recordará la compra de comidas en dudoso estado y así trazará un mapa sobre una Argentina tan distinta.
No faltarán las YPF, emblemático lugar de salvataje para cualquiera que haya recorrido rutas nacionales. “Somos un sobresalto en su rutina diaria, como la aparición de marcianos, aunque no sólo eso: también somos River”, escribe Burgo cuando desde los costados de la ruta, en Santiago del Estero, envían gestos de aliento a esos vehículos envueltos en banderas y colores alusivos a River, que, continúa analizando, “es mucho más que una suma de instalaciones deportivas, un estadio, un grupo de futbolistas, decenas de títulos y un panteón de ídolos. River es también una condición inmaterial, ontológica. (...) En donde haya uno de nosotros, como estos hinchas que en tres días seguirán la final por radio o por tele al costado de la ruta, allí estará River”.
En pocas horas aprendieron los trucos de viajes gracias a la experiencia compartida. Y entienden el rol esencial de los choferes. Hay que mimarlos, quererlos. Aunque esa paciencia queda de lado cuando el tiempo apremia, ellos se equivocan y toman el camino más largo y los cálculos del tiempo ponen en duda la llegada a Lima para ver el partido.
En tanto, la altura en las rutas montañosas hace que a muchos les duela la cabeza, otros se mareen, algunos vomiten y a otro se le recomiende bajarse del viaje, pasar por un hospital y volverse a Buenos Aires. Que por supuesto, según Burgo, no lo hace. Firma un papel para certificar que deslinda de responsabilidades a los conductores y ahí va para ser testigo presencial de Marcelo Gallardo y sus jugadores.
“La estamos pasando tan bien que tal vez me dé para una crónica”, le escribe Burgo a un amigo madrileño cuando aprovecha unos pocos segundos de señal, un bien escaso. Si se siente cómodo es porque en medio de ese caos empiezan las confidencias con los compañeros de viaje, se entablan amistades, se comparten comidas. Hay una empatía total que tal vez no se hubiese producido si él optaba por el viaje en avión, algo que descartó debido a su elevado costo.
La entrada por tierra a Perú no será sencilla. El tráfico y el tiempo que pasa, más la obligación de pasar por un shopping céntrico para retirar las entradas, vuelve todo más urgente y caótico. Desesperante. Porque a nadie le gustaría perderse el partido. Menos después de dejar tantos días en rutas que, al fin de cuentas, no fueron tan malos. Y todo por un color.