A mi amor, esposa y compañera, Viviana Andrea Nigro
Por estos días se volvió a abrir la muestra Identidad, una exposición en el Parque de la Memoria de la Ciudad de Buenos Aires, organizada por las Abuelas de Plaza de Mayo, reeditada veinticinco años después de su lanzamiento originario en el Centro Cultural Recoleta. Allí, junto con las imágenes actualizadas de los rostros y las presencias perdidas, yacen los espejos inquietantes en los que nos reconocemos y nos miramos. Nosotros, reencontrándonos entre los presentes que fueron sojuzgados y desaparecidos por el Terrorismo de Estado. Nosotros en presente junto con ellos, en la ronda de los reflejos y las presencias, ofrendándonos, regalándonos unos a los otros, dándonos los presentes merecidos, reconociéndonos sus hijos, encontrándonos al fin, en presente, los presentes y no ya los desaparecidos. Nosotros, todos nosotros, los presentes.
Esa es la dimensión freudiana de cómo el recuerdo se hace presente en la sesión psicoanalítica. Ese es el verdadero misterio develado de la transferencia y del amor de transferencia: se presencia, tal como el analista --el analizando-- lo actualiza en la posición de sujeto supuesto saber y su relación con la verdad en juego. Su presencia es la muerte en acto, es la muerte aconteciendo en la dimensión significante, es el enlace de la muerte en la lengua: se presencia, hay vida en la muerte, enlazada en lo presente.
Lo presente se pone, así, en relación con una dimensión metapsicológica con lo inconsciente, inasimilable, no asequible a la conciencia, por eso mismo vivo, vivo a condición de hacerlo presencia.
Ese instante no es banal, es metapsicológico y ligado a la emergencia de la verdad subjetiva. Acontece en la cuerda del instante presencia y no sólo en el recuerdo. Si el recuerdo es adyacente y determinante en la práctica psicoanalítica, lo es por su potencia de hacerse presente, y también presencia. Ese recuerdo acaecido consciente / consciencia abrocha en el cuerpo simbólico, se vuelve acontecer vital, y eventualmente, acontecimiento.
Que esa dimensión de la presencia guarde relación con el cuerpo amor, como un “tener presente”, preserva de los efectos arrasadores de lo real sin borde --cuando el significante no cava lo real y lo rodea, sino que lo real arrasa la serie de significantes--, propio de los desencadenamientos en las patologías orgánicas como puro real.
Papá Ley
Durante el curso del 2020 la pandemia y sus efectos restrictivos en el aislamiento social han puesto en debate hasta qué punto la restricción del cuerpo en la cultura, la restricción de la presencia en el lazo social, funciona no sólo como posible factor de riesgo sino como efecto desencadenante de la desmezcla pulsional, a favor de la pulsión de muerte en el desarrollo de las experiencias traumáticas, y no como muerte vital en la presencia de los actos vividos.
“Papá es ley y moneda” --señala un paciente--, juez y parte, un absoluto, tanto como lo era el personaje Ubú Rey de Alfred Jarry. Detrás de las preguntas ingenuas del padre se agazapa el signo de una aseveración donde ese padre lo desaprueba y ejerce su capricho. Lo desaprueba en el sentido de una desestima. Esa desestima es del mismo tenor de lo que desencadenó la pandemia como experiencia global. Desestima al otro en su diferencia y ejerce una política de orden global totalizante.
¿Qué clase de padre es el que acontece en esta época? Posiblemente el padre de Huxley en “Brave new world”, el padre arrasador del automático que no cesa, un padre totalitario que no deja lugar a la experiencia de lo humano. Este padre del distanciamiento no es un padre de la distancia ni un padre distante, sino un padre arrasador que barre con la diferencia, la marca de lo humano en el significante, un padre que hay que mantener a distancia, a raya, interpelándolo. ¿Será posible hacer con él?
Este padre no es padre ni de la aventura ni de la novedad ni del instante. Es un padre absoluto y terrible de la desestima de la diferencia. Ni siquiera es padre totémico, sino padre que habita el trauma y encarna el Otro absoluto de la ley y también de la moneda.
¿Un nuevo padre del loquero?, el de “todos al loquero” que señaló Lacan respecto de lo contemporáneo totalitario.
Estrella
Estas noches llegan hermosas y promisorias hacia el fin del año, con Saturno y Júpiter alineándose para volver a configurar la Estrella de Belén, hermosas confluencias astronómicas, signo de la divinidad que traían los magos, los magos que también eran reyes, esos astrónomos amantes de las letras y los vestigios tanto como lo somos los psicoanalistas, poéticas subyugantes mucho antes de que fueran reducidos a los signos religiosos.
Esas cosas, eso, que para cada quien conforma una vida y su relación con el “das ding” conmovedor y estremecido, no es sin el amor, los signos poéticos, un nacimiento próximo, lo que viene y nos es dado, de la vida misma y sus misterios inefables y divinos. Lo divino yace en el corazón del hombre, es decir en su potencia de hacer con la lengua esa otra cosa inexplicable, única, su invención. Ese aliento es imperecedero y sutil, intangible y también cierto, es el paño delicado de la verdad frágil y evanescente.
Mi amada esposa, mi mujer, acaba de morir, y miro hacia esos avatares poéticos intentando leer en ellos no sólo lo que nos abraza, amor real, amor presente, sino la estela inefable de la senda, como dijo Machado, de lo que nunca se ha de volver a tocar, las estelas en la mar. Así, como en ese modo humano e infantil en el que una conocida marca de nuestra niñez vislumbraba esa Estrella de Belén como un cometa surcando el espacio infinito, dejando su estela fosforescente, su fisonomía de curiosa materialidad, prometiendo dulces para navidad y por supuesto, la buena fe, la bona fide.
Así lo deseábamos con ella en nuestra práctica clínica, que por cierto compartíamos, una época labrada en lo actual, en sus pliegues y en sus rebordes, siempre naciente, como ella misma se imaginó en medio de la enfermedad tortuosa: Eva Naciente. En presente, entre presentes amorosos, con los presentes que nos dieron vida y aliento.
La medicina que nos prometió terapéutica allí donde en verdad hubo mutilación, quemadura, invasión al cuerpo frágil y amado de mi esposa, pinchazos y agresiones farmacológicas, sin embargo no rozó la fuerza. Porque allí ella no estuvo, no estaba, imposible, allí no era, no era naciente, ni siquiera agonizante, sino sumida en un manto oscuro y desleal que vuelve sombra la vasta experiencia humana en la que decidimos vivir, sosteniendo nuestra clínica y nuestros pacientes en esa otra cosa llamada deseo de analizar. Ahora se fue, pero es lógico decir que permanece en mí no sólo el dolor infinito, lo inasimilable a cualquier duelo y a ninguna representación conocida, sin consuelo, sino que me habita una mutilación que me arrastra a los orígenes freudianos de eso que nombró de modo tan preciso como trauma.
¿Qué haré sin los presentes?, ¿sin Vivi presente, su pequeño y aromado nombre rozagante que llamaba a la vida misma? Tenía un amor y lo perdí, tenía una vida y se escurrió entre los dedos de una experiencia que el humano sabe transitoria y fatal. Pero se fue joven, como los mejores jóvenes que perdió nuestra cultura en la otra oscura noche de las dictaduras, los exilios, los silencios interiores. Lo presente es una experiencia no sólo en la inscripción del tiempo sino en el cuerpo. El cuerpo que se hace presente, se hace presencia.
¿Estoy solo en lo presente? ¿Que trae lo presente? El amor, los signos poéticos, los signos astronómicos, que eso nos acerque y nos abrace en esa ronda de presentes reencontrados, y nos abrace en una ronda donde los encuentros en la multiplicidad de los espejos y las ondas de tiempo nos ofrenden presentes, regalos amorosos, y que sea para todos nosotros, los que sufrimos, una época de natividad y de nacimiento. Nacimiento del hombre nuevo, que deseaba y que anhelaba nuestro querido Che Guevara. Ese tipo de hermosura es la que posiblemente nos habita cuando nos encontramos, calidez, amparadora experiencia en la que nos llevamos de la mano en los momentos difíciles y trágicos de la experiencia humana. Así como nos llevábamos de la mano Vivi y yo, esos gestos únicos siempre bien recibidos e inspiradores.
Está en el alma, está vivo, a pesar del pedernal de lo inasimilable a la conciencia.
Vive en mí, representación y abrazo en mis brazos. Diferente de eso que se hace presente en mí, siento su presencia, presencia en mí, presencia sentida. Está presente. No es sólo un recuerdo, es una cuerda, no sólo mi propia vida sino mi vida propia.
La división subjetiva, la separación de la vida en la muerte, se hace vida.
“En la muerte encuentro vida”, no como dimensión dramática sino como presencia, transformar algo en presencia, una cuerda metapsicológica ligada al acto psicoanalítico y a la instantáneo de la presencia vivida.
Los presentes, nuestros presentes, oblatividad del instante vivido, un amor en acto. La psiquis es ese amor en presencia, lo inconsciente que se hace objeto de una conciencia de sí, el misterio de pensarnos ahí, en la existencia vital del instante amoroso.
Cristian Rodríguez es director de Espacio Psicoanalítico Contemporáneo (EPC) y miembro de Institute Gérard Haddad de París (IGH).