Dedicado a los muchachos de la inolvidable cancha del Cruce Alberdi, donde el fútbol, durante casi tres décadas, fue sinónimo absoluto de poesía y convivencia.

Ese miércoles 25 de noviembre, nuestro amigo salió de la oficina. Hizo uno de los múltiples recorridos que elegía de manera cambiante para eludir la rutina. En medio de un extraño silencio de ciudad cansada, eligió la calle San Luis, hacia el oeste. A la altura de la plaza Sarmiento, pudo contemplar con mayor amplitud la caída de la tarde. Cuando sus ojos se detuvieron en aquella nube blanca, sintió que una fuerza invisible lo elevaba.

Cuando quiso bajarse, era tarde. Estaba subiendo como por un ascensor de esos edificios con alturas infinitas. Llegó a la nube, y bajó, como quien baja en un duodécimo piso, con una cautela como la que ha tenido durante años, cuando su jefe lo enviaba a realizar algún trámite burocrático. Se quedó en la puerta de la nube, como esperando a que lo invitaran a pasar. Había un anciano, un pibe con la cabeza llena de rulos y, más allá, un árbol, con hojas muy verdes y un tronco erguido con altivez. Los rayos del sol, que no llegaban esa tarde a la plaza Sarmiento, iluminaban ese lugar como si fuera la última vez. Se quedó en silencio, como no queriendo molestar, escuchando atentamente.

—Dele, don Moreira, cuénteme otra vez esa hazaña suya.

—Ya te la conté tres veces desde que llegaste, Pelusita.

—Dele, está buena. Cuénteme.

—Bueno, ahí va.

El Pelusa se restregó las manos, esperando otra vez el cuento del viejo Moreira, que tosió dos veces, como preparando la garganta, y arrancó:

—Eran tiempos bravos por entonces, allá en el estadio del Cruce Alberdi. Había mucho talento en ese césped, estaba el Zurdo Godoy con esa gambeta endiablada, los Quiroga que querían ganar siempre, el viejo te tiraba unos centros envenenados que andá a cabecear con firmeza, el pibe te la ponía al pie y te obligaba a definir como los dioses, las puteadas de Serrucho si le picaba mal el balón, el negro Fernando que se paraba en el medio y andá a pasarlo, las estocadas de Juan hacia el arco, donde si agarraba dormido al Gato te la mandaba a guardar junto al palo, el pibe Tincho que corría y corría, como si lo auspiciara una bebida energizante. En cambio nosotros, teníamos al quejoso Balbis que te hacía una buena cuando se le cantaban las pelotas, el Bachi que vivía expulsado porque iba con la guadaña bien afilada, Germán tenía que pasarle la franela a las gafas para ver bien las jugadas, pero sacaba todas bien de atrás, el Barba que te la daba bien y si la tirabas a la mierda te psicoanalizaba. Era bravo jugar ahí, había otros jugadores más, que andá a hacerte el guapo en un mundial. No era fácil jugar allí, en ese piso irregular, pibe, no era fácil. Y esa tarde…

El Pelusa lo miraba sonriendo con devoción y lo alentaba a seguir con la historia.

—Esa me gusta, don Moreira, cómo terminó esa tarde.

El viejo Moreira prosiguió.

—Esa tarde, te juro, estaba más brava que nunca la cosa. Había llovido todo el día anterior y era un partidazo de ida y vuelta. Uno a cero, uno a uno, dos a uno, dos a dos y así. Cuando el sol empezó a caer íbamos como ocho a ocho, o nueve a nueve, no me acuerdo bien. Así que alguien dijo: ¡Gol gana! Y todos aceptaron el reto. Pero no importa, la cosa es que algunos ya se querían ir, porque tenían un cumpleaños de quince, un casamiento o algún asado con los parientes. Había caído el sol, ya no se veía un carajo y hacía como veinte minutos que estábamos empatados. Yo tenía que ir a hacerle un asado a mi hijo, así que me paré al lado del palo por las dudas y arrimé el bolsito con mi ropa. Mientras continuaba el fragor del partido, yo me iba cambiando. En eso, escucho un grito de todos, al unísono, como cuando cruzás la calle distraído y te avisan que te va a atropellar un auto. Justo escucho ese grito cuando estaba sacándole el barro a los tapones de uno de los Sacachispas golpeándolo contra el palo. Cuando me concentro otra vez en el partido, veo que la pelota estaba mansita pegada a mi pie descalzo, con la media embarrada. Me temblaba la gamba ante semejante responsabilidad, te juro, Pelusita. Quería pegarle y no lo hacía nunca. Me temblaba todo. En eso, me agarro bien del palo, y como por magia del universo empujo la pelota como puedo, que ni sé cómo hice, y la redonda se mete en el arco y se duerme mansita en el fondo junto a la red. Fue como si se iluminara el estadio de golpe. Ese grito de gol, de triunfo, los abrazos, el barro. Final del partido.

El Pelusa movía la cabeza en sentido afirmativo, con admiración.

—Qué grosso, don Moreira.

En eso llega en bicicleta un grandote, pelilargo, algo canoso. Apoya la bicicleta en el árbol que, pareciera, estuviera en esa nube, para ese único fin. El Pelusa se dio vuelta y lo vio.

—Eh, don Trinche, cómo anda.

El viejo Moreira movió la cabeza de un lado para otro.

—Dale, Trinche, vení. Siempre dando vueltas por ahí vos.

El Trinche se acercó al Pelusa y le palmeó la espalda.

—¿Qué hacés vos por acá tan temprano?

—Acá, escuchando la hazaña de don Moreira.

—Ojo que te va a aturdir para toda la eternidad el viejo este.

—A ver contate la tuya, Trinche. Esa noche que bailaste a la Selección Argentina, cuando se iban para el Mundial.

El Pelusa lo alentó a que contara.

—Dele, don Trinche, cuente.

—Naaah. Teníamos lindo equipo con los leprosos y los canallas esa noche. Dicen que fue un baile, pero fue un lindo partido nomás. Y me sacaron en el entretiempo. Pero fue lindo.

El viejo Moreira terció por el Pelusa.

—Acá el pibe tiene lo suyo para contar también. Contá, pibe, el Trinche te escucha.

El Pelusa agachó la cabeza con timidez, suspiró unos segundos, y arrancó:

—Era un mediodía bravo, hacía un calor espantoso, y como quería que el partido terminara rápido, en un momento, me encontré pasando rivales, amagaba a dar un pase, pero no veía a ningún compañero y seguía, pasé a otro, luego a otro, cuando entro al área, había dejado cuatro ingleses atrás y cuando me sale el arquero, lo eludo y le pego al arco. No, nada que ver con lo suyo, don Moreira. La verdad nada que ver.

El Trinche fue hacia la bicicleta y antes de subir le dijo al Pelusa:

—Ojo con el viejo, te va a aburrir con esa hazaña.

El Pelusa se rio y le dijo al viejo Moreira:

—Cuéntemela otra vez , don Moreira.

—Cómo no, pibe. Eran tiempos bravos, allá en el estadio del Cruce Alberdi…

Nuestro amigo sintió que se caía de la nube, como en un ascensor sin control. Cuando tomó conciencia, estaba con un pie en el pavimento de calle Corrientes, aturdido con el bocinazo del conductor que doblaba y le gritaba:

—¡Qué hacés boludo! ¿Te caíste de una nube?

Nuestro amigo lo sigue con la vista y le dice en voz baja, como para sí mismo:

—Sí, creéme que sí.

Y siguió camino hacia su casa.

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