Era de noche, se había votado. Cuando ya estaban cerrando las puertas en el Senado pero todavía no amanecía, una de las mujeres que supo hacer girar el mecanismo legislativo y volver legal el aborto me dijo: “mañana tenemos que empezar a trabajar para la aplicación de la ley, hay mucho que hacer”. Unos minutos antes, ella y una tromba verde, algunas de las sororas, habían llegado al Salón de las Provincias para celebrar con otras y responder preguntas de periodistas. Llegaban cansadas, emocionadas, con los ojos brillantes; no podían dejar de sonreír. Las recibía una (pequeña) multitud de periodistas en las mismas condiciones. Se notó. Todavía estaba en el aire la tensión de la lectura nominal de los votos, la respiración contenida hasta ver el total, los años de clandestinidad que estallaron cuando el tablero mostró los 38 votos a favor, los 29 en contra, la abstención (cómo olvidarlo).
Cuesta recorrer sin emocionarse las fotogalerías, las redes, lo que envían amigas por WhatsApp: las imágenes son contundentes y misteriosas, inapelables. Cada una sabe qué lloró, por qué gritó, en quién, en qué pensó durante la explosión. Pero quizás no. Tal vez sea una intuición, la vaga idea de que detrás de tanta emoción compartida hay algo (mucho) más que la historia individual.
Tal vez sea la conciencia de saber que estamos cambiando el futuro para las que siguen, como otras lo cambiaron para nosotras.
Para mi generación, para quienes nacimos en la década del 70, ¿habría sido diferente crecer a sabiendas de que la interrupción del embarazo no es clandestina? No sabríamos lo que es recibir el mensaje de una amiga que necesita un dato para ella, para otra amiga, para alguien de confianza; articular redes discretísimas para rescatar teléfonos que alguna vez sirvieron, contactos que tal vez; callar, sobre todo, callar para proteger a alguien pero con miedo, porque ese mismo silencio podría dañar. Todavía hoy, con protocolo de ILE vigente, preguntamos sobre misoprostol en secreto. Aunque no parezca, el miedo se puede quedar pegado en la piel.
En Argentina ahora hay chiques que tienen la oportunidad de crecer sin aprenderlo. Pero para eso nosotras tenemos que aprender algo más.
Cuando el Congreso aprobó la ley de Cupo, en 1991, no fue por concesión de un presidente dadivoso, sino por presión de mujeres de todos los partidos políticos. Ocupaban el 5 por ciento de las bancas pero sabían construir redes. Articularon y presionaron en el momento y con las palabras justas; sus pares varones, en ambas Cámaras, aceptaron y acompañaron a regañadientes, porque la miopía del machismo, se sabe, impide ver la Historia aunque sea un elefante en pleno recinto.
A esas mujeres, a las artífices de una ley de discriminación positiva pionera, el sistema político, mejor dicho, los varones de ese sistema político las castigaron. Las bajaron de listas, las incorporaron en lugares sin chances, las ningunearon en la práctica política hasta volverles casi imposible el acceso al cargo que buscaban.
Ahora es responsabilidad de todas que no pase lo mismo con las sororas que construyeron el proceso de volver ley el reclamo de la Campaña por el Derecho al Aborto. Cuidarnos entre todas es también velar por ellas: por las activistas y las dirigentes con quienes llegamos hasta acá. No dejarlas solas es también velar por nosotras: sin su representación, sin su know how de la rosca política, del lobby, del olfato para detectar la oportunidad que conducía a la Historia, ¿qué? En el futuro de algunas se juega el de todas. Por todas las leyes, por todas las vidas, por todos los futuros posibles. Hay mucho que hacer.