Producción: Javier Lewkowicz
Déficit estructural
Por Melina Ons* y Guadalupe Granero Realini**
La pandemia puso en evidencia los enormes déficits habitacionales de nuestro país. El aislamiento y la crisis económica y sanitaria no revelaron novedades al problema de la vivienda, pero su brutal visibilización desnaturalizó el hecho de que millones de personas no viven en condiciones dignas. Problemáticas estructurales se instalaron como urgentes en la agenda pública. Si crisis es oportunidad, es momento de dar los debates urgentes que nos debemos. ¿Cuánto tiempo tiene que persistir un problema para que avancemos hacia soluciones definitivas? ¿Cuán masivo debe ser, para perder dimensión de emergencia y considerarse como estructural?
Tomas de tierras, familias endeudadas, desalojos informales sin registro ni protección, propietarios e inmobiliarias que especulan con la emergencia para no cumplir leyes (el ejemplo más importante son las extensiones temporales de los contratos de alquiler por fuera de la nueva ley), falta de servicios públicos, de espacios públicos y verdes y hacinamiento, fueron algunas de las problemáticas que se visibilizaron. El problema es diverso y complejo, por lo que requiere de soluciones complejas. Pero lejos de plantear la complejidad como una limitación, nos interesa ponderar la multiplicidad de elementos para no dejar nada por fuera. Que el bosque no nos tape los árboles.
Los problemas habitacionales son expresión de una estructura de desigualdad. Las consecuencias de una forma de producir ambiente que coloca al espacio disponible y al potencial para construir, en función de la acumulación de capital. La definición sobre los usos del suelo (urbano y rural) está dominada por las demandas del mercado. En consecuencia, la población de menores recursos es condenada a la inestabilidad o a condiciones inadecuadas de vida. Mientras el negocio inmobiliario se desarrolla sin control, crece la producción de hábitat informal como resultado de la necesidad. Se genera un mercado sin reglas escritas, pero con las mismas lógicas y precios también cada vez más altos.
El Estado tiene un rol central en esta dinámica. La valorización del suelo y la producción, concentración o redistribución de sus rentas, son decisiones políticas. Los gobiernos intervienen de forma directa con las normas que aprueban, los recursos que asignan y los discursos que construyen. También mediante el desarrollo de infraestructuras -pavimento, agua, cloacas, etc.- o equipamientos sociales -escuelas, hospitales.
Históricamente, la medida de éxito de las políticas habitacionales ha sido la cantidad de viviendas construidas. Sin embargo, aún cuando los indicadores hayan sido altos, los conflictos por la vivienda se mantuvieron o agudizaron, demostrando los límites del enfoque cuantitativo. La política de vivienda debe atender a la complejidad que mencionamos y estar asociada a una idea integral de planificación urbana y del hábitat (con sus dimensiones económicas, sociales, sanitarias, de seguridad y ciudadanía). Ante todo, debe enmarcarse en políticas de regulación del mercado del suelo para evitar que las nuevas viviendas construidas generen un aumento de la demanda de espacio, acentúen prácticas especulativas inmobiliarias y no frenen la suba de precios.
En el año que recién termina se pusieron en funcionamiento, desde el Estado nacional, algunas herramientas importantes como el Plan Nacional de Suelo Urbano, el relanzamiento del Pro.Cre.Ar. y las medidas de integración de barrios populares. Instrumentos que podrán ser potentes en la medida en que estén dotados de presupuesto y se articulen en una política territorial integral y de largo plazo. Estamos ante el desafío de que los distintos niveles del Estado interactúen para superar la visión patrimonialista e individualista del problema de la vivienda. Una política transformadora requiere de combinar herramientas que incluyan la regulación del mercado de compra y alquileres, herramientas de planificación y gestión del suelo, junto con la participación en el diseño e implementación de los actores afectados, la articulación con el sector privado y la construcción y propiedad colectivas.
* Especialista en Políticas Urbanas (Conicet).
** Coordinadora Área Urbana (Centro de Estudios Metropolitanos - UMET).
Alta vulnerabilidad
Por Florencia Labiano* y Sergio Andrés Rosanovich**
Desde hace dos décadas, la cantidad de inquilinos crece sostenidamente en las principales ciudades del país. Según la Encuesta Permanente de Hogares entre el 2006 y el 2019, el porcentaje de hogares inquilinos pasó de 22 por ciento en CABA, 19 por ciento en Córdoba y 14 por ciento en Rosario, a 32, 24 y 16 por ciento, respectivamente. Si bien se desconoce la estructura y el nivel de concentración de la oferta, el significativo aumento de la superficie construida, junto con la reducción de los hogares propietarios da un indicio en esta dirección.
En este contexto, el mercado inmobiliario, principal dispositivo asignador de recursos habitacionales, se encuentra en proceso de ebullición. A causa de la pandemia, el mercado de venta ha experimentado reducciones en el precio por metro cuadrado, en especial en barrios como Mataderos (-30 por ciento), Villa Ortúzar (-15), algunas zonas de Palermo (-21 por ciento), así como violentas caídas en las operaciones de compraventa, cuyo promedio mensual durante 2020 fue un 49 por ciento menor que durante 2019, y un 69 por ciento inferior a 2018. Por otra parte, la sanción de la ley de alquileres, promulgada el 30 de junio, incorporó otro elemento disruptivo a un mercado caracterizado durante las últimas décadas por una escasa regulación. Aunque aún no es evidente hasta qué punto pudo haber incidido en una aceleración de la inflación de los alquileres, en CABA el aumento interanual del precio por metro cuadrado pasó de 42.8 por ciento hacia el mes de junio a 48.4 por ciento en diciembre, para el conjunto de la Ciudad. Una mirada espacial nos permite detectar incrementos mucho más significativos: de 41.6 a 66.2 por ciento en Flores, de 35 a 52 por ciento en Montserrat y de 48.6 a 56.7 por ciento en Villa Crespo, entre otros.
En los hogares, la pandemia también impactó en los presupuestos domésticos y los recursos dedicados a la vivienda. Según la encuesta realizada en septiembre a hogares inquilinos del AMBA por el CELS y el IDAES-UNSAM, el 66,6 por ciento de los hogares perdió ingresos durante la pandemia y el 66,5 por ciento debió endeudarse. El dinero recibido en préstamo se utilizó principalmente para el pago de gastos cotidianos y deudas preexistentes. El 42,3 por ciento de los hogares acumuló deudas de alquiler y en el 40 por ciento de los que recibieron algún tipo de ayuda estatal emergencial (IFE/ATP), la usaron para pagar el alquiler. Las entrevistas corroboran la preeminencia del alquiler sobre el resto de los gastos, forzando un ajuste en otras dimensiones a fin de sostener las delicadas relaciones con les propietarios e intermediarios, muchas veces hogares también, que cuentan con esos ingresos para gastos cotidianos.
Ante la virtual inexistencia del mercado de crédito u otras alternativas, la tenencia de la vivienda se vuelve una clave cada vez más decisiva de las desigualdades urbanas: los inquilinos destinan aproximadamente un tercio de su presupuesto a esta erogación. La brecha constante entre propietarios y no propietarios permite imaginar una capacidad diferencial de gasto/ahorro entre estos hogares, además de la seguridad habitacional que representa la vivienda en propiedad. En CABA, las dificultades se agudizan para aquellos hogares más jóvenes en los que la proporción de inquilinos alcanza el 64 por ciento. En contraste, las familias con un jefe o jefa de hogar mayor a los 55 años alquilan solo en un 15 por ciento. Los rasgos que asume actualmente el problema de la vivienda condiciona la transferencia intergeneracional de las desigualdades.
Todo esto deviene en una situación habitacional de alta vulnerabilidad, con familias jóvenes, inquilinas y endeudadas, en algunos casos guarecidas bajo la vigencia del decreto 320/2020, prorrogado hasta el 31 de enero de 2021. Cabe reflexionar acerca de qué familias podrán compatibilizar sus ingresos con tales exigencias del mercado y cuáles deberán precarizar sus condiciones habitacionales o resignar el acceso a la ciudad. La vivienda en propiedad para todos no es una solución factible en el corto plazo. Por eso, es urgente que el Estado desarrolle una concepción clara sobre la articulación entre el derecho a la vivienda y el derecho a la renta, y la asimetría entre estos dos derechos y sus sujetos.
* Socióloga (UNLP), Becaria doctoral (IDAES-UNSAM/CONICET).
** Economista (UBA) y Mg. en Desarrollo Económico (UNSAM).