Todos tenemos nuestros refugios. Esos lugares a los cuales volver cuando hace frío. El mío era el Banfield Teatro Ensamble (BTE). No porque fuera seguido ni mucho menos (de hecho hacía más de una pandemia que no iba). Más bien porque es uno de los primeros lugares que se me vienen a la mente cuando hago aquel ejercicio de pensar donde fui feliz.
El cierre de un teatro es más que el fin del sueño de un grupo de artistas y su fuente de trabajo. Ni que hablar cuando es uno de barrio, una usina de territorialidad que se vuelve parte del mapa de lo cotidiano. El cierre de un teatro se lleva consigo historias, las de quienes lo hacen, pero también las de quienes lo habitan, que en definitiva también lo hacen porque están ahí. El cierre de un teatro se lleva una época. Se lleva una comunidad.
El fin de semana cerró el espacio de creación donde quienes somos del sur del conurbano nos reímos y lloramos hasta que salía el sol. Una referencia ineludible para quienes gusten de los ambientes artísticos y de buena vibra y cruzaron el Riachuelo alguna vez. Y aquel que para quien escribe estas líneas significa un mundo: la escuela de circo, las clases de actuación, los café concert. El lugar del primer e inolvidable amor, el de los amigos del alma, el de la familia por elección.
La pandemia es feroz porque nos separa. Porque cierra muros y derriba otros, algunos con años de construcción. Para este 2021 un deseo: que nos volvamos a ver, BTE. Y que seas eterno, porque a veces hace frío y no tenemos donde volver.