EL CUENTO POR SU AUTOR
No hay vez que no me lo pregunte. La duda aumenta pasado un tiempo. Me cuesta reconocerme en tal o cual texto. Y vuelvo a confirmar que ningún escritor puede dar cuenta del todo de lo que ese texto puede decir para los otros, que seguramente le encontrarán más de un sentido diferente al que pueda haber imaginado su autor. Los textos siempre traicionan a sus responsables. Lo que se quiso decir no es lo que el texto habrá de decir. Y es esta situación de la escritura la que torna manía el impulso de seguir intentándolo. Fracasa una vez más, recomendaba Samuel Beckett. Fracasa mejor. Sin embargo, puedo contar quien creo haber sido yo durante esa escritura, no lo que pretendí lograr sino las condiciones de producción de la misma escritura, es decir, quién creo haber sido cuando en abril pasado, en el confinamiento pandémico, escribí una novela que iba a llamarse Soy la peste.
La mañana de abril en que me senté a escribir no era aun de día, estaba oscuro, hacía frío y el otoño anticipaba el invierno. Sentí miedo, una vez más, de estar bloqueado y no poder escribir, ya no contra la peste, no contra el sistema que la causó, contra la injusticia del mundo. Tenía miedo de no poder escribir. Ni más ni menos. Un miedo egoísta, pequeño y burgués. Me preguntaba qué relato le habría gustado leer al pibe que era yo cuando empecé a trabajar a los quince mientras descubría la calle y leía a Arlt y Rimbaud. Así empecé esa mañana y todas las que siguieron, todavía en penumbra, escribiendo contra la oscuridad y contra el tipo que ahora buscaba acordarse quién había sido aquel pibe. Así lo hice durante cuarenta días. El miedo fue mi motor. Fueron días negros, alrededor se morían los apestados como se siguen, se seguirán muriendo. Y lo que van a leer es el comienzo de esa escritura que soy y no soy yo.
SOY LA PESTE
Estaba empezando el invierno de mis dieciséis años y se venía la nieve cuando el mal atacó el quilombo. A mis seres queridos, los sitió primero en sus cuerpos y después acorraló a cada uno en su pieza, y yo, el enfermero, ahorrándoles una agonía miserable, decidí liberarlos. Mis padres, dos infelices que se amasijaban en cada gresca. Mi hermanito, el espástico, siempre cagado, que no paraba de berrear. La abuela loca, la fundadora del negocio, con sus delirios de princesa rusa, que dormía encerrada en el fondo del quilombo. Y mi tío, macró jubilado, que ocupaba sus días finales de fiaca haciendo solitarios en el galponcito junto al gallinero. Las piezas se vaciaron, las pupilas que fueron quedando eran veteranas enjutas y cada tanto había que arrastrar el cadáver de un cliente a la calle. Al final las chichis se rajaron y desbarrancamos en la miseria.
La noche del mal apagaba el mundo. Te atacaba cuando menos lo esperabas. El exterior se había vuelto riesgoso y no sólo por el contagio, la propagación misteriosa que se reproducía incesante. Pero estar encanutado con tu familia daba más miedo que el afuera. Nadie quería crepar adentro. Mejor afuera, boca arriba, mirando el cielo. En la descripción de los síntomas se destacaba la confusión entre pasado, presente y futuro. Las víctimas no tenían puta idea donde se encontraban. Se les entreveraban los recuerdos propios y los ajenos con alucinaciones del porvenir ilusorio. No sabías en qué mundo de mierda vivías. Me puse la campera. Tenía que tomármelas, cuanto antes mejor.
Aun fundido, en decadencia, el quilombo había sido propiciador del contagio. Pero no daba para el bajón, me dije. Ahora se me abrían las puertas de una existencia intrépida. Buscaría el mar. Soñaba con el mar. Me habían dicho que volver a verlo era siempre verlo por primera vez. Pero yo nunca lo había visto. Me daba cuenta del infantilismo de mis fantasías disociadas por completo de la realidad. Podía adjudicarle estas fantasías descarriladas a la enfermedad, la confusión de tiempo y espacio, estas visiones. Dónde me encontraba, vacilé. Caminé de una pieza a otra a ver si me olvidaba algo importante, un detalle incriminatorio. Pero a quién podía importarle un crimen familiar en estos días donde la muerte devastaba igualando a todos los mortales. Los vidrios empañados. La atmósfera de los perfumes baratos. Había quedado solo. Sentí que era observado. Me di vuelta. El bicho entre reptil y plumífero, un basilisco, me clavaba su mirada letal. Tuve que pestañear para volver en mí.
El dormitorio de mis padres en penumbra. Revisé el ropero, la cómoda, el colchón. Encontré un secreter donde mi madre guardaba sus ahorros. Chirolas extranjeras y billetes vencidos. No me quedaba otra alternativa que recurrir a mi talento. Busqué frula, pero no quedaba. Los finados se la habían tomado toda. Determiné ingeniármelas para seguir con el destino que, a mi entender, recién empezaba. Nadie piensa que el destino es el jodido ahora. Y yo que quería torcerlo y ya. Caminé hacia el patio, la luz del día. Y fui tendiendo sus cuerpos sobre las baldosas. Ahora caía agua nieve.
Los fiambres se apilaban en las esquinas. Cargué los míos en una carretilla y encaré hacia el parque donde se quemaban los cuerpos. Dos veces debí repetir el trayecto. En la primera llevé a mis padres y mi hermanito que era una pluma. En la segunda, la abuela y el tío. Un tipo con tapado de piel, que andá a saber de dónde lo había rascado, se encargaba de rociar la montaña con kerosene. Se conmovió al ver a quienes traía en la carretilla. Buenos vecinos, dijo. Yo la quería mucho, dijo al ver a a mi madre. Pobre santa, qué buena estaba. Lo debo haber impresionado con mi cara de asco, que se parecía a una de dolor. No podés volver a tu casa, me dijo. Te vas a apestar, si ya no estás. Mejor prendele fuego. Ni me preguntó cómo habían fallecido los desgraciados. No hacía falta. Dame una mano, pibe, me pidió. La parca no me da tregua, se quejó, y además con esta humedad la columna me tiene a mal traer. Se agarró la espalda. Los cuerpos pesaban. El tipo les pasaba las manos debajo de los brazos y yo los agarraba de los tobillos. Después los acercábamos al fuego. Los hamacábamos. A la una, a las dos, a las tres. No era fácil. Hasta el espástico era pesado. Lanzamos a los míos a la fogata. Me quedé mirándolos. No para simular un pésame sino para cerciorarme que el fuego iba a terminar mi trabajo. El viento bandeaba los primeros copos.
En la vidriera de un negocio de electrodomésticos una tele mostraba los estragos en Asia. Ningún continente estaba a salvo. Las estadísticas eran una rutina antigua que ya nadie atendía. Podías morir lo mismo en Tierra del Fuego que en la Ruta de la Seda. El esquimal más solitario del planeta acababa igual que el narco siberiano más popular. La característica del mal era ser invisible. No te dabas cuenta hasta que te invadía. Primero una fiebre alta y después los trastornos espasmódicos que te perdían, pasabas un rato despistado y finalmente chau. Tal vez fuera una ventaja morirte en la catrera de un hospital de La Matanza imaginando que estabas agonizando en una clínica en Oslo. Abundaban los naturalistas poseídos que sostenían que esta vez, por fin, había sucedido la revancha del planeta. Los animales, felices. La fauna del mundo se aventuraba por las ciudades. Me pregunté qué haría si me cruzaba con un tigre. Por acá, lo más que se veía eran ratas. Vi salir unas cuantas de la boca de un subte. Antes de arriesgarme a bajar a los túneles debía preguntarme dónde ir y cerciorarme si los trenes operaban.
Me había atacado hambre. Había un chino en la otra cuadra. El súper era una boca de lobo, apestaba. Tuve que sortear unos cuerpos para entrar en las sombras. Las góndolas, peladas. Vino un perro a ladrarme. Y detrás una china. Empuñaba una cuchilla. Era tanta la tuerca que con cada puteada le brotaba un nubarrón de vapor.
Otra vez en la calle, caminé hacia la avenida. La ciudad estaba sola. Era una mañana blanca. Los árboles raquíticos tenían las ramas cargadas de nieve. Cada tanto, en una esquina encontraba una pila humeante. En todas partes, cuando el tamaño de la pila superaba más de un metro, los vecinos, hartos de esperar un camión de basura, se apuraban a incinerarlos ahí mismo. Anduve dando vueltas, evitando pasar cerca de los asados. Pero aun cuando pudiera sortearlos, el mal estaba en el aire. Si doblaba una cuadra antes de la próxima quema, igual me alcanzaba su hedor. Quien alguna vez quemó un ser humano, sabe de lo que hablo. Requiere estómago quemar a alguien.
También era insoportable el otro olor. Los que andaban por la calle cagaban en el cordón de la vereda y se enjuagaban el culo con el agua estancada. Una cosa era que mearas en un cajero, contra un árbol, un farol, un volquete, y otra que desparramaras tus soretes como un perro. Cagar, pensaba yo, era un acto íntimo, que demandaba cierto pudor. Me acordé de un dicho criollo, ahora comprendí el sentido: Larga más humo que sorete en invierno.
El cielo estaba mugriento por el humo. Vi pasar un avión a chorro. Me quedé mirándolo perderse entre las nubes. Me hubiera gustado ser piloto, tirar bombas, destruir ciudades. Pero el mal me había ganado de mano. Las calles estaban desiertas. Cada tanto me cruzaba con alguna madre llorosa que arrastraba sus críos escapando a alguna parte, como si hubiera salvación. En los portales me cruzaba con pobres minas abrazadas a sus proles. Los fulanos que encontraba en mi camino, solitarios, torvos, se apartaban al verme. Todos temblorosos, abrigados con capas de prendas superpuestas. Preferían respirar el aire que te cortaba la jeta antes que morir adentro, pero el bajo cero los empujaba a los zaguanes arracimándolos. Nadie sabía cómo iba a ser la vida después. Tampoco si habría un después.
Me senté a ver la nieve en el umbral de una escuela. Había pibes muertos. Pensé en el espástico. No me hacía bien acordarme del espástico. Pasó una mujer encorvada arrastrando una prole que pronto se sumaría a la gran masa de pendejos desamparados. Pasó un carcamán de smocking haciendo malabares con un bastón. Pasó un organillero con un oso. Pasó un cana tirándole a un ratero. Pasó una ramera borracha que, desde la vereda, me sopló un beso. Pasó un ejecutivo hablando solo. Pasó una jorobada con ojos de poseída, me preguntó si sabía de un locutorio. Pasó una banda de purretes con aspecto de enemigos públicos cargando unas compus. Pasó un carrier del ejército como un rinoceronte despistado. Pasó un grupo de monjas rezando. Pasó un número indeterminado de seres erráticos cuyos rostros transmitían entre pena y repugnancia. Seguí andando bajo la nieve.
En una plaza vi un camión tanque del ejército repartiendo un guiso pestilente. Los fusiles apuntaban la fila interminable de hambrientos emponchados que pugnaban por abalanzarse. Pude oler ese plato de lata que, antes de ser entregado, era bendecido por un cura pálido y rechoncho. Cuando le tocaba el turno a los chicos no perdía la oportunidad de hacerse el bueno acariciándoles el pelo y la cara. Se le notaba que de haber tenido la chance les hubiera hecho otra cosa. Unos jabalíes atraídos por la baranda del morfi surgieron detrás de unos arbustos. Los soldados afirmaron sus armas, los ametrallaron. Después los trajeron a una tienda que hacía de cocina. En la nieve quedó un rastro rojo.
Algunos de los seres que me iba encontrado me estudiaban como si fueran un peligro. Y otros con expresión amenazante me miraban calculando qué podrían sacarme. Pero se quedaban en el molde. Era evidente por mi aspecto que yo era un pobre diablo. Tal vez pensaban que era un infectado más que se había largado a la calle ilusionándose con el aire puro, el suspiro de una brisa que limpiara el tufo de la habitación de moribundo. A los que no les daba lástima les imprimía desconfianza. Quien más, quien menos, todo el mundo desconfiaba de todo el mundo. Y si pasaba un auto, rugía a toda máquina. Una ambulancia milica me pasó raspando.
El panorama no era esperanzador. Se había interrumpido la electricidad en las zonas más populosas. Y donde la había, los ricos ya no la precisaban: aquellos que no se habían rajado, habían estirado la pata. Escaseaba el agua, la roña era en las almas y en los cuerpos. Hospitales colapsados, moribundos en sus escalinatas. Los suicidas se tiraban por un balcón, se colgaban de un semáforo, se mandaban bajo un troley. No hacía falta preguntarse por qué. Tampoco importaba demasiado. Los manicomios habían abierto las jaulas y los extraviados hacían de las suyas por ahí hasta que el mal los tacleaba. El transporte era casi inexistente. Internet, lo mismo. Y de tener wi fi, para qué. Si buscabas comunicarte con alguien seguro ya había sido. El dinero carecía de valor. Convenía más tener un fierro que una billetera abultada. Los almacenes que no había sido saqueados se habían acorazado. Chinos armados, mostradores barricadas. Ahora las calles eran de todos y de nadie, tenías libertad para lo que se te cantara y cualquiera podía, por joder nomás, pegarte un tiro. Pronto iba anochecer y tenía que encontrar un lugar donde guardarme. El frío me tiritaba, el ragú me consumía. Y unas ganas insufribles de comer chocolate.
Debía ser medianoche. Llegué a la terminal de tranvías. Habían vuelto a funcionar. En la luz de los faroles amarillentos una fila interminable de carros tirados por matungos formaban una hilera larga. Una tropa de negros funambulescos trasladaba los muertos desde los carros a unos tranvías enganchados. Esos eran los negros suertudos que habían salvado el cuero en la guerra. Parecían fantasmas. Y no sólo por la luz escasa de los faroles. Es que no habían sobrevivido muchos a la guerra de la selva. Y los pocos que podían contarla no tenían ganas de hablar. No sólo nadie iba a escucharlos. Tampoco nadie reparaba en ellos cuando vagabundeaban por las calles revolviendo los tachos.
Me acerqué a un milico de bigotazo que parecía ser el que mandaba. Tenía una pistola en la cintura y daba órdenes con un parlante de mano. Si era fuerte, dijo, podía subirme al tren. Tenía que ser fuerte y astuto. Si uno era piola podía ganar lo suyo. No comprendí muy bien de qué me hablaba. Yo debía darle lástima. Cabeceó hacia un comedor de campaña. Andá por una sopa y después vení, me dijo. Dos milicos custodiaban. Si te subís, podés hacerte con algo de oro y plata. Le pregunté cómo era eso. Un laburo para despabilados, dijo. Para laburar aquí hacen falta dos cosas, ambición y pelotas. Y cabeceó hacia tres negros que bajaban un cadáver paquidérmico de un carro, lo arrastraban por el adoquinado y, con dificultad, puteándose, procuraban subirlo a un tranvía. Pero más hacen falta pelotas, recalcó. El trabajo consistía en subirse a esos tranvías y acompañar los muertos hasta las chacras de las afueras, donde se los enterraba en pozos comunes. Me entregó una porra. Debía impedir que los ladrones se treparan. Había chorros que se colaban en los tranvías y revisaban los muertos a ver qué podían sacarles. Mentira que con este bajo cero los chorros se quedaban en casa. Me guiñó un ojo: Un diente de oro vale lo suyo, dijo.
Sin contar al motorman, un polaco fornido y callado, seríamos cuatro el personal de a bordo. Uno era un viejo pelado y flaco, encorvado, con un gabán roñoso y descosido, unos botines sin cordones. Al abrir la boca, más valía que no te le acercaras si no querías ahogarte con su aliento a cloaca. El otro, un pibe greñudo con rasgos batracios que protegía bajo la visera de una gorra que lo hacía más cabezón de lo que era. La mirada aviesa, dos ranuras, decía que no era de confiar. Había que verle las uñas largas y negras. Llevaba una campera con remiendos y, sujetos con una soga, unos bermudas demasiado anchos que terminaban en las rodillas protuberantes, las piernas huesudas. Calzaba unas alpargatas deshilachadas. La formación se completaba con tres tranvías. Cuando los tres acoplados estuvieron llenos, me envió al tranvía delantero. Mantené los ojos bien abiertos, me dijo. Atenti con los sabandijas que se encaraman al pescante cuando el tren baja velocidad. El milico sopló un silbato y con un chirrido estruendoso de fierros arrancó el convoy contra el viento nevado.
En cada vagón unas pocas lamparitas irradiaban luz escasa. Había cadáveres en los asientos y en el piso. Para caminar por el vagón había que pasar por encima de los cuerpos, cuya variedad era sorprendente. Lo único que tenían en común viejos, hombres, mujeres y chicos, era la palidez y el olor que despedían, un olor frío y espeso que repugnaba. Apenas estuve a bordo empecé a subir las ventanillas. Pero el viento de la noche que empezaba a soplar no era más saludable. No me quedaba otra que cagarme de frío y prestar atención a que ningún atorrante me tomara por sorpresa. La ciudad sombría y deshabitada se desplazaba por las ventanillas. Como había visto antes, sombras de solitarios yirando sin rumbo, sonámbulos. Vi los últimos saqueadores de un mall en llamas. Autos policiales deambulando al acecho. Unos carriers del ejército encolumnados. Después unas cuadras dormidas. En los edificios unas contadas ventanas encendidas. Los automóviles estacionados en cualquier parte, muchos con los conductores doblados sobre el volante y los pasajeros volteados contra las puertas. Un troley empató la marcha con el tranvía. Pude apreciar que iba casi vacío. Y en la luz débil de su interior unos contados pasajeros. Un pibito que viajaba con su madre me saludó con la mano. La madre, los ojos cerrados, parecía dormida, pero seguro que había palmado. Le devolví el saludo. Me acordé del espástico. Pero la corté. Más lucrativo, me puse manos a la obra. Enfrenté la tripulación fúnebre con una mirada radiográfica.
Los cadáveres acostados en los asientos y en el piso, en el pasillo y también algunos en la cabina y en el compartimento trasero. No había espacio que no hubiera sido utilizado para cargar cuantos cuerpos se pudiera. Aún rígidos, los cuerpos habían sido adecuados para el viaje. Y si en algún recodo del camino el balanceo los desacomodaba y alguno podía caerse de su lugar, tenía que ingeniármelas para volverlo a poner como fuera sin importarme si un hueso crujía. Lo que más me reventaba no era manipular miembros y retorcer huesos. Más me impresionaba el hedor que despedía el vagón. Quizás no todos los cuerpos segregaban una fetidez, me di cuenta. Pero el olor, reparé, era en esta circunstancia más una percepción mental que física. Sí podía asegurar que esa marea no era tibia sino fría, más bien glacial y era esa la temperatura polar de los apestados, que imprimía en el alma un vacío que se parecía a la náusea. No obstante, superé estas reticencias y me dediqué a inspeccionar. Me detenía en aquellos cuya indumentaria había sido elegante, en las mujeres que conservaban, aún arrugado, un estilo chic. Encontré anillos, collares, pulseras, relojes, gemelos. Debía ser cauteloso. Los brillos engatusaban. Era necesario discriminar qué era oro y qué plata de los enchapados y falsificaciones. Y yo no contaba con experiencia para calibrar las autenticidades.
Al ver una mina hermosa a pesar de su estado, me detuve. No debía haber pasado los cuarenta. Era rubia, alta, distinguida y llevaba un camisón de seda oscura. Yacía en el piso, con los brazos y las piernas doblados a un lado. Había estado fuerte la desgraciada. Debió haber chiflado a muchos, me dije. Así, con los ojos cerrados, parecía dormitar después de un arrebato pasional. Y esa sonrisa entre sensual y pérfida que tenía. Manos más astutas y rápidas que las mías ya la habían indagado desprendiéndole toda alhaja. Con pulso tímido empecé a hurgar en la dama, a explorar sus formas, pliegues y orificios. La profanación me calentaba.
Me acordé entonces de lo que me había insinuado el jefe antes de la partida. Entreabrí la boca de la fulana. Me costó separar los maxilares de una dentadura que pudo ser perfecta. En el maxilar superior, un destello ambarino. El jefe sabía de qué hablaba al apiolarme que un atorrante desalmado no vacilaría en extraer una pieza valiosa. Cómo me las podía ingeniar para liberar esa muela. Empecé a forcejearla. No era fácil el tironeo. El movimiento del convoy entorpecía la extracción. Estaba por lograrlo cuando aminoramos la velocidad en una curva. Esta era una de las situaciones en las que, se suponía, debía estar más atento a una intrusión. Y yo, un poco por curiosidad y otro tanto por codicia, me había concentrado en la muela sin advertir que una sombra se había trepado al tranvía en mi descuido, se había colgado del pescante y ahora avanzaba hacia mí. Ni tiempo le di al skin. Sin vacilar, con el coraje que inyecta el miedo, le descargué unos porrazos en el cuello, la cabeza y, cuando se agachó, en la nuca. No me había fijado mucho de qué clase de granuja se trataba. En la luz amarillenta del tranvía entreví que el skin era una piba, me llevaría unos años. Por la pinta, hasta hacía nada, tal vez una piba de buena familia, pero ahora, como tantos, venía en la pendiente. Le revisé los bolsillos. Guardaba caramelos. Los golpes despacharon la infeliz a mejor vida. Nadie notaría su procedencia si la ubicaba entre los demás pasajeros.