EL CUENTO POR SU AUTOR

Hace un tiempo, mientras terminaba el encuentro de uno de los talleres de escritura que doy, alguien me preguntó por qué recomiendo tantas películas y series.

Entonces, me enredé en una explicación demasiado larga sobre algo que en realidad era más sencillo. Porque casi al mismo tiempo que terminaba de responder, recordé que fue en un cine, aunque en ese momento aún no lo supiera, donde sentí por primera vez que quería ser escritor.

Unas noches después de lo del taller, salía de un evento en el centro y como hacía frío, decidí volver a casa caminando. Me gusta caminar por la ciudad de noche, sobre todo en invierno.

Doblé por una cortada y pasé por un edificio antiguo cuando unos obreros sacaban cosas para tirar en un volquete.

Siempre que veo volquetes me detengo. Alguna vez me he encontrado álbumes de fotos, discos, libros. En mi biblioteca atesoro algún incunable que fue levantado en una situación así. En un momento vi que entre varios obreros traían un viejo cartel de neón que había pertenecido a un cine y que me tuvo embelesado un largo rato. Aquella noche no pude llevarme el cartel, aunque juro que lo pensé, pero mientras atravesaba la ciudad caminando, la historia proliferaba en mi cabeza. Cuando llegué a mi casa ya tenía todo el cuento.

EL CARTEL DE NEÓN

Era la época en la que me gustaba caminar de noche por la ciudad. Sobre todo en invierno.

Pensaba que en esos momentos, en que las calles permanecen vacías, podía contemplarla como realmente era, como se suponía que podía ser una ciudad.

Tenía la extraña lucidez de los que creen que han logrado hacer algo con sus propios sueños; hasta que un día llega la vida, los toca, apenas, les corre el velo, y los deja al borde de sí mismos, sin indicaciones y temblando.

Cada tanto me gustaba investigar temas que no le importaban a nadie, pero que para mí, por alguna razón, se volvían fundamentales.

Así empecé a ir a grupos en los que se debatía sobre distintas cuestiones.

Pequeñas tribus que se movían en las sombras de una ciudad que no se cansaba de expulsarlas.

A veces eran grupos a los que sólo iba gente que quería conocer a otra gente, contagiarle sus problemas, enredarse en historias que casi nunca terminaban bien.

Otras veces esos grupos existían desde antes, y sus participantes se pasaban años pensando o discutiendo uno u otro aspecto de un mismo tema.

Yo los abandonaba cuando tenía la información que necesitaba para el libro que estuviera escribiendo en ese momento.

Por lo general, esos eran libros que no terminaría nunca.

Libros de los que me olvidaba casi al mismo tiempo que los escribía, para comenzar a escribir otros. Unos que irrumpirían con la misma fuerza que los anteriores y que con la misma fuerza se desvanecerían.

En ese momento no sabía cómo había terminado así, y tampoco me lo preguntaba demasiado.

Había escrito algunas novelas y tenía un mínimo renombre en el mundillo cultural, pero no había pasado de ser una promesa diluida a tiempo.

Vivía en una casa prestada por un amigo que se había ido a dar clases al exterior. De a poco, sin darme cuenta, había caído en un pozo al que cada vez estaba más acostumbrado. No es que viviera mal. Tenía un trabajo con el que podía estar tranquilo; y al no tener que pagar un alquiler, podía ahorrar dinero metódicamente. Cada tanto lloraba, eso sí. Pero no por tristeza, sino como una descarga de lo que sentía al ser yo mismo. Una manera de ser yo mismo que nunca había sido.

Una noche fui a la primera reunión de uno de esos grupos temáticos.

No recuerdo bien sobre qué se iba a hablar, si sobre el lugar del caballo en la historia del arte o sobre la cadena proteica del ribosoma.

Mientras esperaba que la charla comenzara y observaba a la persona que la coordinaría, entendí rápido que no había chance de que esa noche pudiera pasar nada interesante.

Había sido un día excepcionalmente frío y en la ciudad estaba nevando. Algo que para las estadísticas no pasaba hacía noventa años; pero yo había vivido una nevada más épica en mi infancia, tirado en el piso de mi pieza, leyendo una historieta.

Lo cierto es que ese día, la gente se había quedado celebrando en las calles.

Los móviles de la televisión entrevistaban a todo el que estuviera haciendo cualquier tipo de payasada: desde construir deformes muñecos de nieve, hasta quebrarse una pierna o un brazo tratando de patinar en zapatillas sobre las veredas escarchadas.

Ya estábamos en el horario en el que debía comenzar la charla y el único asistente era yo, que me había sentado estoicamente y de a ratos, le sostenía la mirada al coordinador, un tipo que parecía bastante gris.

Mientras lo miraba pensaba cómo habría llegado hasta ahí, desde adónde, cargando ese portafolio de cuero al que se le notaban tantas batallas y una pila de libros deshojados.

El tipo estaba imbuido en la lectura de sus papeles y cada tanto, profería un gemido de exaltación, como si hubiera encontrado una gema enterrada en el fondo del texto que leía.

Entonces, levantaba la vista, me miraba desde atrás del cristal opaco de sus lentes, me echaba una sonrisita.

Habían pasado unos minutos del horario en el que debía haber empezado la charla cuando una mujer retacona, con pinta de secretaria de escuela, apareció detrás de la puerta vidriada, miró por un momento la desolación de la sala vacía, y entró.

Se acercó al hombre y le dijo algo que no logré escuchar. Después me invitó a retirarme, explicando que la actividad no se realizaría por falta de público, que ya me enviarían un mail con la reprogramación del día y de la hora.

Me puse el abrigo mientras la mujer apagaba las luces de la sala y el coordinador bajaba las escaleras que daban a la calle sin siquiera decir una palabra.

Estaba decepcionado. La noche se me había escurrido entre las manos. Ahora llegaría a mi casa más temprano de lo previsto y no me quedaría otra que ponerme a hacer algo que seguramente no tendría ganas de hacer.

Cuando me pasaban ese tipo de cosas me frustraba tanto, que recorría mi lista interna de malas decisiones tomadas a lo largo de la vida.

La pregunta recurrente era quién me había mandado a querer escribir. En qué momento imaginé que podía hacer algo tan imposible.

En esa época todavía pensaba, secretamente, que era más fácil dejarle eso a gente que hace que escribir se parezca bastante a la acción de anotar una palabra atrás de otra en un papel.

Y al fin y al cabo, así, también, pareciera que lee todo el mundo: una palabra atrás de otra, como si un texto fuera una superficie plana.

Bajé las escaleras despacio, pensando adónde ir, mascullando insultos mientras miraba, a través de los altos ventanales, de qué manera la nieve caía sobre la plaza de enfrente y los últimos chicos jugaban a tirarse ese frío débil antes de que volviera a hacerse agua en el piso.

Me detuve un momento y, viendo a esos chicos jugar, viendo la nieve caer sin descanso contra los focos de la plaza mal iluminada, aunque el aburrimiento me quemaba, tuve una extraña sensación de felicidad.

Pensé en ir a comer algo. Así que lo que me restaba era decidir cuál de los dos tramos haría caminando: si desde la biblioteca hasta el restaurante o si desde el restaurante hasta mi casa.

Anduve en silencio, mirando los pequeños pesebres que la nieve había armado aquí y allá contra los paredones de las calles vacías.

Me di cuenta de que tenía necesidad de estar con alguien, pero sin palabras. Poder disfrutar de la sensación de estar en silencio con alguien que habitara un mundo lejano; tan lejano e imposible como sólo puede serlo otra persona.

Doblé por una cortada y pasé por un edificio antiguo cuando unos obreros sacaban cosas para tirar en un volquete.

Me detuve un momento y vi que entre varios traían un viejo cartel de neón.

Pensé en lo triste, en lo maravilloso que es cuando las imágenes se presentan como un relámpago y también pensé en la melancolía que guarda un objeto que fue concebido para iluminar el mundo y por el que no volverá a pasar la luz.

Esperé a que los obreros apoyaran el cartel contra un árbol, que volvieran a meterse por el pasillo. Me acerqué para pasar la mano por una de las letras de neón que todavía se conservaba sana; entonces, algo de esa tipografía me llevó a la época en la que iba al cine Splendor.

En ese cine vi películas que no hubiera podido ver en ninguna otra sala. Algunas porque cuando llegaban a proyectarse ahí, ya habían salido del circuito comercial. Otras a las que no me hubieran permitido entrar a verlas por la edad: La fiesta inolvidable, Amarcord, Arlequín o El octavo pasajero, entre tantas más.

En las tardes de dos y hasta tres películas la función, aprendí a no ponerme nervioso al tener que leer de corrido los subtítulos antes de que desaparecieran de la pantalla.

Recuerdo muy claramente el verano de mis ocho años.

No sé qué arreglo habría hecho mi madre con la mujer que vendía las entradas, pero me pasé las vacaciones en el cine.

Viendo todas aquellas películas pude aprender el poder vital de la fantasía.

Y como los recuerdos se encadenan siempre de maneras que en principio parecen caprichosas, aquella noche seguí caminando y pensando cosas, hasta que recordé que fue por esa época en la que iba al Splendor, que comencé mis charlas con Lucas, el viejo polaco.

Durante mucho tiempo me había llamado la atención su ropa, porque no se vestía como los otros viejos que se juntaban a charlar en la puerta de la casa en la que yo vivía. Siempre estaba con un saco y un pantalón de vestir, pero en vez de llevar camisa, andaba con una remera negra. Y nunca con zapatos, siempre zapatillas de lona color naranja.

Una tarde volvía del colegio y él estaba solo, sentando en el escalón del almacén de Mary.

Mientras abría la puerta para meterme al zaguán, vi que me miraba con los ojos entornados.

Me llamó y cuando me acerqué, me señaló en el bolsillo semiabierto de la mochila, el último número de El Tony que sobresalía.

—¿Te gusta la ficción?—preguntó.

Yo no sabía qué era “la ficción”, pero sonaba importante. Así que le respondí que sí. Pero además, para darme corte, agregué que más me gustaba ir al cine y leer.

Hizo un gesto de aprobación con la boca y movió la cabeza varias veces. Después me revolvió el pelo, sonriendo con esa cara gigante que tenía.

Pensándolo ahora, el rostro de Lucas era impresionante: los pómulos altos y marcados, la nariz recta pero equilibrada, los ojos cristalinos que le suavizaban los rasgos eslavos.

Un rostro bellísimo que si yo hubiera sabido leer, seguramente me habría contado otras historias que las que él me contó en aquel tiempo. Porque a partir de esa tarde, gracias a mi amistad con Lucas, los viejos me permitieron sentarme en la vereda a escucharlos conversar.

El trato era que no me metiera en sus charlas y que no hiciera preguntas.

Así escuché hipnotizado cómo Lucas había sido actor. Cómo había estado a punto de conseguir un papel importante en una película que se iba a estrenar en el cine y que nunca llegó a comenzar los ensayos porque en el medio, empezó la Segunda Guerra Mundial. Cuando eso sucedió él estaba de gira por Estados Unidos. Un productor lo había llevado porque, supuestamente, querían reemplazar a Johnny Weissmüller en el papel de Tarzán. Una vez que llegó a Los Ángeles entendió que era toda una mentira del tipo para darle celos a Weissmüller. Lucas quedó varado, sin tener pasaje de vuelta y sin una moneda.

Escuché que antes de la guerra había viajado por todo el este de Europa en una caravana, haciendo el papel de gladiador romano en el circo en el que trabajaba. De cuánto se había enamorado de su primera mujer y de cómo habían muerto ella y su hija, y que eso había sido como si hubiera muerto él también.

Al principio no entendí muy bien lo que trataba de decir, entonces, aunque rompía nuestro trato, se lo pregunté. A Lucas se le iluminó la cara, como si hubiera estado esperando que le hiciera esa o cualquier otra pregunta sobre lo que me contaba.

De alguna manera, me gusta imaginar que Lucas había puesto aquella condición para que yo la rompiera.

Entonces, me contó que después de la muerte de su esposa y de su hija, se encerró a tomar tanto que no recordaba casi nada de lo que había pasado en ese momento: ni las otras muertes, ni el hambre, ni los bombardeos.

Que cuando salió de aquel encantamiento, estaba en el medio del océano, arriba de un barco que primero recaló en Río de Janeiro y después en Montevideo, para finalmente terminar en Buenos Aires.

Que ese barco partía al otro día hacia otro destino, pero que esa noche, antes de salir, en un bar del puerto, escuchó cantar tango a la mujer más hermosa, y entendió que éste era su lugar. Que esa noche lloró, tomó mucho alcohol y cuando despertó al otro día, ya era otra persona.

A veces es bueno morir un poco para poder seguir viviendo, dijo Lucas. Y quizás sin saber o sabiendo, me estaba dando una llave, un permiso que muchas noches agradezco con todo mi corazón.

Recuerdo que ese verano terminó y el año siguió con lo de siempre.

Pasaron los meses y de a poco fui dejando de cruzarme a Lucas en la calle o en el almacén. Dejé de verlo esperando en la vereda. Hasta que finalmente no lo vi más.

Un sábado a la mañana encontré a uno de los viejos en el zaguán y me confirmó lo que yo trataba de no entender: Lucas había muerto.

Subí a mi casa, le pedí unas monedas a mi madre y me fui a pasar la tarde del sábado en el cine.

Cuando llegué no había casi nadie para la función de las tres.

La mujer que vendía las entradas se alegró tanto de verme que me dejó entrar sin pagar y me contó que pronto iban a cerrar la sala.

—¿Para siempre?—pregunté.

La mujer frunció los labios y dibujó un lento sí con la cabeza.

La ciudad estaba cambiando y los cines de barrio desapareciendo. Los videoclubs crecían como hongos y empezaban a abrir los primeros shoppings, las cosas nunca volverían a ser como habían sido.

Esa última tarde que fui al Splendor, seríamos cinco personas las que entramos a la sala y fue la primera vez, de todas las que estuve ahí, que vi a la mujer que vendía las entradas sentada en una de las butacas, esperando para ver la película.

Quizás fue por la tristeza que me dio la imagen, quizás fue por haberme enterado de la muerte de Lucas ese mismo día, pero esa tarde pude sentir la soledad de aquella sala de cine en la piel.

Entonces pasó algo que recordé aquella noche, mientras nevaba, y yo miraba como un poseído las letras apagadas del cartel de neón. Algo que recuerdo ahora, y que quizás debiera recordar siempre porque me salvó:

me senté solo en una fila de las del medio, miré alrededor y sentí tanta tristeza que, cuando empezaron las propagandas, con los ojos clavados a la pantalla para no llorar, pensé en el viejo Lucas y en silencio, le prometí muchas veces que cuando fuera grande, yo tampoco me iba a morir de una única vida.

Por eso, entonces, empecé a escribir. Por eso escribo.