EL CUENTO POR SU AUTOR
Esta historia pertenece a un libro inédito de cuentos cuya temática es el viaje y el turismo. Los destinos representados son lugares que visité o donde viví. No son relatos de viajes porque su propósito no es describir, transmitir impresiones o anécdotas de sitios sino contar una historia que transcurre en algún momento preciso de algún viaje. No son autobiográficos, pero tomé muchas escenas y contrariedades vividas para luego transformarlas, adaptarlas a personajes o conflictos inventados o escuchados de amigos o conocidos. Más allá del tópico que los reúne, todos ellos cuentan en cierto modo un desengaño, la falsa creencia de que viajar a un lugar deseado es garantía de felicidad.
El destino de este cuento es Raxó, un pueblito de Pontevedra, Galicia. No estuve allí por casualidad a mediados del año 2000, viajé con mi hermana para conocer el lugar donde nuestro abuelo paterno vivió su infancia y, de alguna manera, desandar el tiempo, buscar en Galicia aquello que describió a nuestros antepasados como pertenecientes al valle: do val.
Como todo viaje soñado, teníamos muchas expectativas e ilusiones. No puedo decir que Galicia me decepcionó, es un lugar maravilloso, me defraudó sí la idea de ir allí para construir algún sentido. Podría decir que estuve en Raxó como se puede estar sobre una hoja en blanco. Nuestro abuelo, que por entonces vivía, tenía muy pocos recuerdos. Siempre tuvo ganas de volver, pero no lo hizo. De haber podido, qué hubiera encontrado. Quizás por eso viajamos por él, quizás por eso, años después, escribí este cuento.
UN MAR SIN AMIGOS
Aprovecho la parada y bajo para preguntarle al chofer si falta mucho para Raxó. El chofer está discutiendo con una pareja de viejos que pretende guardar una carretilla con almejas en la bodega del micro. Al menos, eso es lo que entendí porque no sé gallego. Espero, algo incómodo, hasta que se resuelve el altercado. Entonces hago la pregunta. El chofer queda en avisarme. Creo que lo dijo en castellano. Cuando vuelvo a mi asiento, mi padre está observando por la ventana a la pareja de viejos que está acomodando la carretilla. Pensar que ellos y mi padre son de la misma generación y, para colmo, gallegos, se me hace extraño.
El micro arranca. Seguimos atravesando campos verdes, casas derruidas y muy de vez en cuando paisanos con pañuelos en la cabeza. Es una región atrasada e inhóspita. Al rato, descubro que el chofer me está haciendo señas por el retrovisor. Ayudo a mi padre a levantarse. El pasillo es estrecho y avanzamos como borrachos. Cuando conseguimos llegar adelante, mi padre agradece al chofer y saluda al resto de los pasajeros.
El micro nos deja en medio de la ruta. No veo ningún cartel ni nada que se asemeje a un pueblo. Es más, se me ocurre que el chofer no me entendió y que ahora estamos en cualquier otro sitio. Como si fuera poco, el cielo se está cubriendo.
- ¿Dónde está Raxó? – pregunto para mí mismo.
- Ahí – dice él señalando unas cuantas construcciones a lo largo de la playa.
No es la imagen que uno pueda hacerse de un pueblo, pero no lo digo. Tomamos un camino que desciende a lo que pareciera ser el centro del poblado. Mientras andamos, a un ritmo resuelto que no podremos sostener por mucho tiempo, él dice que todo esto antes era puro páramo.
- De carretera asfaltada ni hablar.
Me pregunto por qué utiliza la palabra “carretera”. Está bien que hace ya unos cuantos días las chauchas son judías, los duraznos melocotones y las facturas bollos, pero de ahí a que se quiera camuflar con el paisaje me molesta un poco. Su pasaporte dirá español, pero no por eso es más gallego que un esquimal. Eso sí, tengo que reconocer que su piel blanca y sus ojos azules siempre le han hecho honor a su origen celta.
Seguimos caminando. Las calles desiertas me llevan a pensar que en realidad este lugar nunca progresó. Me pregunto incluso si no es un pueblo abandonado.
- ¿Y? – digo para ver cuál es su primera reacción -. ¿Es o no es Raxó?
- Sí, es…Pero qué cambiado está.
Creo que, si lo hubiera llevado a otro pueblo, habría dicho lo mismo.
- ¿Cómo te podés acordar después de tanto tiempo?
- ¡Que si no me acuerdo! Mirá, ahí había una panadería que tenía un burro atado en la entrada. Iban con el animal llevando pan a las casas.
Lo dice como si existiera la posibilidad de que el burro todavía esté ahí atado.
- Y más allá estaba el taller de mi viejo. Te dije que era ebanista, ¿no?
Lo habrá dicho unas centenas de veces desde que nací, pero prefiero no hacer ningún comentario.
- Hizo la cruz del altar de la iglesia – agrega sin esperar mi respuesta -. Se llamaba Nazario. Qué coincidencia.
Yo no sé si esa cruz estará todavía en el altar de la iglesia, pero cualquiera que sea será la que hizo su padre.
- Es lo único que recuerdo de él – y, como si hiciera falta, explica -. Se murió muy joven y su hermano, Raimundo, pasó a ser mi tutor.
- Sí, ya lo sé. Fue el que los llevó a Buenos Aires. Conozco la novela.
- ¿Te lo conté entonces?
- Me parece que sí – digo sin ninguna intención de que capte la ironía.
Seguimos camino a la playa que está completamente desierta. Una vez allí nos quedamos mirando el mar. Del otro lado se puede ver Marín. Parece una ría tranquila, pero en cualquier momento se embravece de la nada, como pasó ayer.
- Cómo se sacudió ese maldito barco – dice mi padre como si me leyera el pensamiento-. Mirá qué te lo dije: este mar no tiene amigos.
- Y dale con eso, papá. Qué podía saber yo que el tiempo iba a descomponerse en cuestión de segundos. Era un día hermoso.
Y el sólo hecho de recordarlo - el barco bamboleándose en medio de las olas inmensas, el revoltijo en las tripas, la cara pálida de la gente - se me pone la piel de gallina. Respiro profundo como para sacarme el disgusto de la cabeza. Siempre me gustaron los ambientes marinos: el olor a pescado, el graznido de las gaviotas, el romper del oleaje. Quiero estar contento. Además, he cumplido con mi palabra de traerlo a su pueblo natal. Sin embargo, hay algo en el entorno que me angustia un poco y no sé a qué adjudicarlo. Falta vida. El único lugar abierto es un restaurante.
- Acá los chicos nos metíamos hasta la cintura para ayudar a los marineros a arrastrar la red con peces – dice animado-. Todavía me acuerdo de eso, ¿podés creer? Y por ahí arriba pasaba la procesión. Un año me dieron un palo con una bandera y yo lo llevé por todo el pueblo. No entraba en el cuerpo de orgulloso.
- ¿No estás cansado?
- ¡Que voy a estar cansado! - dice como si mi pregunta lo molestara.
- Es que no sé cuánto tiempo nos va a llevar dar la vuelta.
- Llevará el tiempo que tenga que llevar.
Nunca me llevé bien con su tozudez de inmigrante. Puedo entender que jamás haya querido tomarse un taxi o ir a un restaurante, pero por qué pasarse horas sin comer, beber o pedir algo. Por qué sufrir gratis. Su única prioridad, lo que es comprensible a su edad, es orinar. Todavía no sé cómo soportó el largo vuelo y después el tren nocturno donde el pobre, por no querer despertarme para que lo acompañara al baño, se perdió por los interminables pasillos, abriendo y cerrando las puertas de esos horrendos compartimentos donde apenas entran seis personas apiladas.
- ¿Vos estás cansado? – pregunta intrigado y con cierta malicia. Y antes que yo pueda responder -. Mirá que te agarró el viejazo estos últimos años, ¿eh? No quería decírtelo.
- No tenías por qué decirlo.
- No te enojes, che. Eso les pasa a los hombres que se quedan sin mujer. No te olvides que yo también lo viví.
- Mamá se murió. Es distinto – y no entiendo por qué estamos hablando de esto ahora.
Nos vamos de la playa y de algún modo dejo que él me guíe. Tomamos una calle que se aleja de lo que sería el centro. No es razonable que tomemos esta dirección. Los caminos son empinados y estrechos, suben y bajan entre casas fantasmales. Me siento abochornado. El aire es denso y húmedo. Hasta los trinos de los pájaros se me hacen chillidos de arrebato.
- Esperá – digo deteniéndome para sacarme la campera y respirar mejor. Está claro que fueron los cigarrillos los que hoy en día hacen esta humillante diferencia entre él y yo. Y si tan sólo fuera el tabaco. Él nunca se estresó y tiene el colesterol y la presión arterial de un pibe. Sólo una pequeña arritmia revertida a tiempo el año pasado. A su edad, yo estaré en compañía de los gusanos.
Seguimos en silencio.
- El cementerio – dice señalando un lugar a lo lejos.
No sabía que Raxó tiene un cementerio y, aunque la idea de ir allí no me resulta grata en absoluto, no me queda otra alternativa que acompañarlo.
El pequeño cementerio está cerrado por un vallado con una puerta que está rota. Antes de entrar ya se ven las tumbas inclinadas y cubiertas de malezas. Para completar el panorama nos sobrevuela un cuervo dándonos la bienvenida.
- ¿El abuelo está acá? – creo que es la primera vez que le hago esta pregunta.
Se encoje de hombros.
- ¿Alguien de la familia está acá?
Él no responde y yo parezco un espiritista.
- ¿Cómo es posible que te acuerdes lo de las redes de pescar y no sepas si en este cementerio está tu padre?
- La que sabía era Rosa – dice refiriéndose a su hermana -. Tenía una memoria de elefante.
- ¿No era que cuando se fueron Rosa era una beba?
Mi pregunta lo hace dudar.
- Sí, era una criatura. Pero ella siempre preguntó por la familia. Se sabía los nombres y apellidos de todos los tíos, abuelos, bisabuelos. Era un fenómeno para eso.
Caminamos entre tumbas viejas y desmanteladas. Resulta difícil calcular el tiempo en que dejaron de estar al cuidado de alguien. Pienso en el esmero y la constancia que él tiene para la tumba de mi madre y considero una afrenta el olvido de estos muertos. Como la abuela. Que mi padre nunca haya ido al funeral de su propia madre es algo que jamás voy a entender. La idea de que uno de mis hijos no vaya a ponerme flores a la tumba me horroriza. Cuántas veces les dije que quiero un velorio con cajón abierto, que pasen una noche mirándome la cara y que digan: qué tipo extraordinario, qué buen profesional, qué buen padre y esposo. Mi ex dice que eso no sirve para nada, y que cuando ella muera quiere que la cremen y que arrojen sus cenizas al Río de la Plata. No hay nada más aterrador que dejar de ser, de un segundo a otro, un cuerpo que vio, sintió y padeció para ser nada más que polvo cósmico. Polvo eres y en polvo te convertirás.
- Me entraron ganas de ponerle el diente a una sepia con ajo.
De qué habla. No puede ser que su cabeza esté tan lejos de la idea de muerte como la de un recién nacido.
- ¿Te sentís bien? – dice acercando su cara a la mía -. Estás pálido.
- Estoy un poco cansado.
Salimos del cementerio y volvemos para el centro del pueblo, pero por otra calle.
- Ahí está - dice como si estuviéramos persiguiendo a un animal.
Trato de entender a qué se refiere cuando descubro la cruz arriba de un minúsculo campanario que a su vez decora la entrada más simple que he visto de una iglesia.
- Me la hacía más grande – dice apurando el paso.
- Andá con cuidado – trato de alcanzarlo.
Más que una iglesia parece una capilla adosada a una vivienda y tiene todo el aspecto de estar bien cerrada. Veo el movimiento inútil que él hace con las manos para abrir la puerta y me digo que tengo que encontrar una solución.
- ¿Está cerrada?
La pregunta es imbécil y por suerte él no se digna a responderla. Nos quedamos callados un instante.
- Tal vez la abran por la tarde – es lo único que se me ocurre decir -. Vayamos a almorzar y después volvamos.
- Sí – dice no muy convencido -, quizás la abran más tarde.
Al cabo de unos minutos entramos en el único restaurante abierto de Raxó. Es moderno, limpio y ventilado. Agarro la carta de plástico y veo que hay todo tipo de pescados y mariscos.
Se acerca a la mesa una mujer de unos cincuenta y pico de años, bastante descuidada en su aspecto, que nos saluda como apurada. Está claro que a ella no le contaremos nuestra historia o, mejor dicho, la historia de mi padre, de vuelta a su tierra, como hicimos con aquel mozo simpático de Pontevedra que nos hizo degustar licores hasta las dos de la mañana. Hacemos el pedido: un pescado de la ría a la plancha para mí y una sepia para él con dos cañas de cerveza. La mujer no tarda en volver con las bebidas.
- Por Raxó – digo levantando el vaso largo.
Él agarra el suyo con su mano temblona y brindamos. La vida me va entrando por la garganta. Estábamos muertos de sed.
Pienso en el chico que dejó este pueblito para irse a vivir a un país lejano donde las familias vivían hacinadas en cuartos. Cómo habrá extrañado el olor del mar, los paseos por los montes salvajes, las tardes en que ayudaba a los pescadores a sacar del mar las redes llenas de peces.
Traen la sepia y el pescado que apesta como un calzón viejo, pero es sabroso y tierno en el paladar. Comemos con voracidad sin decir una palabra. Pido dos cañas más que la mujer trae con la misma diligencia y nos quedamos escuchando las aspas de un gran ventilador.
- En el barco con el que fuimos a Buenos Aires me la pasé todo el tiempo con los marineros – dice él-. Un día uno mezcló cerveza negra con rubia y me la dio a escondidas – ríe de un modo infantil -. A partir de ese día me escapaba de mi vieja y me iba con ellos. Cuando volvía mi tío me daba la salsa. Tenía una mano inmensa y me dejaba la cara ardiendo. Ella no decía nada.
- Y… viajar tantos días con un chico y un bebé no debía ser muy fácil.
- ¿Qué bebé?
- ¡Rosa!
- ¿Rosa? – dice como si de pronto se acordara de que tuvo una hermana -. Si Rosa no había nacido.
- Pero ¿cómo?, ¿no era que Rosa era una beba cuando se fueron?
- No, Rosa nació en Argentina.
- Entonces la abuela estaba embarazada de Rosa en el barco.
- Qué sé yo – dice como si lo fastidiara.
- ¡Cómo qué sé yo! - y no bien lo digo siento algo así como una iluminación. Dejo de masticar y trago con dificultad -. ¿Rosa fue tu media hermana?
Él después deja los cubiertos y se limpia la boca con un pedazo de pan.
- A quién le importa eso ahora.
- A mí me importa. Es mi historia también. Decime, ¿al menos la abuela se casó con este hombre?
- ¡Ya estaban casados, cabeza de pajarote! Raimundo se hizo pasar por Nazario. Viajó con sus documentos. A ver si la entendés.
Tomo de golpe lo que queda de la caña y trato de tranquilizarme:
- ¿Por qué nunca me lo dijiste?
- Qué tanta noria. Antes no se hablaban de estas cosas.
Siento que voy poniendo las piezas faltantes de un rompecabezas al que nunca le presté mucha atención.
- ¿Por eso nunca fuiste al entierro?
- ¿De quién? – dice realmente desorientado.
- ¡De tu madre!
Él chista, hurga con un palillo entre sus dientes y termina por decir:
- Pero no. Cuando se murió Raimundo, ella se fue a vivir allá lejos, al norte, y nos dejamos de ver. Después de tantos años, qué sentido tenía ir a verle la jeta estirada, ¿eh?, ¿qué sentido?
Nos quedamos callados.
Qué habría sido de mi existencia, si mi padre nunca hubiera dejado Raxó. Una señora como la que está atrás del mostrador podría ser la mía. Sería más gordo, pero no necesariamente con el colesterol más alto.
En otra mesa dos hombres mayores no paran de encender y apagar cigarrillos. Estoy a punto de levantarme para ir a pedirles uno “pitillo”, como dicen ellos.
- ¿Vamos a la iglesia? – dice mi padre -. Quizás ahora esté abierta.
- Sí – digo mirando a la mujer para pedirle la cuenta.
Cuando salimos del restaurante empieza a caer una lluvia fina. Caminamos despacio para no resbalarnos. Ya puedo ver su cara de desilusión cuando vuelva a empujar en vano la vieja puerta de la iglesia. Algo voy a tener que decirle. A lo lejos veo el minúsculo campanario. ¿Y si la puerta se abriera y él pudiera ver, tocar con sus propias manos la cruz que hizo su padre? No puedo imaginar final más feliz para un viaje que no haremos nunca más. Tengo que creer.
A pocos pasos de la puerta, me adelanta y apoya el hombro derecho como si intentara derribarla. Rebota y puedo sentir su dolor en mis huesos.
- Papá, dejame a mí – tomo el picaporte y sacudo la puerta con todas mis fuerzas.
La evidencia me deja perplejo. Podría proponerle quedarnos unas horas más, pero de qué serviría. Seguramente esté clausurada.
- No te hagas mala sangre – escucho que dice a mis espaldas-. No me acuerdo si era una cruz o un santo.
La lluvia empieza a caer con más fuerzas y tenemos que ir a refugiarnos debajo de la galería de una casa. Nos quedamos mirando hacia el mar. Está más agitado que antes.
- Es verdad que este mar no tiene amigos – digo para rellenar el silencio.
- ¿Vamos? - dice él -. Ya no hay más nada que hacer.
Me alivia que él también ya quiera irse. Aun así, la partida me pone nervioso. Quizás para él sean naturales. Se ha pasado la vida despidiéndose de personas y lugares, qué importancia podría tener la última.
Bajo la garita de la parada esperamos un tiempo largo. Cuando al fin llega el micro, lo ayudo a subir y nos instalamos adelante. El micro arranca despacio y, unos segundos antes de que Raxó desaparezca para siempre de nuestras vidas, veo la calle principal, brumosa, llenarse de personajes fantasmales. Es una procesión y entre la gente hay un niño que lleva en alto un estandarte.