Desde París.
Cuatro años y seis meses de negociaciones con soplos de tragedia y un tratado comercial final de 1.246 páginas sellaron el pasado 24 de diciembre la separación de Gran Bretaña de la Unión Europea. El primero de enero de 2021 se materializó en los hechos la decisión colectiva de los electores británicos cuando, el 23 de junio de 2016, votaron a favor del « leave », es decir, el famoso Brexit que puso fin a toda una era de conflictos y encontronazos pero que, pese a todo, mantuvo al Reino Unido dentro de la Unión desde que ingresó al círculo luego de la primera ampliación, en 1973.
El Brexit ya no es más una metáfora, un concepto o una palabra maldita sino un trastorno profundo, tanto para Londres como para la Unión Europea. Nada ocurrió como se pensó. Hace cuatro años, para muchos analistas la salida del Reino Unido del grupo comunitario sería el fin de la Unión Europea. Ni fin, ni siquiera el abismo final con el que soñaron, primero, las extremas derechas europeas y, luego, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
En junio de 2016, los eurofóbicos de Europa saltaban de alegría: Geert Wilders en los Países Bajos, Marine Le Pen en Francia o Matteo Salvini en Italia festejaron como propia la decisión británica porque vieron en ella el principio del fin, la entrada en vigor de una agonía que ellos llevaban años prometiendo a sus electores. Luego, el mismo año, el Donald Trump candidato respaldó a los brextistas británicos como Nigel Farage y al hoy Primer Ministro Boris Johnson. Y apenas asumió el cargo Trump decoró su mandato insultando el multilateralismo de la UE. Michel Barnier, el responsable de las negociaciones de la Unión Europea, hace un balance estricto de lo ocurrido: ”lo que cambia es que el país que nos deja estará solo y nosotros seguiremos juntos”.
Ocurrió, con el Brexit, un relato inverso al del mito griego de Casandra: la sacerdotisa de Apolo vaticinó la caída de Troya y nadie le creyó. Troya cayó, pero no la Unión Europea como lo profetizaron los análisis predictivos apenas ganó el “leave”. El proceso de ruptura se llevó a cabo sin que la UE se fracturara bajo el peso de sus disidencias. El síndrome de los puntos cardinales divergentes actuó al revés: las constantes divisiones entre norte y sur y este y oeste no tuvieron efecto esta vez. Los 27 le dijeron al adolescente rebelde que, si quería irse de casa, que se fuera, y ello sin que en ningún momento se fracturara la posición común. Muy por el contrario, cada vez que Londres subió el tono de sus caprichos o exigencias la Comisión Europea se mostró aún más intransigente. Nadie festeja la perdida de un aliado como el Reino Unido, desde luego: es la segunda economía de Europa (después de Alemania), el segundo ejército (detrás de Francia) y un país muy influyente en el campo diplomático (miembro del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas). El acuerdo, no obstante, contiene concesiones importantes. Si bien el Reino Unido salió de la UE este primero de enero de 2021, el país seguirá aplicando las reglas comunitarias hasta finales de año. Con todo, el tratado le regaló en bandeja a su ya antiguo socio el acceso a un mercado de 450 millones de consumidores sin obligación de pagar derecho de aduanas ni cuotas. Aún quedan varias etapas, la primera de ellas es la validación del acuerdo por los Estados miembros de la Unión. Bastaría con que uno solo se oponga y el tratado volvería a la mesa de negociaciones.
¿Quién ganó y quién perdió? Desde el continente, la Comisión Europea se siente en el primer escalón del podio. Desde Londres, la certeza es al revés. Henri Sterdyniak, economista, investigador y especialista del Brexit en el Observatorio francés de coyunturas económicas opina que (OFCE) ”Gran Bretaña aparece como la principal ganadora de este acuerdo”.
Boris Johnson es tal vez el más emblemático, confuso y paradójico ganador de todo este proceso. En 2016 eligió el campo del Brexit, luego accedió al cargo de Primer Ministro y supo llevar hasta el final el arduo proceso de negociaciones que separó a Londres del Continente. Su “deal” exitoso puso en manos de Johnson un incalculable capital político. Le queda pendiente un reto: probar que sus promesas post Brexit serán ciertas.
Por su parte, la UE probó en los últimos meses que ha renovado su capacidad soberana y su autonomía estratégica. En este año trágico pactó la campaña europea de vacunación contra el Covid-19, logró negociar un fondo de reconstrucción (750.000 millones de euros) mediante el cual se mutualiza la deuda y, en el tramo final de 2020, plasmó un ambicioso acuerdo de inversión con China (incluso antes de que Joe Biden asumiera la presidencia de Estados Unidos).
En la Europa continental y en la isla resuena la misma consigna “nueva etapa”. A ambos les espera un largo camino. Como decía el genial escritor británico Graham Greene: “en el momento de la separación se sufre poco, la conmoción viene después”. Pascal Lamy, ex Director General de la Organización Mundial de Comercio, advierte: ”el acuerdo que se ha firmado es apenas el principio de un nuevo capítulo dentro de una extensa saga que atravesó por muchos episodios y atravesará muchos otros más”.
Londres y la Unión Europea estrenan sus vidas con un certificado de divorcio en la mano. Cómo será la separación efectiva es todavía tanto una apuesta en una habitación oscura como un misterioso enredo burocrático. Quedan nuevas negociaciones por venir, idas y vueltas, adelantos y retrocesos, y, tal vez, alguna reconciliación. La posición del padre del primer ministro británico sobre este tema es de una ironía llena de significaciones. Stanley Johnson dijo a la radio RTL: “siempre seré europeo”. El escritor y ex diputado europeo contó luego que estaba haciendo los trámites para solicitar la nacionalidad francesa (su madre era francesa).