Un viejo blusero. Así se describe Tricky, y no suena fuera de lugar viniendo de alguien que supo hacer arte de sus tormentos a lo largo de toda su vida. Una vida que incluso en un breve repaso resuena como varias, desde el chico que a los cuatro años asistió al funeral de su madre y fue criado por su abuela en el barrio más pesado de Bristol al que salía a pasear con vestidos floreados, el que fue dos meses a la cárcel y se aburrió tanto que decidió nunca volver, el que partió a Londres, vivió en casas tomadas, comió frutas y verduras que juntaba del suelo en ferias, grabó un disco, odió la fama, fue anticomercial, comercial, novio de Björk, adorado por Bowie, dejó a Madonna esperándolo en el lobby de un hotel por quedarse durmiendo la siesta, mandó a decir a Prince que declinaba su invitación a grabar porque estaba resfriado, probó suerte como actor pero también se aburrió y entre todo eso grabó más discos, aprendió boxeo, practicó tiro, fue instructor de Tai Chi en un centro para ancianos, vivió en Nueva York, Los Ángeles, París, Berlín, quedó en bancarrota, siguió siendo siempre aquel chico de Bristol y cada nuevo disco suyo fue una incógnita, un nunca saber qué Tricky podía aparecer. Pero en mayo de 2019, mientras grababa su decimocuarto disco y editaba junto al periodista británico Andrew Perry las últimas líneas de su fantástica autobiografía Hell’s Around the Corner, publicada en octubre de ese año, la tragedia volvió a golpearlo con el suicidio de su hija Mazy a los veinticuatro años de edad. “Qué puto juego. Odio este puto juego”, arrastra su voz al borde de quebrarse en “Hate this Game”, el quinto tema de Fall to Pieces, finalmente lanzado en septiembre del año pasado. Un disco celebrado como un regreso a su mejor forma en años a partir de treinta minutos de canciones breves y una instrumentación mínima, viñetas en trazos básicos con las que atravesó la tempestad exponiendo sus emociones como nunca antes: “Es el disco que me salió”, contó en una entrevista que dio recientemente a la radio KEXP de Seattle. “Mazy era una música fantástica y quise incluir algunas de sus canciones, pero no pude. No podía escuchar su voz, todavía ni siquiera puedo mirar una foto suya. Los temas son así porque así es como me sentía en cada uno de esos momentos, y no tenía la concentración como para que duraran más. No busqué el tipo de emoción que debía haber en cada canción ni cuánto debía durar cada una, fue más bien como alejarme de todo por un rato”.
Grabado a lo largo de tres meses en su departamento en Berlín, donde se instaló hace dos años (“Mi departamento está como cuando me mudé: una cama, una mesa, tres sillas y la ropa revuelta en las valijas”), el disco oscila entre ecos de paisajes desolados (“Chills Me to the Bone”, “Throws Me Around”, “Vietnam”) y contrapuntos con momentos de un sorprendente pop luminoso que asoma como gestos a los que aferrarse para continuar, algo presente en temas como “Running off”, “I’m in the Doorway” o “Fall Please”. “Es un disco que no se parece a ninguno de los anteriores”, contó en el comunicado de prensa que acompañó al lanzamiento. “Temas como ‘Fall Please’ son mi versión de la música pop, lo mas cerca que estuve alguna vez de hacer pop”. Tal como sucedió a lo largo de toda su obra, la participación femenina tiene un rol protagónico en Fall to Pieces, donde la voz principal está a cargo de la cantante Marta Złakowska, a quien Tricky conoció durante una gira hace un par de años cuando la descubrió cantando en un bar en Polonia. “Apenas puedo dormir/ me quedo mirando el vacío”, canta Marta en “Close Now”, segundo tema del disco, mientras la voz gastada de Tricky acompaña de fondo en un susurro alienado: “No dejes que esto te tire abajo”. “Cuando Marta se siente incómoda con algo en los shows no se pone en pose, se le nota enseguida”, cuenta Tricky. “Y cuando tenés una cantante así de auténtica sabés que va a funcionar. No está tratando de ser una estrella, ama cantar. Eso fue todo lo que necesité para saber que era la indicada para estas canciones”.
El tono confesional del disco mantiene una línea de continuidad con su autobiografía, cuyos primeros capítulos transcurren a la manera de una novela de aprendizaje junto a sus amigos en las calles de Knowle West, su barrio natal, donde se paseaba con una remera de Marc Bolan (“la primera y única remera de un músico que tuve en mi vida”) entre tíos matones que exigían dinero en bares a cambio de protección y con los que salía a cazar conejos para la cena, el profesor que le aconsejó que cuando buscara trabajo mintiera con respecto al lugar donde vivía, su abuelo jamaiquino, conocido como Tarzan the High Priest, que vendía comida en la calle mientras pasaba música desde su carrito y era toda una leyenda en el barrio, o su tía Sandy, que tiraba el Tarot y le auguró un futuro auspicioso como artista cuando todavía no había comenzado con la música. Y omnipresente a lo largo de todo el libro está la figura de Maxine, su madre, una poeta de carácter alegre y personalidad fuerte que sufría de ataques de epilepsia y se quitó la vida cuando su cuadro empeoró. Su padre, oriundo de Jamaica, se fue a vivir a otra ciudad luego de que los tíos de Tricky lo amenazaran acusándolo por la muerte de Maxine. “No lo culpo”, cuenta en el libro. “Cuando mis tíos decían que te iban a cortar el cuello cumplían con su palabra”.
Su relación con la música se dio a partir de un acercamiento natural en las calles, bailando breakdance primero para luego ser parte de esa incipiente movida de Bristol que conjugó la influencia de las comunidades jamaiquinas, la cultura hip hop y la experimentación post punk, una escena renovadora que años más tarde sería bautizada trip-hop y lo llevaría a conquistar los rankings británicos junto a otras bandas de la ciudad como Massive Attack y Portishead: “La música no tenía mucho lugar en mi familia. En casa había algún que otro disco pero no les prestaban atención. Contar con la música como estilo de vida fue mi propia pequeña conquista, un descubrimiento que se dio en la calle con amigos”, cuenta. Entre esos amigos se encontraba Robert “3D” Del Naja, un joven grafitero hoy reconocido como miembro de Massive Attack (y de quien más de una vez se dijo que podría ser la identidad oculta detrás del seudónimo Banksy). Junto a él y Grant “Daddy G” Marshall formaron un colectivo llamado The Wild Bunch, con integrantes que iban y venían entre presentaciones espontáneas en bares y en la calle donde rapeaban sobre las bases de uno o más DJs. Poco después 3D y Daddy G formaron Massive Attack y lo invitaron a participar del proyecto, pero la sociedad duró poco. “Tengo la mejor relación con 3D y G, pero venimos de mundos diferentes. La única vez que viajé a Londres con ellos fue para mezclar un tema. Yo era un chico, tenía apenas monedas en los bolsillos, ellos eran cinco o seis años más grandes. A la vuelta paramos en una estación de servicio y todos bajaron del micro para comprar algo para comer. Teníamos un micro hasta para ir a mezclar. Yo estaba muerto de hambre y le dije a G: ‘Prestame dos libras’, pero él no quería prestarme nada. Ese día entendí que ya no se trataba de amistad sino de negocios, de hacer una carrera en la música, y supe que no duraría mucho con ellos”.
Titulado con el nombre y apellido de su madre unidos en una sola palabra, el primer disco solista de Tricky, Maxinquaye, revolucionó la escena británica de mediados de los noventa. Grabado a partir de una máquina de samples que recién aprendía a usar –deformando y volviendo a deformar fragmentos, algunos de los cuales ni él recordaba de dónde los había sacado– y con la voz principal de Martina Topley-Bird, madre de Mazy, una joven que conoció cuando la encontró tarareando una melodía sentada en la vereda, el disco fue un milagro pop. Un pop inasible, hipnótico, espectral, tan perfecto y diferente a todo que terminaría siendo un estigma cuya sombra se extendería a lo largo de toda su carrera. Ahí comenzó su relación conflictiva con la fama: de un día para el otro vendió medio millón de discos, batió records de aparición en tapas de revistas y hasta Bowie le dedicó un artículo de dos páginas en la revista Q, una mezcla de carta surrealista y entrevista ficcional donde ambos charlan mientras caminan hacia arriba por las paredes de un edificio. La biografía desborda de anécdotas que ilustran la locura de aquellos años. Cuando Island, la discográfica que lo fichó, le insistió en que debía salir a tocar el disco en vivo, primero se negó y luego aceptó con la condición de que los sesionistas que lo acompañaran no fueran los típicos “jóvenes con onda” con los que suelen rodear a un solista. “Quería una banda de músicos viejos, en lo posible de setenta años”, cuenta en en el libro un ejecutivo de Island. “Nos volvía locos. No me olvido más de un show en el que preguntó a la audiencia ‘¿Quién viene a escuchar trip-hop?’, y tras la ovación de la gente dijo ‘Bueno, todos los que gritaron pueden volverse a su casa, acá no hay nada de esa mierda”.
Su relación incómoda con la fama y su negativa a jugar los juegos de la industria lo llevaron en los discos siguientes a explorar los lados más oscuros de su música en tanto se instaló en Los Ángeles y vivió de fiesta en fiesta “en el tipo de boliches donde tenés mafiosos en una mesa y a Britney Spears en la de al lado”. De pronto se había convertido en el hombre de moda, pero él despreciaba esa posición. “Una vez en un club viene alguien y me dice ‘Te busca Lenny’. ‘Qué Lenny, no conozco a ningún Lenny’. ‘Lenny Kravitz’. ‘Que venga él’, dije yo. Al final se acercó y me propuso grabar algo juntos, pero no le interesaba realmente lo que yo hacía, solo quería estar a la moda. Con Madonna sentí lo mismo: ella necesitaba a alguien que la ayudara a subir en los rankings, y yo solo podía ayudarla a salir de ahí. Y con Prince estaba resfriado en serio, pero se ve que lo tomó mal”.
Allí donde Massive Attack y Portishead construyeron su influyente carrera a partir de pasos cuidados (Massive Attack grabó solo cinco discos; Portishead tres), Tricky continuó editando discos a contramano de lo que se esperaba de él, siempre dejándose llevar por la inspiración del momento, componiendo temas muchas veces en minutos en el estudio. “Hoy escucho algunas cosas y pienso que no debería haberlas grabado”, cuenta en el libro, “pero tampoco me arrepiento, fue como se dio”. La última década lo encontró reconstruyendo su carrera tras la firma de un contrato donde cedió los derechos de sus primeros discos a cambio de un dinero que le permitiera cancelar las deudas por impuestos descuidados durante una década. “Salía a tocar y todo lo que ganaba se iba a pagar deudas, con los gastos de la gira volvía y tenía más deudas, quería dejar todo, ya si tenía que ir a vivir debajo de un puente me daba igual”. En este sentido fue esencial el apoyo de la discográfica alemana !K7, quienes le propusieron que creara su propio sello para asegurarse sus derechos y ellos se encargarían de la distribución. Así, ya instalado en París para alejarse de los excesos de Los Ángeles, llegaron False Idols (2013), Adrian Thaws (2014), Skilled Mechanics (2016) y Ununiform (2017), el álbum donde con sus problemas económicos resueltos se permitió encarar todo de manera diferente. “Ese disco marcó un cambio. Me sentía diferente, terminaba un tema y decía ‘Ok, dejémoslo reposar y luego lo volvemos a escuchar’, un lujo que por las presiones no había sentido en mucho tiempo”, contó en la entrevista. Y concluyó: “Una vez me dijeron que en cada disco sueno como alguien diferente, y puede ser que haya algo de eso. Fall to Pieces ya es el número catorce, y fue muy difícil grabarlo, pero poco a poco ya me voy sintiendo de vuelta en el juego. De alguna manera me siento como esos viejos bluseros que no dejaban de grabar aun cuando sus discos no fueran muy difundidos, pero si algo aprendí en todo este tiempo es que el éxito no trae la felicidad. Ahora no espero más que grabar mi próximo disco. Eso y ninguna otra cosa sería el éxito para mí”.