EL CUENTO POR SU AUTOR

Desde que los hombres se lanzaron a las aguas para conocer nuevos caminos, los faros han ejercido una suerte de magnética fascinación. En inglés lighthouse es “casa de la luz”, pero para quién la habita no es sólo una morada, sino también la posibilidad de transformarla en lenguaje. Su luz habla. El parpadeo señala puntos peligrosos, bancos de arena, arrecifes, la eventualidad de un puerto o algún monstruo inesperado. Esa luz lanzada a la oscuridad marina que se pretende guía no tiene otro destino que improbables navegantes que surcan la noche. También es factible que fuera de las estrellas o las criaturas que se animan a jugar entre las olas, nadie la advierta.

Ese ojo avizor es conducido por alguien encerrado en una soledad tosca, húmeda, mineral. Nadie sabe qué impulso lo condujo a esa reclusión voluntaria entre niebla y silencio. Las correspondencias con la literatura se hacen evidentes, y los faros han sido sujeto de su materia desde Homero hasta Virginia Wolf. A fin de cuentas, escribir de algún modo también implica enviar señales para nadie (algunas no tan luminosas), con excepción de algún náufrago o viajero perdido para quien puede resultar sino una salvación, al menos la evidencia de cierta esperanza.

Este texto en particular nace de la atracción por esas presencias pétreas arrojadas desde un tiempo que ya no es. Stevenson señaló “que visitar faros es hacerlo a siglos pasados”. No se equivoca, pero a la vez significa algo más: es saludar historias ocultas que circulan en susurros entre marinos de diversas lenguas, que se traspasan mal traducidas y llevan a la gestación de mitos repetidos en versiones diversas hasta convertirse en construcciones con vida propia.

El señor de los faros es un texto inédito que pertenece a un conjunto de escritos (ficciones, fragmentos, recortes) titulado Septentrión y que a su vez constituye el primer volumen de una serie que tiene por nombre genérico El arte de errar. La invocación de esta rúbrica, por supuesto, no es inocente: persistir en la errancia por el error no es más que otra contingencia del descubrimiento.  Dedico este cuento a Juan Bautista Duizeide. 


EL SEÑOR DE LOS FAROS


La tempestad bendijo mis desvelos marinos,

más liviano que un corcho dancé sobre las olas:

y las llamas eternas arrolladoras de víctimas.

Diez noches sin ver el ojo idiota de los faros.

Arthur Rimbaud, Bateau ivre. 1871

I

Se los encuentra firmes, erectos, siempre en la última lengua de tierra. Estoicos, lo soportan todo: vientos salvajes, la sal, el silencio. La única obsesión es obedecer el mandato para el que fueron creados: que su luz siga girando en el vals de la noche como guía de los navíos fantasmas. Ellos, los Tuertos, saben cumplir. Desde más allá de la línea del horizonte, el deseo es un faro que no nos abandona.

II

Es cierto. Esas palabras me pertenecen y no me arrepiento de ninguna. Hay quienes desquitan su pasión en sellos postales o mariposas africanas, piedras, metales o huesos. Y bien, no abjuro de la mía: no veo qué plantea de malo el entusiasmo por los faros. A fin de cuentas, son mucho más fieles que los funestos fetiches con que muchos engañan la intuición. Lo mío es serio, señores: invertí años en conocerlos a todos, desde el Levante al Septentrión y de allí al fin del mundo, entre roquedales helados, mares furiosos y un desamparo que nunca pudo ser más absoluto. Y no sólo los conocí a ellos, los faros, sino también a los ocasionales hombres que los encubren, nutren de historias, guían como una estrella más a los barcos ebrios. Esos hombres se mimetizan con los faros. Son luz. Y cuando se apaga uno, otro lo sigue.

No, no colecciono faros, no se equivoquen. No son una propiedad ni configuran una ambición. Entiendo que no les resulte sencillo aceptar mi definición. En cambio, les propongo otra cosa: es mejor pensarme como una suerte de pesquisa, el ojo vigía que indaga cuando la paradoja asoma. Alguien, en fin, dispuesto a resolver enigmas cada vez que un faro entra en la línea de sombras. Sí, claro, porque también conocen de sombras.

El primer caso que tuve a mi cargo fue el de Eilean Mor, que en su tiempo dio que hablar. Debía prevenir a los navegantes contra los peligros que entrañan las pequeñas (aunque agresivas) islas Flannan, extendidas a lo largo de las Hébridas exteriores. Por desgracia, no hizo falta más que un año para que se transformara en el teatro de uno de los mayores misterios de la historia insular. Un 15 de diciembre, el Archtor, cumpliendo con la ruta que va de Filadelfia hasta Leith, el puerto de Edimburgo, se dejó chocar en las Flannan por la simple y poco atendible razón de que el faro de Eilean Mor estaba apagado. El misterio resultó inexplicable, dado que había sido provisto de todos los elementos de la modernidad para su perfecto funcionamiento. Tan pronto hubo arribado a destino, su comandante previno a las autoridades de la anomalía, pero habría que esperar hasta el 26 de diciembre para que el Hesperus, carguero encargado de los servicios de las Hébridas, pudiese ir hasta el lugar y comprobar que, en efecto, algo inaudito había acontecido en la isla. Encontramos la linterna definitivamente extinguida, la bandera reglamentaria fuera de lugar y, sobre todo, nos sorprendió la presencia de nadie.

¿Qué se hizo de los tres guardias encomendados del faro? No quedaba más que un impermeable de hule amarillo colgado en el ropero, lo cual parecía indicar que dos de los tres hombres salieron con su equipo. ¿Para ir adónde? No es posible caminar por el lugar más de cien metros en un sentido u otro, y los hombres no disponían de ninguna embarcación para abandonar la isla… ¿Y debido a qué razón el tercero salió sin equipamiento alguno a ese roquedal frío y húmedo en pleno mes de diciembre? ¿Habrían sido llevados por una ola que no alcanzaron a divisar mientras trabajaban en la cala?

La lectura del cuaderno de bitácora de los fareros terminó por hundirme en la perplejidad. En la página correspondiente al día 12, Thomas Marshall, primer asistente, da testimonio de la presencia de “vientos tan violentos, como no he visto en veinte años”. Señala asimismo que James Ducat, el guardia en jefe, permanece “absolutamente tranquilo”, pero que William McArthur, segundo asistente, “rompió a llorar”. El 13 de diciembre indica que la tempestad aumentó su rigor y que los tres hombres comenzaron a rezar. ¿Por qué tres marinos experimentados y reconocidos por su valor, se entregaron a la desesperación, los llantos y ruegos, si se encontraban a buen resguardo, en una construcción nueva y sólida que, además, se hallaba situada a más de treinta metros del mar? Y algo peor: todas las observaciones, tanto de los navíos en alta mar como de las estaciones en tierra, confirman que entre el 12 y el 15 de diciembre de aquel fatídico año el tiempo se mantuvo completamente tranquilo, sin el menor atisbo de una tormenta.

Algunos de los guardias que sucedieron a los tres desaparecidos aseguraron haber escuchado cosas extrañas por la noche, cuando el viento aullaba en torno a los peñascos. Por lo general, siempre se suelen oír todo tipo de sonidos bizarros en un faro aislado en alta mar, a seis horas de navegación de la comunidad más próxima. No obstante, ninguna huella, ninguna explicación satisfactoria ha podido dar respuesta al misterio de Eilean Mor. Queda la última frase, aún más enigmática, anotada en el diario ese siniestro 15 de diciembre: “Dios está más allá de todo”.

Podemos dar por cierta esta afirmación, pero sin embargo hay una pregunta que subyace y resiste: ¿dónde queda más allá de todo? ¿Dónde todo?

III

Pero no están aquí por Eilean Mor, lo sé. Preferirían que hable de lo otro, ¿no? Ahora bien, si en todos estos años no me referí a ello, ¿por qué tendría que hacerlo ante ustedes y en este preciso momento? El melancólico hecho de dejar algo en el pasado por su simple confesión implica desertar, saltar al vacío, volverse hacia atrás. En otras palabras, un adiós.

Bueno, abandonen ese gesto de condenados al cadalso, por favor. Tampoco es para tanto. Cuentan al menos con dos razones a favor para obtener el beneficio de mi relato (si es que realmente creen que la historia puede conservar algún provecho). La primera es que me considero un hombre cortés, y no desconozco la molestia que se tomaron para llegar hasta aquí. La segunda es que, después de todo, quizá sí se trate de un adiós. No es tanto el tiempo que me queda. Debo advertirles, sin embargo, que aquello que esperan con semejante ansia quizá no sea más que el receptáculo de una nueva decepción. No abundaré en más rodeos, pero sepan que detrás de esta historia posiblemente se escondan otras.

Lo primero que me atrajo fue el lugar, sobre todo por lo imposible de definirlo como “lugar”. Era menester doblar el ruedo de la puntilla más septentrional de Islandia para desembocar con abrupto ímpetu en un furioso acantilado de basalto. El mar ruge y se golpea contra sus paredes, que más de una vez se alimentó de las maderas semipodridas de pobres pesqueros a la deriva, entre la oscuridad y el frío. Hay que decir también que una bruma constante en el invierno se vuelve sólida, como una gasa irreverente que nubla la visión.

El sitio en cuestión se llama Hornbjarg, pero eso ya lo saben. Como tal vez también sepan que para poner algo de orden a los trastornos naturales, en el ‘34 se instaló un blanquísimo faro, al que acompañó una torre de señales que supo ser mostaza y la crudeza del tiempo (o los tiempos) redujo a un pálido color hepático. Vale decir que se requería de cierta audacia para poblar estas construcciones: por Hornbjarg no pasaba más que un viento colérico y los zorros árticos, que decidieron plantar allí las endebles fronteras de su reino. No era para cualquiera…

De todos modos, no faltaron intrépidos. Más allá de las inclemencias y la soledad, siempre se encontraron voluntarios dispuestos al desafío. Sólo que no lo hacían tanto por una vocación farera como por otra más inconfesable: la literatura. Sí, por extraño que parezca, existe una tradición por esas tierras que une la proyección de la luz en el mar con la escritura. Vaya a saber uno por qué. La monotonía de un día nocturno invita a la divagación sobre un tema, una palabra se evade y se sale a la caza de otras. Al fin, los haces lumínicos en el agua transmiten una escritura mental que traduce el “oscuro frenesí del horror”. Dark frenzy of horror, decía el señor De Quincey. Pero esto es sólo una hipótesis personal, no hagan caso.

Sobre los entusiasmos demostrados por los potenciales escribas, lo cierto fue que Hornbjarg comenzó a cimentar una mala reputación. La causa era simple: por algún secreto motivo, todos quienes llegaban a ocupar su lugar en el faro sufrían invariablemente algún tipo de desgracia, desde lesiones inesperadas a enfermedades súbitas que les impedían cumplir con su labor más allá de los cinco años. A veces menos. El veredicto pareció concluyente: el faro estaba maldito.

Cuando la mala estrella a la que parecía sometido presagiaba su seguro cierre, en el ’61 hizo su aparición Jóhann Pétursson. Y ahí comenzó otra historia. Era un muchacho de manos enormes y una mata de cabello rojizo, que imaginó encontrar en el frío de Hornbjarg el combustible necesario para culminar la novela que venía rumiando desde que tenía memoria y sobre la cual no podía definir una sola línea de su argumento. Además, había algo de reto personal. No tenía inconvenientes en confesar que el miedo a la oscuridad lo acompañaba desde niño –y para eso se trasladó a un sitio donde la noche campea durante ocho meses seguidos–, ni que había perdido la virginidad a los 27 años, una edad casi gerontológica para el parámetro sexual islandés.

Algo más. Debía escapar de un sosías, aunque en verdad éste había escapado antes que él. El otro Jóhann Pétursson que lo perseguía en sueños, era un hombre nacido en Dalvik, pero en el ’13. Tuvo una infancia normal hasta que a los 15 años comenzó a crecer de manera desmesurada. A esa edad ya alcanzaba los dos metros y medio. Al no tener forma de adaptar su humanidad a las condiciones de vida de la isla, en particular ponerse a resguardo del frío natural que imperaba en su país, optó por emigrar. Se sabe que en el ‘48 arribó a los Estados Unidos y luego de ser presentado como una atracción de feria bajo el nombre de The Viking Giant por los Ringling Bros., se marchó a Hollywood para participar en algunos films (el primero fue Prehistoric Woman, donde se lo veía de Cavernario, quizá lo conozcan). Pétursson siguió su vida americana en Florida, hasta que una enfermedad lo decidió a retornar a su Dalvik natal donde, se dice, murió en el ‘83 –un documento danés lo recuerda como una de “las maravillas humanas”. Pero a pesar de su contundente humanidad, nadie dio con sus huesos.

Jóhann el joven, a la vez, enterado del destino de su homónimo, sintió la advertencia que encerraba su nombre y buscó refugio en Hornbjarg. Por algún motivo, la sombra del gigante que llevaba su apellido pero con el que no coincidía ni geográfica ni temporalmente, se volvió una amenaza. Debía huir de él, sea lo que fuera, o bien conjeturaba que el otro acabaría por apropiarse de su identidad. Comprendía lo absurdo de la idea, pero ciertas certezas no admiten lógica ni razón. No le preocupaba tanto la lobreguez de la noche en ese norte imposible como ser alcanzado por un atisbo de ese otro multiplicado hacia lo alto, a quien sospechaba siempre al acecho y suponía ser que era él. Y así fue como buscó refugio en el faro. En Hornbjarg.

Poco le importó tener que soportar las bajas temperaturas, ser el único habitante en cientos de kilómetros a la redonda o los percances sufridos por sus catorce antecesores. Estaba decidido a dar luz al mar blanco y, para variar, terminar así su novela (es muy probable que se tratara de la misma que nunca acabaron los otros fareros). Nada malo le sucedería. Error. Al promediar el quinto año, el faro dijo lo suyo. Fue a finales de noviembre, cuando la oscuridad ya era un dogma sin fe. Jóhann había observado el hielo flotante y lanzó un manojo de imprecaciones a los días por venir. Decidió que lo mejor sería cazar algunos pájaros. Se encontraba en el acantilado cuando sintió que alguien o algo, una mano invisible y persuasiva, lo empujaba. Cayó al menos unos sesenta metros, y dio sobre una saliente. Lo despertó la nieve que caía en copos dóciles, obedientes, mientras le refrescaba el dolor. Pensó en el faro. Se arrastró como pudo hasta él. Un helicóptero de rescate lo trasladó a Isalfjördur. El diagnóstico fue contusiones varias, pérdida de equilibrio y conmoción cerebral grave. No obstante, lo que más le asustaba fue el posible retorno de sus temores infantiles. Y por supuesto, la vigilia del gigante.

Volvió al faro. A lo largo de los años, tripulantes de balleneros perdidos, flotas pesqueras desperdigadas, cargueros acorralados por los icebergs, juran haber escuchado entre informes meteorológicos y la interpretación del mapa de las nubes, algunas historias bellísimas narradas por onda corta con una voz serena y segura que los ayudaba a encontrar el rumbo. Los temas variaban, la luz era la misma. No faltan quienes aseveran que muchos simulaban perderse sólo para ser guiados por la voz del faro de Hornbjarg. Era una voz aterciopelada e hipnótica, que cautivaba a los cardúmenes y acariciaba a las medusas.

En algún punto del ’88 u ’89, los navíos desvariados dejaron de escuchar aquellos subyugantes conjuros y comenzaron a girar en círculos sobre el Círculo. El faro no daba señales y faltaban palabras para cubrir la distancia. Las autoridades, alarmadas, decidieron investigar el silencio y acudieron a Hornbjarg. Entonces me llamaron. Sólo fueron indispensables unos pocos pormenores para convencerme que allí había ocurrido algo serio. Llegué cansado, titubeante entre el encantamiento y el espanto. En los fiordos occidentales es popular un dicho que reza: “Cuanto más alejada la casa, mayor es la biblioteca”. Hornbjarg era lo más lejos donde se podía llegar sin deslizarse por los mares irrevocablemente árticos.

Al arribar al faro lo encontramos habitado por espíritus de papel: dieciséis mil volúmenes dispersos en forma anárquica: por el piso, en cajas, cubriendo las cartas meteorológicas y algunos hasta en la heladera. Se acumulaban todo tipo de títulos, de Faulkner a Dickens, de Hamsun a Dostoievski, Halldor Laxness y una traducción de Shakespeare al islandés debida a Helgi Hafdanarsson, farmacéutico local. También una de Moby Dick que acometió un tal Julius Hafsteinn, según confiesa, luego de ver copular a dos orcas. Y además, obras de Erasmo y Love Story, Conrad y poemas de trovadores ignotos, Jane Fonda, Kavafis y Sófocles, Mary Louise Alcott y varios de la serie Pippi Långstrump, de Astrid Lindgren. De Jóhann Pétursson, en cambio, no se encontró un solo papel. Ni un rasgo de tinta. Tampoco un vestigio que diera cuenta de su paradero. Al cabo de casi tres décadas, se esfumó en la bruma helada de los acantilados sin dejar el más mínimo rastro.

Sobre el modesto camastro, eso sí, descansaba un volumen de la Saga de Egil Skallagrímson, presuntamente escrita por Snorri Sturlusson a comienzos del siglo XIII. Permanecía abierto y decidí acercarme a las posibles últimas palabras que quizá haya leído Jóhann. En aquellas páginas, la acción se desarrollaba en un sitio no muy lejos de Hornbjarg: el relato daba cuenta de un cazador de aves que cae desde un precipicio. Otro cazador, a quien en la caída la víctima avizora como un coloso y con su mismo rostro, le advierte que disimule el escándalo. De hecho, lapidario, le ordena no gritar.

“Cállese”, le dice. “Asustará a los pájaros”.