En “París, capital del siglo xix”, Walter Benjamin explicó que cada época sueña la siguiente, y que esos sueños están hechos con retazos de una protohistoria -una sociedad sin división de clases- que adquieren la forma de la utopía. Lo nuevo se entremezcla con lo remoto, con huellas de miles de vidas y configuraciones del pasado. En Diario pinchado -una novela breve, pero también un cuaderno de notas, una carta abierta, una colección de fragmentos de prosa poética, una cartografía de la pérdida- Berlín aparece como “capital del siglo xxi”. Esto -como en Benjamin- no es de ningún modo un elogio hacia la ciudad. Antes bien, es una crítica estético-política. No hay una romantización del viaje ni de la ciudad; mucho menos del amor. Pero sí hay una búsqueda en las fuentes del romanticismo alemán (que Benjamin estudió en detalle y Halfon también). Porque el romanticismo alemán -si seguimos pensando en la misma línea- es la época que nos soñó a nosotros que, a la vez, estamos soñando el futuro. ¿Y cómo nos soñó el romanticismo? Con una estaca en el corazón. Destruidos por la poesía. Presas de un amor que no hace otra cosa que separarnos cada día un poco más, como a Berlín, dividida durante treinta años por un muro electrificado de cuarenta y cinco kilómetros.
Halfon (autora de otro libro imprescindible: El trabajo de los ojos, 2018) encuentra en la forma breve una poderosa construcción dramática que nunca abandona los bordes del ensayo. Las “entradas” del Diario son apenas unas líneas, pero nos llevan a obras visuales, piezas teatrales, libros sobre libros, galerías: “Los museos son como novelas. Y como en las novelas, hay al menos dos conflictos”. En la novela, en el museo, no estamos perdidos, pero sí obligados a orientarnos, a seguir un camino, un hilo conductor, aun sabiendo que siempre hay otra manera de leerla, de recorrerlo. Las anotaciones estéticas, la filosofía del arte en Halfon, proponen lecturas y hasta escrituras. Cuando se lee el Diario pinchado se tiene la necesidad de escribir, de seguir escribiendo, además de seguir leyendo. Es una máquina de pensar la escritura metida en un relato detallado de la indiferencia que ejerce un novio poeta “becado” en Berlín. Aquí la pareja funciona al modo del “miembro fantasma” del que escribió Merleau-Ponty en su Fenomenología de la percepción. El otro -en realidad- no está ahí donde sin embargo siento o percibo que está. El otro es como una pierna o un brazo amputado en el que, a pesar de ya no ser parte de nosotros, sentimos claramente una caricia, una picazón o un pinchazo. Si el otro es como un fantasma que me constituye, es también el cadáver de sí, un desdoblamiento de la mismidad: “Sueño que estoy en mi cama de Buenos Aires, al lado también estoy yo, pero muerta”. Por eso hay que abandonar al muerto para internarse en las sendas perdidas o caminos de bosque, donde los recorridos son siempre nuevos y la belleza suspende la necesidad de la palabra. Es lo que hará con su amiga Franziska, una carpintera que conoció diez años atrás en Córdoba.
Al revés que el paseante baudelaireano que llamó la atención de Benjamin por su talento para perderse en medio de la multitud y la ciudad que se recorre como quien observa un panorama, la caminante de Halfon en Berlín combate la desorientación en la que vive para transformarse en una deconstructora de la orientación como tal. Tener un norte, una dirección, un sentido, un rumbo, estar alineada, ajustada, navegar, localizarse, hacer un sondeo, asesorarse, consultar, deliberar, trazar líneas, regiones, rasgos, estimar distancias, lejanías y cercanías. Todo eso es orientarse para la narradora de Halfon, que tiene más de un mapa pero prefiere una brújula y es capaz de estar cuatro horas sola en una obra de Ibsen hablada en alemán aunque no entienda una sola palabra. Entiende otra cosa: que todo se divide en dos. Que los que gritan siempre parecen soldados. Y observa la puesta en escena con una atención que la deja extenuada, al borde del colapso: “orientarse es para mí poder ir a lo desconocido y poder volver después”. Es lo que hace con la obra de Ibsen. Va y vuelve. También lo hace en el bosque de Grunewald. Lo hace consigo misma. Aunque no sabe exactamente qué hace en Berlín a setenta años de la capitulación de Alemania con un becario que solo es capaz de desearla cuando otro poeta latinoamericano -con una beca más importante y consagratoria- le hace un comentario sobre ella. La guerra y las becas son el único motivo por el que se conocen diarios escritos en Berlín. La beca es la continuación de la guerra por otros medios: “Tantos escritores juntos y a la vez tan poco para decir. Supongo que si están acá es porque son buenos poetas, de los mejores, o los que mejor representan a su país, pero no estoy muy segura de eso. ¿Qué son los poemas que escriben los latinoamericanos residentes en Berlín? ¿Son poemas latinoamericanos? ¿Son poemas escritos por esta ciudad o por la ciudad de la que vienen? ¿Hay algo que sea la poesía de un continente? ¿Y de un país? ¿Y de una ciudad? ¿Para quién son las palabras que escribo en este cuaderno? ¿Siempre se escribe para alguien? ¿Toda literatura es epistolar?”, se pregunta tras una velada en la que varios de los poetas becados se reúnen para leer sus textos como en un concierto. La narradora de Halfon nota que “eran versos importantes, escritos con palabras nobles, como forjadas en bronce. Como si para impresionar a los locales hubiera que decir cosas de peso”. El bronce aparece también en una plaza: es un monumento a Bertolt Brecht, sentado en una silla con las manos en la entrepierna: “¿Por qué lo habrán hecho así? ¿Sería la posición que adoptaba para dirigir? ¿Hay que sospechar también de él? ¿Sospechar de quien ante todo ejerció la sospecha? ¿Por qué lo representa una estatua de bronce? ¿Por qué está sentado habiendo tanto por hacer?”, se pregunta Halfon. Luego redime al gran dramaturgo citando un poema genial cuyo último verso dice, precisamente, “tantas preguntas”.
Una brújula y dos postales de Walter Benjamin son las reliquias que guarda en la valija, que es también un lugar para apoyar la cabeza y seguir soñando. En ningún momento del Diario pinchado deja de sorprender que el texto se dirija en forma directa a una segunda persona, a un “vos” que es el poeta indiferente, una figura sin nombre propio, ahogado en un individualismo esteticista y extremo que Halfon desmantela como a una máquina obsoleta.