En la plaza verde una carpa llevaba su nombre. Alieda era una mujer de fe, creía en un dios diosa, en la complementariedad y en una Teología Feminista que explicaba el desafío eterno de las mujeres con el cuento de la manzana mordida por Eva: “Esto es una boludez, ¿qué es esto que nos regalan un jardín y no puedo comer esta manzana? ¡Dejémonos de joder!” ¿Y el hombre? El hombre mira y dice: `fue ella´.”
Antes y después del cuento Alieda, la primera mujer ordenada pastora de la Iglesia Evangélica Metodista Argentina en 1967, decía que era feminista porque ser feminista era “ayudar a las mujeres y a los varones a eliminar los prejuicios ancestrales impuestos por las religiones”. En la plaza verde quienes la nombraron pionera recordaron que fue una de las fundadoras del Encuentro Nacional de Mujeres y que en el III Encuentro (Mendoza, 1988), organizó un taller sobre aborto junto a Dora Coledesky y Mabel Gabarra. En la plaza verde, su apellido flotó cerca de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, a las que se unió en los años amenazantes mientras daba asilo político como podía y organizaba talleres de teología de género en barrios.
En la plaza verde decir Alieda fue compartir nombre con cualquier mujer que en vigilia esperó que quienes pueden pagar un aborto seguro terminaran de una vez con el clandestino. “¿Qué poder ideológico se mueve detrás de la rotunda negativa para legalizar el aborto? ¿Y quiénes son los que legislan sobre la salud y el cuerpo de las mujeres?” preguntaba la pastora en los ochenta después de atravesar los años de dictadura en la trinchera mendocina que fundó el MEDH –Movimiento Ecuménico de Derechos Humanos– frente a una iglesia que legitimaba a la dictadura.
Nació un cinco de enero en Utrech, Holanda, (“soy de la época de la segunda Guerra Mundial, época de pobreza y privaciones”), tuvo once hermanos y supo desde siempre que había que encontrar un escondite, un bunker. A los tres años, mientras su mamá le presentaba a sus hermanitas mellizas recién nacidas, vio caer un avión en llamas. La guerra está ahí, al lado de la cuna. Llegó a la Argentina en 1961, después de vivir un tiempo en Inglaterra trabajando de mucama (su papá decía que había que aprender inglés para salir al mundo), invitada por unos amigos argentinos que había conocido en 1951 en la puerta de su casa. La historia de esa amistad es una escena literaria que merece mejor tiempo, pero ahora, y como resumen, contamos que ella estaba jugando al fútbol con sus hermanos (como las mujeres no debían correr siempre la mandaban al arco) cuando se sumaron tres chicos a la cancha, hijos de los ingenieros que Perón había mandado a Holanda para trabajar en la construcción de trenes.
Con los nuevos delanteros llegó la patria peronista, el 25 de mayo, las empanadas, Eva y La razón de mi vida, el libro con que Alieda aprendió a hablar español. En la plaza verde las historias sobre Alieda cubrieron las horas de espera, aparecieron los relatos de amistad y amor con Mauricio López y Lynn Fischer, una relación que nació cuando fue becada para estudiar teología en los Estados Unidos: “soy criada en un ámbito religioso bastante conservador (…) desperté a la realidad sexual mía en la década del sesenta”, El Diario de las Chicas (1986) y los libros que prestaba en su casa siempre abierta entre cerezos por los que paseaban su perra Gaucha y su gata Wendolina.