Un niño se aleja de los padres y se acerca a un portón de La Bombonera para tratar de espiar por una rendija muy estrecha. Faltan tres horas para el Superclásico, pero esa no es una explicación lógica para la ilusión: algo se tiene que poder ver. El partido se juega a puertas cerradas por la pandemia y los hinchas buscan la forma de estar presente en los alrededores. Es que Boca y River llevan más de un año sin enfrentarse y la Copa Diego Armando Maradona no hace más que romper esa sequía. Una sequía que hizo extrañar al rival de toda la vida.
En los molinetes de la entrada que tiene el estadio sobre Brandsen 805, el santuario del Diego sigue en pie: "Jurame por Dalma y Gianina que es mentira", dice una bandera que sigue sin poder creer la peor noticia deportiva del año que se fue. Este también será el primer Superclásico sin el astro y su palco estará doblemente vacío.
El sol se pone mientras un helicóptero sobrevuela el estacionamiento para anunciar la llegada de los planteles. El director técnico Miguel Ángel Russo es el primero en entrar al estadio, después lo hace Carlos Tevez y detrás el resto de sus compañeros: Todos tienen su tapabocas y extienden el brazo para el control de la temperatura. El protocolo está más presente que nunca y los saludos se hacen con un choque de puño. No hay vallas porque no hay socios cerca y entonces tampoco hay gritos.
Acostumbrados, los choferes de los micros de River intentan estacionar lo más cerca posible del modesto techito que ‘protege’ al visitante de lo que pueda caer desde las tribunas que dan a Casa Amarilla. Alguna vez tiraron plumas, otras maíz, pero esta vez no cae nada. Apenas corre una brisa y el único caos es generado por los efectivos motorizados. Marcelo Gallardo aparece entre sus dirigidos y nada ensucia su traje negro. Le toman la temperatura y segundos después se escucha un “Feliz año, Muñeco”, desde un costado. El entrenador responde con un choque de puños: “Muchas gracias”. Tal vez se trate de la bienvenida más cordial que registró River en La Bombonera, aunque seguramente también sea la de menor clima. Efectos secundarios de la Covid-19.
¿Será que River hará la entrada en calor en el campo? “No puedo dar esa información”, responde un empleado del Millonario. Confirmado, el hermetismo extremo del equipo de Núñez no es un mito. Minutos después, el plantel completo salta al césped. No hay chiflidos ni chicanas multitudinarias, nada cambia en el interior del estadio. Una playlist de rock and roll suena de fondo y bajo el solo de una guitarra eléctrica, el arquero Esteban Andrada ensaya remates esquinados. A la hora de volver a los vestuarios, Nacho Fernández es uno de los últimos en dejar el campo: camina con tranquilidad, mira las tribunas casi al detalle y abre un agua mineral. Algo parece llamarle la atención en su registro de visitas a La Bombonera.
Sin papelitos que saluden al dueño de casa ni una manga que resguarde a los rivales, la salida de los equipos pasó sin pena ni gloria. Mientras tanto, empezó a predominar de fondo un sonido ambiente con un murmullo de multitud que, segundos antes del pitazo inicial de Fernando Rapallini, se transformó en las clásicas trompetas de la popular. Una especie de folclore ficcionado en tiempo real, una herramienta que el fútbol aplica a nivel mundial en tiempos de estadios vacíos.
El aliento se hizo presente en el Boca-River con una suerte de virtualidad, pero también de manera física. "Aguante Boca", "Bostero soy", "Siempre estaré a tu lado Boca Juniors querido". Los trapos bañan los palcos y también aparecen extendidos en el resto de las populares y plateas. Parecieran querer ocupar el espacio en representación de ese hincha ausente. Predominan los nombres de localidades (Budge, por sólo citar una de las que siempre están) y rostros de Maradona pintados en azul y oro junto a alguna leyenda. "Gracias Diego por todo tu fútbol", dice un trapo.
En algunos baches del ambiente se puede escuchar el sonido original del partido, la fricción y el fuego cruzado de reproches e indicaciones. Wanchope Ábila abre el marcador y el camarógrafo de la televisión le pega un chistido para que celebre mirándolo a él. Su pedido no tiene éxito.
Es la primera vez que el Superclásico se juega sin el acrílico que da hacia la platea lateral: Ábila y Andrada se van al descanso y se los escucha corregir con énfasis algunos movimientos mientras bajan las escaleras del túnel local. A centímetros, plateas vacías: el clásico cara a cara con el aliento del hincha tampoco está ahí.
Nunca hubo tan pocas personas en un Superclásico oficial. Una suerte de avant premiere en la que, por fuera de los planteles, sólo ingresaron personas acreditadas o con funciones específicas en la organización del evento. Federico Girotti gritó el empate de frente a una soledad imponente en una de las esquinas de la cancha y, minutos después, Rafael Santos Borre eligió el lateral opuesto para entregar las mejores postales del 2-1 al fotógrafo oficial de River. En momentos en los que el aliento local sería el protagonista, las voces y gritos del visitante se escucharon con nitidez.
Órdenes, insultos, reproches entre propios compañeros. Conflictos normales y frecuentes en el fútbol, pero que quedaron expuestos ante la ausencia del grito ensordecedor de La Bombonera. La escalada de tensión se pudo palpar en el desenlace del Superclásico con tarjetas rojas y patadas al límite que seguramente habrían originado esas cortinas de decibeles bajando desde las tribunas. Sebastián Villa anotó el empate del Xeneize, pero al contexto de su gol le faltó la avalancha en la parte baja de la popular que da al Riachuelo.
Si La Bombonera latió en algún momento del último sábado, fue gracias al ímpetu de los futbolistas que buscaron reflejar la esencia de un Boca-River. Amén de eso, el clima externo que le da identidad al Superclásico no estuvo. “Podrán imitarnos, pero igualarnos jamás”, reza una bandera histórica y tal vez sea el mensaje que represente al hincha del fútbol en general en tiempos de pandemia.