El fin de año va unido a una esperanza de calendario. Se levantan las copas, se brinda y todos, unos a otros, se desean un feliz año nuevo. Es una tradición, una formalidad, un deseo que va de la mano con un cambio que las convenciones que el calendario ha impuesto sobre el discurrir de la temporalidad. Pero no hay nuevo año. Es una ficción. Nada va a cambiar porque empecemos a usar un nuevo calendario y tiremos el anterior.
Lo que se espera es que las cosas mejoren. Pero son ya tantos los años que han cambiado sin que nada cambiara que esa esperanza ha empezado a erosionarse. Si no fuera por la obstinada voluntad humana de alcanzar algo satisfactorio, algo mejor en el año que se abre, esa repetida esperanza debiera haberse terminado de una buena vez. Pero no: hay que seguir. Y hay que seguir mejor que antes. La guerra mundial de 1914-1918 era la que iba a terminar con todas las guerras. Se proclamó esa esperanza por la magnitud, crueldad y cantidad de muertos que había provocado. La humanidad habría de aprender. Era ahora o nunca. Fue nunca, nunca jamás. Las guerras siguieron y la de 1939-1945 superó en horrores y en millones de muertos a la primera. Ningún año nuevo trajo una paz duradera. El ser humano se desvive por la fascinación de la muerte. Ningún brindis de calendario lograría atenuarla. Para colmo, la técnica genera guerras cada vez más crueles. Y peor aún: la industria de armamentos es fundamental para la economía de los países. Hoy, el Complejo Militar de EEUU sigue trabajando sin cesar. Y hay que crear hipótesis de conflicto para mantener latente la necesariedad de la guerra y de las armas.
Se sabe que los militares alemanes son los grandes teóricos de la guerra. Lo central que hacen es declararla imprescindible. Ahí donde termina la política aparece la guerra. Que, tal como dijera Clausewitz, “es la continuación de la política por otros medios”. Otro alemán, el general Colmar von der Goltz, propuso que si las naciones quieren la paz deben prepararse para la guerra. Hegel proponía las guerras como las relaciones exteriores de los estados. Y gustaba decir que si hay poemas homéricos es porque hubo Guerra de Troya. Marx, en el formidable capítulo XXIV del primer tomo de El Capital, aseguraba que la violencia es la partera de la historia. Y Freud descreía de la potencia del Eros ante el poder de la pulsión de muerte. Bien, cueste o no aceptarlo, todos tenían razón. Si a fines del siglo XIX la triunfante burguesía abrazaba la idea de Progreso por medio de su fe positivista en la técnica, el siglo XX destruyó ese relato idílico. Los trenes –orgullo de la técnica progresista del siglo XIX- se transformarían en el camino implacable a los campos de la muerte, los lager nacional-socialistas. Es un ejemplo entre tantos posibles. Einstein, el sabio por excelencia, le propuso la bomba atómica a Roosevelt. ¿Piensa la Ciencia? Heidegger dice que no y no espera nada bueno de esta historia que aún nos corroe y con cuyos fundamentos aún se maneja el mundo.
Hoy se espera del año nuevo que se lleve al virus. Pero el anhelado 2021 empezó y los casos de Covid-19 aumentan en la modalidad de la catástrofe. Se tiene fe en las vacunas. El gobierno argentino, sensata e inteligentemente, ha traído cientos de miles de dosis de la vacuna Sputnik V. A la que los incontables energúmenos de este país llaman “vacuna rusa” o “vacuna comunista”. Incluso un personaje estrafalario de nuestra política pretende enjuiciar al gobierno de Alberto F. por querer “envenenar a los argentinos”. Rusia, lo saben aunque no lo dicen, es un país sólido y hasta brillante en ciencia. Ganaron la carrera espacial en los ’50. Derrotaron –con notable convicción y coraje- a los nazis en Stalingrado. Tienen una cultura excepcional. Grandes pintores. Grandes compositores. Grandes bailarines. Shostakovich habrá tenido sus problemas con Stalin pero nunca abandonó su amada tierra. Stravinsky y Rachmaninoff se fueron pero Prokofiev volvió. Y hasta compuso un nuevo himno ruso. Sviatoslav Richter, Emil Gilels y Rostropovich fueron grandes intérpretes. Shostakovich, con una gracia inigualable, orquestó el fox-trot Té para dos. Prokofiev le puso música al encantador cuento ruso Pedro y el lobo. Siempre, todos, amaron a la madre Rusia. En fin, si los rusos dicen que la vacuna es buena hay sobrados motivos para creerles. Salvo que uno sea un desbocado macartista, un negador de la caída del Muro de Berlín o un opositor anticubano que reside en Miami, donde no hay uno que sea tolerable. Como los de aquí. Que, por qué no decirlo, son peores. No esperemos que el año nuevo, que se brinda porque sea “feliz”, les amaine ese odio que llevan en las entrañas. Quieren el derrumbe de este gobierno. No porque sea malo, sino porque es bueno. Consiguió la tan esperada vacuna y aprobó la ley del aborto legal. Y eso fue el año pasado. Este año buscará la reforma de la justicia, el leve impuesto a los súper millonarios y –así lo esperamos- la liberación total de Milagro Sala. Con estas cosas –como mínimo- acaso el año entrante sea mejor.