EL CUENTO POR SU AUTOR
Siempre pensé que además de una pieza de teatro excepcional, Canillita, de Florencio Sánchez, tiene toda la potencia de un texto inaugural del siglo XX, una suerte de juguete rabioso condensado. Canillita es un flash.
Lejos de concebir “Canallita” como una reescritura (por el contrario, al incorporar el lenguaje de la dramaturgia y las acotaciones teatrales, dejé que el original reescribiera en cierta medida mi cuento), lo pensé como una forma de continuidad de esa fuerza inextinguible, de esa potencia. Hacia el final se insinúa una aspereza actual en el tema de los medios de comunicación que tanto nos obsesiona, pero me pareció mejor viajar en el tiempo y plantar la semilla del futuro en el pasado, que hacer una versión siglo 21.
Y una acotación: cada vez confío más en la noción de “escena” que en la de argumento. A esta altura del partido literario, donde los relatos proliferan sin cesar por las plataformas, series, episodios y temporadas en un vértigo que ningún escritor del siglo XIX, ni aun el más frenético Balzac, podría resistir, enhebrar escenas es un arte y un desafío, por supuesto, si uno no se propone a cada momento lograr la escena perfecta o memorable. Y por lo tanto algo me llevó a la dramaturgia de Florencio Sánchez, a la búsqueda de ese nudo existencial entre lo que se imagina para ser “puesto en escena” y lo que se pone por escrito.
CANALLITA
1
Canallita abre la puerta de la pieza, mira hacia el fondo donde está su hermanito en la cuna con el pañal sucio y caído, el culo al aire y los mocos colgando, a punto de echarse a llorar. Hay olor a comida comprada en la calle, espesa de aceite refrita una y mil veces. Otro olores, antiguos y rancios, hacen mutis por los rincones. Hacia la derecha, la silueta de chulo de su padrastro (¿el tercero, el cuarto?) eternamente golpea a la silueta de su santa madrecita, joven y ajada en la pálida luz del frío del invierno. Este invierno es el infierno, piensa Canallita, que siempre piensa a una velocidad extraordinaria e imparable. Teje frases certeras en el aire que uno de sus clientes del café de Los Inmortales llamaría “versos”.
“Vos hablás en verso, Canallita, vos pensás en verso”. Canallita insinúa poseer cualidades que le serán muy útiles en el futuro todavía lejano e incierto pero que se deja palpar algunas noches entre las cobijas. No hay que apurarse; por ahora solo es un canillita, mitad real mitad literario. Harta conciencia tiene de sí mismo y se imagina en sus aventuras pícaras y callejeras como un joven impuro y, a la vez, un héroe impoluto. Jactancia y sensualidad de arrabal, no le faltan. Un pícaro, un bandido. No más. No hay que abusar, le dicta su cerebro estimulado por el tabaco.
Deja unos pesos sobre la mesa, saluda con un gesto imaginario en el aire y se dirige a la puerta que hace poco lo vio entrar. Sale.
Canturrea. Silba. Ya fuera de la vista del público, se oye su voz que dice:
“Vendemos los diarios en esta ciudad por calles y plazas
Boliches y bares”
2
Canallita sueña despierto. Canallita fuma mucho y envuelto en nubes de humo sueña despierto y se masturba suavemente. Apenas se deja ir en sueños se clava el pucho en la boca y se desprende los botones. Pone la mano ahuecada sobre el gorrioncito cálido, ahí abajo. Aunque estén todos en la misma pieza no le importa nada porque a pesar de la mala vida Canallita se siente libre para fumar, soñar y tocarse el gorrión. A veces se pregunta de dónde le vendrá tanta inspiración, de dónde saca los planes de futuro y las visiones de barcos enormes surcando mares azules, y las caras de chicas bonitas y mujeres que sostienen cigarrillos con boquilla acodadas en ventanales, y tantas otras cosas ajenas a su vida en la pieza. Es verdad: siempre mira los diarios que vende, siempre echa un vistazo, pasa las páginas, y en eso es diferente a los otros muchachos vendedores como él que ni siquiera saben leer, o ni siquiera sabrán hojear un diario, porque creen que ese diario no es para ellos y nunca lo será, sólo les toca gritar extra extra, o salió salió o noticias, noticias, pero no es para ellos sino para esos hombres adustos que los llaman, extienden la mano con las monedas o un billete chico, compran y se alejan en las esquinas, o les hacen señas desde las mesas de bares y cafés cuando el canillita entra autorizado por el dueño a cambio de dejarle un ejemplar gratis. A veces se ha llevado un diario a la pieza, y aunque le cuesta, lee, va leyendo, mira las fotos, las secciones ilustradas, los títulos raros. A veces lee varios títulos de corrido y se ríe solo, porque parece que le hablaran de un país remoto, la China o Mongolia o la Cochinchina y nada de lo que lee tiene sentido para él, como si fueran frases en clave sobre personas que no conoce salvo el presidente, aunque tampoco está muy seguro de quién es el presidente, gente con nombre de calle, pero sin calle como yo, otra vez la ráfaga de esas frases que le vienen a la mente vaya a saber de dónde. Y, sin embargo, piensa, entre el humo y la sonrisa que presiente en su boca, algo, algo de todo esto sirve, me sirve. Me va a servir.
La luz se hace más tenue. Hace silencio.
Exterior. Calle.
Canallita está parado en una esquina céntrica. Pasan los hombres. Hombres parecidos entre sí. Canallita detiene por un momento su ostentosa manera de vocear los diarios y se los queda mirando. Sonríe y se sienta en el piso, los diarios a un lado. Mira los pies y los zapatos que hace a esos hombres más parecidos todavía, son como hombrecitos patéticos y ocupados y todos iguales. Seguro que estos tipos tienen miedo de los anarquistas, piensa. El viejo Rap, de la pensión, es anarquista, y dice que todos los hombres tienen que ser iguales, y estos ñatos se asustan, ay, ay, ¿cómo vamos a ser todos iguales? Y, en realidad, ellos sí que son todos iguales.
Canallita se levanta súbitamente del piso y grita: “Tremendo incendio universal, tremendo incendio universal. ¡Se quema el mundo!”
3
Pasaron varios inviernos desde que el último padrastro de Canallita fue acuchillado por un buen vecino enamorado de su madre; ahora el vecino purga su pena en gayola y su madre se ha enclaustrado en la pieza donde cuida de su hermanito, monja madre a la que se le vino encima toda la piedad que nunca tuvo. Mientras tanto, Canallita se ha convertido en padre superiora de su madre y visita de vez en cuando al buen vecino en la prisión, y le cuenta de la vida puerca, del invierno eterno de las calles de Buenos Aires.
¿Por qué le dicen Buenos Aires, por Dío, maestro? Mejor estás acá, le dice, y suelta una risa medio tísica, demasiado ronca para su edad.
Y, sin embargo, se cuida muy bien de contarle que en su alma a veces asoma el sol del mediodía, o que en las tardecitas de verano vislumbra otro horizonte a la vuelta de la esquina. Le debe la vida al vecino, quizás hasta le deba el futuro, pero tiene miedo de darle la ocasión de pensar que su sacrificio fue en vano. El buen vecino se conforma con que su madre no haya caído en los brazos de otro pelafustán violento, aunque no se hace muchas ilusiones. Ella jamás lo ha ido a visitar. Y quiere, ardorosamente, fervientemente, que a Canallita le vaya bien en la vida. Pero Canallita cree que, si le dejara saber que, en su vida, todo ese mundo que conoció el vecino se va quedando atrás, que sólo lo visita por lástima y no por gratitud, por ahí, piensa, se amasija con la sábana. Y eso, a Canallita, cuando se tira en la cama con las manos entrelazadas detrás de la nuca, estira los deditos de los pies y siente cosquilleos en el vientre, le amarga la vida.
Calcula. Este bobo que acuchilló al padrastro lo hizo por mí, lo hizo por ella. No me tiene a mí, no la tiene a ella. Eso, en algún momento, va a hacer que lo suelten. Cuando lo suelten, ella va a tener que aceptarlo. Por eso impido que aparezca un nuevo padrastro.
Canallita a veces es frío e impiadoso con sus pensamientos. Da vueltas a las cosas de la vida con frialdad y lógica de hierro. Era inevitable: él iba a matar en algún momento a alguno de los padrastros. Él iba a ir al correccional, la cárcel que ahora ocupa el buen vecino. Ése era su destino. Pasa que el vecino se le adelantó. ¿Por qué? Porque quería convertirse en el nuevo padrastro. Si él hubiera ido a parar al correccional, sería ahora un muchacho duro, muy duro, el líder de los pibes más matreros. El vecino que lo salvó de ese destino, paradójicamente, lo volvió ese cuerpo blando que envuelto en humo y nostalgias prematuras, se hunde en el colchón de la pieza con su madre enclaustrada y su hermanito eterno. Está atrapado. Las luces se bajan casi al punto de la oscuridad. Parecen transcurrir años en esa oscuridad artificial. Luego, gradualmente, suben las luces. Hay una luminosidad de pronto excesiva como si se prendiera el cielo en plena noche. Está a punto de producirse un cambio drástico sobre el escenario de la vida de Canallita.
Ahora sí: llega el “Último acto”: da comienzo El Desenlace.
Al vecino lo mataron en la cárcel. Otra vez, como buen samaritano, se había metido entre dos cuchilleros a separar, que todo puede arreglarse conversando. Y esta vez lo cosieron a él.
Cuando se enteraron ¡Qué revuelo en la pensión! Y empezaron los pases de factura, la culpa de mano en mano, brasa caliente que nadie quiere atajar. Que la mala vida. Que el destino. La vida puerca. Dios. Siempre Dios. Ese hombre había sido bueno, quizás un poco exageradamente engreído en su papel de salvador de la humanidad y, en particular, de esa humanidad abigarrada de los conventillos, hotelitos y pensiones que ellos no sólo componían, sino que se habían acostumbrado a contemplar desde afuera, como si formaran y no formaran parte de ella. En especial Canallita, que de tanto mirar la vida desde afuera, a veces se creía afuera. Como si caminara en puntas de pie sobre la membrana que lo aislaba de ese mundo de los pobres y conventilleros, del lado exterior.
Recordaba todavía las últimas palabras que el hombre bueno le había llegado a decir casi en el oído antes de que lo apresaran (no volvió a repetir esas palabras cuando lo visitaba en la prisión). Le había dicho que era preferible que él acabara sus días en un presidio a que Canallita empezara los suyos en la cárcel. Se había cumplido entonces esa profecía que lo había llevado a adelantarse en el asesinato. Dios lo tenga en su santa gloria.
Su madre, impresionada, decidió meterse en serio en un convento y desapareció del conventillo. Del Conventillo al Convento vaya parábola ¡Señor!
La pieza quedó para él y su hermanito. Una vecina cuida de su hermanito y se lo lleva por las noches, y visita en el convento a su madre.
Al final la tragedia se volvió sainete, piensa Canallita y no puede creer que tiene toda la pieza para él solito.
Ahora se hace lustrar los zapatos y siempre le cuenta a los lustrabotas la historia de cómo piensa, en el futuro, dirigir uno de esos periódicos que vende a los hombres que van y vienen.
Pasaron años. Es un muchacho piola. Se dirige al café. En la puerta, a un lado, está sentado el lustrabotas.
Canallita apoyó el pie en el cajón del lustrabotas y abrió el diario con tirante firmeza.
-Empezó la guerra, che- le dice al lustrabotas.
El lustrabotas apenas levanta la vista de la franela, los zapatos y el betún.
-Avisá, Canallita ¿y a mí qué?
Canallita apoya el otro zapato en el cajón del lustrabotas, hace un bollo con el diario, está podrido de los diarios.
-Con gente como vos ¡Nada más inútil que un diario en este país!
Pero Canallita sonríe. Sabe que no será así. No ceja en sus sueños. Sí, señor. Va a dirigir un diario. Y será él quien ponga esos títulos que otros canillitas saldrán a vocear, anunciando cada detalle insignificante del mundo como si fuera la salida de la luna roja.
Será sensacional. Puede verlo mientras el aroma de betún asciende hasta sus narices, qué lindo olor.
No, qué va. Va a ser el dueño del diario, además del director. Y hará desfilar a los reporteros y a los canillitas por su despacho gigantesco lleno de espejos y les dirá a unos lo que tienen que escribir, a otros lo que tienen que gritar en las esquinas. Hará el gran relato del mundo y de esa manera el mundo será suyo.
Canallita no deja de soñar. Noticias del mundo, en grandes letras. Sueña despierto. Tabaco. Humo. Ensueños. Telón.