“Los chicos se fueron de casa, mi marido me dejó, mi madre murió... Es la libertad total... es extraordinario”, se sorprende repentinamente Nathalie en una escena cualquiera de El porvenir, el quinto, estupendo largometraje de la directora francesa Mia Hansen-Love. Se podría asegurar que ése es núcleo, el nudo dramático de la nueva película de la realizadora de Edén. Y, de alguna manera, sin duda lo es. Pero más allá de ese momento determinante del film, que significa para Nathalie toda una súbita toma de conciencia, El porvenir es exactamente sobre aquello que promete su título: sobre el interrogante de lo que vendrá, de la vida que Nathalie tiene por delante y que en muchos sentidos –y no está mal que así sea– estará signada por la que paulatinamente va dejando atrás.
Es notable como Hansen-Love es capaz de expresar esta paradoja, de hacer una película sobre la incertidumbre a partir de las certezas del tiempo presente, del día a día, que la directora expresa de una manera tan material, tan rotunda, tan contundente. A la vez, hay mucha sutileza y discreción en El porvenir. En el cine de Hansen-Love nunca se van a encontrar golpes de efecto dramáticos o exhibicionismos formales. Resucitando una vieja dicotomía, se diría que el suyo no es un cine de poesía sino un cine de prosa. Pero una prosa que no depende tanto de su trama como de la carnadura de sus personajes, de su verdad interior y exterior. De aquello que los personajes son y también expresan con sus cuerpos, con sus hábitos y hasta con sus bibliotecas.
Sucede que tanto Nathalie (Isabelle Huppert, una vez más asombrosa) como su marido (André Marcon) son profesores de Filosofía, como los padres de la propia directora, por otra parte (ver entrevista). Ella además dirige una colección de su materia en una importante editorial. Y ya en el primer encuentro que tiene con dos expertos de marketing de la empresa, que objetan la caída de ventas de sus títulos, a los que acusan absurdamente de excesiva austeridad gráfica, hay una pista para Nathalie: “El futuro está comprometido”, le anuncian ominosamente, dándole a entender que su colección está en peligro.
Y no sólo su colección. Su madre (Edith Scob, legendaria protagonista de Los ojos sin rostro y actriz fetiche de su director, Georges Franju) la enloquece a toda hora del día y de la noche con sus demandas y depresiones. Y su marido, un día –ante la presión de sus hijos, que saben de la situación– le confiesa que ha conocido a otra mujer y que piensa irse a vivir con ella.
Lo particular de esa escena es su llaneza: sin duda, para Nathalie el mundo de pronto bascula, pero no se desmorona. No hay reproches, gritos ni melodramas. Nada se sabe (ni se sabrá) de esa tercera en cuestión, que la inteligencia de la directora omite. Se trata de un golpe de la vida que Nathalie asimila como puede. Y lo hace con mucha entereza, lo que no le resta fragilidad. Aquí se comprueba una vez más la enorme estatura de actriz de Isabelle Huppert, en un trabajo muy distinto a la de la reciente Elle: su fuerte personalidad es evidente, pero asoma también una cierta dulzura, muy lejos de la ferocidad que mostraba en la película de Paul Verhoeven.
“La revolución no es lo mío, me conformo con ayudar a mis alumnos a pensar por sí mismos”, le dice Nathalie justamente a un ex alumno que ahora es su amigo y la invita a pasar unos días en su comuna anarquista, en la montaña, lejos de París. De eso se trata El porvenir, un film a la vez triste y optimista: de la necesidad que tiene Nathalie de pensar por sí misma, de aplicar la filosofía que predica –de Rousseau a Levinas, de Pascal a Theodor Adorno– a su vida diaria, a sus acciones cotidianas. Por carácter transitivo, esa a su vez es la virtud de la película: hacer de la lisura de esa superficie la materia de su pensamiento.