Hay un término que, con el paso de los años, se ha impuesto como una de esas categorías trascendentales, no porque estén más allá de este mundo, sino porque atraviesa todas las disciplinas y pasa a convertirse en un comodín que todo lo explica. Esa categoría (que no es otra cosa que una palabra que parece tener una naturaleza absolutamente ideal) es “cuerpo”. Todo es corporal. Toda ética es una ética del encuentro entre un cuerpo y otro. Toda escritura es el resultado de un cuerpo rozando a otro. Y no es que esas aproximaciones sean inválidas en sí. Es que resulta vano creer que con poner la palabra “cuerpo” es posible explicar cualquier fenómeno: “cuerpo” empieza a convertirse en una moneda gastada, con cada vez menos valor. Y, sin embargo, para ir a una de esas frases de Baruch Spinoza que pasaron de ser un atrevimiento intelectual a una consigna casi vacía de sentido, todavía no sabemos muy bien lo que puede un cuerpo. Gustavo Ferreyra es un escritor que, para pensarse, recurre al tan mentado término. “Creo haber hecho una literatura del cuerpo. Una literatura contra el alma”, asegura en el prólogo de la reedición de su primer libro de cuentos, El perdón, por la flamante y prometedora editorial Dualidad, a comienzos del 2020. Pero lo interesante de la frase no es tanto la primera parte como la segunda. Ferreyra no escribe “desde” el cuerpo, escribe “del” cuerpo, y “contra” el alma: las preposiciones son claves. Sus novelas no son textos gozosos que reivindican lo corporal como aquello negado por la historia, aquello que ahora tiene su revancha, sino que construyen, desde la lengua, una literatura que se enfrenta al alma, y cuyo resultado es ese mar embravecido, ambiguo e hipnótico que es su escritura.
El sol, su última novela, es precisamente eso. Una historia que nos presenta a un personaje de nombre Víctor, quien se encuentra internado en un hospital, víctima de un mal imposible de determinar pero que lo lleva a atravesar los estudios más incómodos y, también, a meterse con temas de un pasado que insiste, justamente, en su cuerpo: la infancia, la juventud, su reciente trabajo como playero en una estación de servicio, el paradero de su esposa, la cual no sabe si está viva o muerta, si lo abandonó o se encuentra imposibilitada de visitarlo. Y es que Víctor no es “Víctor”. Su verdadero nombre es Igor, un espía de un país que ya no existe y que está poderosamente interesado, o lo estaba, en conocer los sucesos de la guarnición militar Vincere, un espacio que le da identidad y forma al pueblo donde se encuentra. Un lugar, por otro lado, rodeado de desierto, de nada. Sin dar muchos nombres propios, cualquier lector entiende las referencias a ese mundo de espías que nos ha llegado vía la política internacional durante los tiempos de la Guerra Fría, representada en series que Ferreyra invoca como fuente de inspiración (la reciente The Americans, por caso). Pero, por sobre todo, en el nombre del “espía” se cifra también el problema de la identidad, la lengua y el silencio. Víctor/Igor no sabe muy bien quién es, quién ha sido, cómo ha llegado estrictamente a donde está, a medio camino de todo. Casi como en un Purgatorio, porque, entre tanta indeterminación, Víctor/Igor quiere hablar y decir su verdadero nombre y misión, buscando confesarse antes de un presunto fin. Y tendrá, claramente, espectadores, más o menos religiosos, que acompañarán esa lucha del protagonista en contra o a favor del silencio a lo largo de las páginas: una monja, sor Vivian, que lo llevará a encontrarse con Cristo casi por primera vez, mientras un pintor de nombre Mario, su bella hermana Clawdia (sí, con “w”) y la cruenta enfermera del hospital hacen las veces de coro trágico en esa lucha entre un cuerpo, una imposible redención y sus almas.
“Soy una persona que por momentos se percibe en una suerte de último ratio, de estar entrando en una suerte de territorio postrero. Creo que me pasa desde la adolescencia. Novelar esa intuición vaga y oscura ha sido una tentación a la que pude haber cedido de algún modo en novelas anteriores, pero no tan decididamente como en ésta”, agrega Ferreyra acerca de los propósitos detrás de un libro con un tono decididamente pesimista y, no por eso, menos intenso y hasta gozoso. “Y, extremando todo, lo llevé a Víctor a ese último lugar, detrás del desierto que sigue a la cordillera, un más allá al borde del precipicio, en el hospital, ya sin nada por defender más que su silencio. Se supone así la posibilidad de una dureza extrema frente al mundo, esa posibilidad de rechazo total, de ostracismo en el propio yo como manera de alardear frente al mundo. Y, luego, su ceder frente a la supuesta bondad de los extraños. En parte, retorcí aquella frase de Blanche DuBois en Un tranvía llamado deseo: ‘al fin, dependemos de la bondad de los extraños’, porque Víctor se entrega a esa bondad en razón de que no puede dejar de creer en lo humano. La bondad de sor Vivian y de Clawdia, por sobre todo. Es horrible creer en lo humano y él lo sabe e igual va, igual cede su última convicción, su última rabia”.
Entre tantas lecturas posibles, ¿qué fuentes reconocés en una novela que parece que sale del silencio?
-En la novela están las lecturas de El desierto de los tártaros, de Dino Buzzatti y Esperando a los bárbaros, de J. M. Coetzee. Son libros que me dejaron esa sensación de soledad soñada, casi la del anacoreta, pero sin fin ni destino. Buscaba quedarme en el desierto, como un lugar atemporal, sin ningún tipo de marca geográfica fuerte, cosa que no pasa en otras cosas que he escrito. Un lugar indeterminado, una guarnición militar. me quedó ese ámbito como factible para hacer una novela. En el rostro de la mujer de Víctor está el de la actriz que protagonizó The Americans, una referencia no tan literaria, pero que me dejó una impresión también poderosa. Me quedó un poco esa pareja, en donde la mujer es una espía muy dura, justamente. Es que también pienso a Víctor en contraposición a esa dureza que viene de la esposa, la única espía hecha y derecha, la que no tiembla. Víctor es dulce y blando y afantasmado, donde su mujer fue dura y real, precisamente. Y él reconoce su minusvalía. No hizo más que esperarla esos diez años. No podía hacer otra cosa. Era algo más allá del amor. Su incapacidad de salir de ella.
CON ÉL Y EN ÉL
Ferreyra sabe encontrar siempre, en tópicos trajinados, la salida inesperada. Eso lo supo demostrar en La familia (2015), una novela que impactó a la crítica y a un número importante de lectores con una historia a dos tiempos (un presente posible, un futuro hipotético) en donde, a través de la exacerbación del individualismo liberal, un hombre proponía la superación histórica de la familia como núcleo social. Digamos, a lo que conforma una de las banderas principales del pensamiento comunista, hasta socialista, esto es, la disolución de la familia burguesa como núcleo duro del orden liberal capitalista, en una ficción que captura cierto aire de su tiempo (del nuestro), se le da una cura impensable. La familia se termina, no con una defensa de la sociedad sin clases, sino con un presunto fin de la sociedad a través de la defensa del sujeto aislado como lo único que importa. En El sol vuelve a darse un problema similar, sólo que parecería que el vaso comunicante entre una novela y otra es que el último trabajo de Ferreyra retoma problemas de La familia en el punto en donde este libro daba por terminado su trabajo. ¿Qué vínculos le quedan a un hombre sin patria, en silencio, entre desconocidos, auténticamente individuo porque más solo no se puede estar? Y es desde allí donde esta historia va al encuentro de los principios básicos de la considerada religión del amor, la vida colectiva y la redención: el cristianismo.
Víctor, en ese hospital, sólo parece encontrarse con cierto modo de la paz en una capilla con un Cristo gastado, acompañado por una monja, sor Vivian, que conforma un objeto erótico que cautiva a la mirada del protagonista. ¿Qué relación hay en la novela entre religión y erotismo, algo que parece sacado de la filosofía de Georges Bataille, a partir de esta dupla presente en El sol?
-En algún momento dije que yo era un escritor del cuerpo, una literatura contra el alma. El cuerpo rebelde, digamos, aún prisionero, porque liberarse del alma nos llevará siglos todavía. Liberarse del alma será como librarse del manto de Neso, que le produjo a Hércules el mayor desgarramiento, e incluso la muerte. Y Bataille debe de estar presente seguramente porque su libro, El erotismo, me produjo una gran impresión. Es un libro enorme. La pirámide social exudando hormonas y no razones. Lo irracional como gesto fundante. Viniendo de Marx en mi juventud, primero Nietzsche y luego Schopenhauer y Bataille me dieron todo aquello que está donde la razón no llega, donde queda exhausta, desfallecida.
También ese tema erótico, religioso, tan propio de la idea de Bataille del despilfarro como suelo común de ambas prácticas, aparece en la idea del sol, que está en la novela a través del desierto y, con más fuerza, a medida que la historia va llegando al final. ¿Hay algo simbólico en ese astro que lentamente se va imponiendo?
En cierta forma, el sol es el símbolo absoluto que se yergue contra la religión judeo-cristiana. Y es la fuerza esplendente del erotismo, claro, tal como lo entendieron ya los antiguos hebreos, que lo querían erradicar del mundo para clamar justicia. Pero, ¡ojo!, porque Jesús, no Cristo, que es otra cosa, es imbatible. Víctor es ateo, pero lo intuye. Es la superioridad de la monja sobre él y la base, desde ya, del erotismo la manera en la que puede vivir esa experiencia en sus circunstancias el protagonista. La fuerza de Jesús es inconmensurable. Llama la atención hoy ver en el capitalismo mundial una soberbia tan brutal que está ahí, en un tris de embestir contra Jesús, en la creencia de que la mercantilización total del ser es imposible en el terreno arado por aquel judío de la cruz. Creo que en caso de que lo hiciera correría un gran riesgo, porque la guerra contra los pobres la puede ganar, pero la guerra contra Jesús, no.
EL HOMBRE ARAÑA
El sol es una novela enigmática, primero y principal, porque no tiene ninguna intención de ser transparente. Víctor pasa de luchar contra la lengua a ir soltándola, casi como los líquidos que le inyectan para hacerle diversos estudios de algo que no se sabe bien qué es. Pareciera, en todo caso, que el personaje estuviese enfermo de lo mismo que cualquiera de nosotros: de la lengua. A ese personaje tan “lenguajero” se le opone Mario, el pintor que empieza a acompañarlo en la habitación y que disfruta de hablar, de reírse, de contar chismes (que a Igor, el espía que sigue siendo Víctor, no dejan de interesarle, pese a que ya no hay nadie para informarle las novedades). Mario es un personaje visual frente al sometimiento a la palabra de su compañero, y ese parece ser el precio que paga Víctor: el de su compañía. Por eso, la dinámica interna de este personaje varía entre un retener y no retener lo oral, frente al mostrar y no mostrar de lo visual. Mario puede hablar de artistas, de cuadros o de cuestiones políticas porque no tiene nada para mostrar a su alrededor: el hospital es un lugar prácticamente vacío, y lo único para ver es el Cristo de la capilla, una obra de arte que se critica en varios capítulos. Los pintores, en cama, lejos del estudio, no paran de hablar, parecería querer decir la novela. En cambio, Víctor pasa mucho tiempo reteniendo lo que sale de su boca (o de su ano): entre enemas e inyecciones, siempre tiene que hacer un gran esfuerzo para que nada se le vaya de las manos. El gran drama de cualquier espía, entonces: la posibilidad de un desliz en donde, si algo se le escapa, la termina cagando.
“Me pareció que el hospital, en una ciudad perdida, funcionaba también como escenario de la intimidad entre estos dos personajes opuestos”, suma Ferreyra. “Además, Mario es un exiliado de ese país que ha dejado de existir y que Víctor sigue sirviendo, como puede, como espía”. Ni Mario ni Víctor, entonces, tienen un lugar donde descansar realmente, en esa cosa tan clásica (en el sentido de tragedia griega) que tienen las historias de este autor: como en Antígona, la pregunta es qué hacer con los cuerpos (esa palabra tan insistente) una vez que se han hecho despojos. Y, como en toda conversación religiosa, parece que Víctor y, a su modo, Mario, se hacen la misma pregunta: dónde descansarán los huesos de las almas en plena fuga a ese país imposible que es el más allá. Lo que queda en el medio de esa pregunta es el saber humano, débil, que buscar armar sujetos sobre individuos que no son otra cosa que el resultado de la lucha entre cuerpo y alma. De ahí, la vigilante medicina, siempre atenta, siempre observando, mediando en ese combate asesino del cual nadie ni nada sale entero.
Víctor, postrado en la cama, es víctima de diversos exámenes que terminan empeorando su ya complicada posición. ¿Qué hay en esa intervención de la medicina en la historia dentro del drama individual del personaje?
-Yo creo que todo eso que señalás podría ser visto como una microfísica del poder, si se quiere, en la cual el cuerpo solitario habla. El individuo habla en tanto residuo de lo colectivo. Es el individuo después de lo colectivo y que va hacia lo colectivo porque no le queda más remedio. En ese espacio vacío de lo colectivo dice lo que tiene para decir y luego va y luego vuelve a ese vacío. Pero lo que expresa en la ausencia de lo colectivo es más real que lo otro para él y, entonces, lo yergue contra el mundo. Queda mordiendo el fracaso, pero muerde. En última instancia, es mi frase: fracasaré pero morderé.
En El sol, a la larga, la única protagonista es la escritura. ¿Cuál es tu relación con la práctica viendo que, en un solo año, el que pasó, reeditaste un libro de cuentos y sacaste una nueva novela?
-En la reedición de El perdón, en principio, recuperé tres cuentos que habían quedado afuera en la edición de Simurg de 1997, por razones que no vienen al caso. O sea, que a esta segunda edición la tomo como la auténtica edición del libro tal como fue concebido. Sería sacar el libro que tendría que haber salido hace tanto tiempo. Mientras que en El sol hubo un placer de escritura algo mayor que en otros libros. Pero yo amo escribir. Repito: yo amo escribir. Y para un ser humano, amar debería ser un proyecto que se baste a sí mismo. Además, en líneas generales, no me animo a leer lo pasado. Corro el riesgo de tirar todo. Inclusive, en ese tren de escritura que nunca corto, en la pandemia, escribí como nunca. En enero, había empezado una novela y, para septiembre, la tenía terminada. Nunca antes había escrito con esa rapidez, tal vez, por urgencia, podría suponerse. Los jotes vuelan en círculo y uno se esconde en donde puede.
¿Te parece que esa posición, tan concentrada en la escritura, es la que hace que tu obra ocupe un lugar tan extraño en la literatura argentina? Sos, parece, un “secreto a voces” que muchos escritores mencionan pero que tiene una extraña circulación en el gran público.
-No puedo auto-apreciar mi lugar. Tal vez, ni siquiera exista la literatura argentina. Solo estoy seguro de ser un “pocasventas”, luego, lo otro... es verdad que hay muchos escritores que me leen y me elogian públicamente, pero, luego, estoy en el olvido, de todos modos. Fijate que nunca me invitaron a ningún lugar a dar una charla más lejos que La Plata, cuando conozco gente que sin publicar ya llegó a Rosario o a Bahía Blanca. El día que llegue a Junín, tronará el escarmiento.
Desde El amparo, pasando por Piquito de oro, Doberman, La familia y, ahora, El sol, tu literatura parece ser una muy complicada, individual operación sobre la lengua. Tenés frases largas con muchos registros mezclados, yendo desde lo coloquial a lo más elevado, en un barroco que parece no tener equivalente inmediato. ¿Pensás que eso es consciente, es parte de un proyecto, o es algo que pasa y, por lo tanto, no tiene mucha reflexión detrás?
-A esta altura, te diría que no trabajo la lengua, sino que la lengua me ha trabajado a mí hasta darme una escritura. Nunca me problematicé la lengua. Escribí y escribí como una araña que teje su tela y no sabe qué está haciendo. No tengo para nada la capacidad del orfebre. Soy la araña que camina y teje y, por ende, lo que produzco es orgánico de alguna manera. Cuando termino un libro, me alejo y ya no puedo hacer nada, nada se puede mejorar, casi. Lo único que cabe es la destrucción total de la tela o dejarla como está. Resignarse e ir a otro rincón a trabajar en la próxima tela y, con respecto a las viejas telas, esperar desprevenidos insectos. Evidentemente, hago mis telas en lugares poco propicios y cazo poco y nada y soy una araña hambrienta y flaca y desangelada.