“El mundo es hermoso. Solo hay una cosa mala: nosotros”. La frase del escritor, dramaturgo y médico ruso Antón Chéjov tiene el estilo y tono chejoviano que mezcla la melancolía serena, el humor irónico y la decepción pasteurizada. En La vida de Chéjov, extraordinaria biografía de Irène Némirovsky traducida por Salomé Landívar y publicada en editorial Mil Botellas, la escritora que fue deportada y murió de tifus en Auschwitz logra que el lector perciba la vida interior del “Maupassant ruso” en las últimas décadas de la Rusia de los zares. Pero también cuestiona algunas interpretaciones políticas, cuando advierte que gracias a la novela La sala número seis “la URSS lo reivindica como suyo y afirma que, de haber vivido, Chéjov habría pertenecido al partido marxista”. Némirovsky, mordaz en sus reflexiones, agrega: “La gloria póstuma trae sus sorpresas”.

Némirovsky, que nació en Kiev (territorio del Imperio Ruso) en 1903, un año antes de la muerte de Chéjov, no propone una biografía “neutral”. Cuando en 1917 triunfó la revolución de octubre, su familia emprendió el éxodo y se instaló en Francia. Como leía y hablaba francés desde niña, la joven Irène pronto adoptó la lengua de su nuevo país para escribir. La biógrafa -que admira hasta la devoción a su biografiado- leyó no sólo la obra dramática y los cuentos, sino que hurgó en la correspondencia del autor de El jardín de los cerezos, Tío Vania y Las tres hermanas, entre otras piezas teatrales. Aunque en la escuela secundaria de Taganrog, la ciudad construida sobre el mar de Azov donde nació Chéjov, los jóvenes “se metían en política”, la escritora destaca la peculiaridad del escritor ruso: “Había nacido incrédulo, independiente y burlón. Todos le indicaban el camino que debía seguir (…) él prefería encontrar su propio camino. Instintivamente, sentía aversión hacia las grandes palabras y hacia las verdades predicadas por un clan”.

El joven que llegó a Moscú a estudiar medicina con 19 años empezó a escribir. En 1880, en un pequeño diario humorístico, La libélula, apareció “Carta a un vecino erudito”, probablemente la primera obra literaria impresa de Chéjov. Escribir era tan fácil como respirar para ese joven médico que estaba metido en la medicina “hasta el cuello” y que le dedicaba a la literatura “mi tiempo libre, dos o tres horas por día, y un poco por la noche, es decir, un tiempo que solo sirve para trabajos cortos”. Némirovsky lo describe como si lo estuviera viendo, acaso incluso como si estuviera conversando con él mientras bosqueja el retrato: “Un rostro delgado, bello, con las mejillas hundidas, pelo espeso, una sombra de barba apenas incipiente, el pliegue de la boca serio y dolorido, una mirada extraordinaria, penetrante, tierna y profunda a la vez, con un aspecto modesto, de muchacha (algunos años más tarde, Tolstói diría de Chéjov: ‘camina como una señorita’)”.

Némirovsky escribió la biografía cuando ya había formado su propia familia en Francia con el banquero Michel Epstein, con quien tuvo a sus dos hijas: Denise (1929) y Élisabeth (1937), y había publicado las novelas David Golder (1929) y El baile (1930). En una actitud de antisemitismo explícito, el gobierno francés rechazó el pedido de nacionalización de la escritora por su condición de judía. Aunque se convirtieron al catolicismo, Epstein no pudo trabajar más por las leyes promulgadas por el gobierno colaboracionista de Vichy en 1940. Mientras la pareja llevaba la estrella amarilla, Irène escribía pero no podía publicar. El 13 de julio fue arrestada e internada en el campo de Pithiviers y después deportada a Auschwitz, donde murió de tifus el 17 de agosto de 1942. Epstein también fue deportado a Auschwitz y fue asesinado en la cámara de gas el 6 de noviembre de 1942. Denise y Élisabeth, que sobrevivieron porque vivieron escondidas, ayudadas por amigos de la familia, tenían varios escritos de su madre en una valija, entre los que estaban la biografía de Chéjov, que se publicó póstumamente en 1946 por primera vez; y la novela inconclusa Suite francesa, que recién fue editada en 2004 y cuya salida volvió a poner en el mapa literario a una escritora hasta entonces olvidada.

La biografía, en manos de Némirovsky, desemboca en pequeños ensayos literarios donde pone al autor ruso en relación con otros escritores. “Los críticos rusos, cuando querían complacer a Chéjov, comparaban sus cuentos con los de Maupassant. Maupassant es un artista maravilloso, injustamente desprestigiado hoy, pero hay que reconocer que sus relatos, demasiado a menudo, parecen mecanismos impecables, mientras que los cuentos de Chéjov son seres vivos, con sus defectos y sus virtudes de seres vivos: la imperfección humana y la misteriosa vibración de la vida”. Su pasión como escritora y lectora despliega una constelación de lecturas y afinidades; incita no solo a la lectura del propio biografiado. “Katherine Mansfield, a quien siempre hay que volver cuando se habla de Chéjov, ya es que es su heredera espiritual, creía firmemente, al final de su vida, que el escritor, al perfeccionarse, al elevarse moralmente, perfecciona y eleva su arte. Chéjov nunca enseñó nada parecido, pero toda su vida ilustra esta verdad”.

Némirovsky parece haber vivido en la Rusia de fines de siglo XIX; escribió la biografía como si hubiera asistido a los momentos más importantes de esa vida breve -tan breve como la de ella, que moriría a los 39 años-: los fracasos en el teatro y las críticas lapidarias que recibió, cuando se referían a La gaviota como “un fenómeno para una galería de monstruos”; la fragilidad de su salud a partir de que contrajo tuberculosis; los encuentros y desencuentros con la actriz Olga Knipper, la mujer que lo acompañó en el momento de su muerte, el 15 de julio de 1904, en Bandenweiler, en la Selva Negra alemana. “Una mariposa nocturna, enorme y negra, entró en la habitación en ese instante. Volaba de una pared a otra, se lanzaba sobre las lámparas encendidas, caía dolorosamente, con las alas quemadas, y retomaba su vuelo ciego y fatal –narra Némirovsky en tono chejoviano, como si fuera la mejor discípula del maestro ruso-. Luego, encontró la ventana abierta hacia la cálida y oscura noche y despareció. Chéjov, entretanto, había dejado de hablar, de respirar, de vivir”.