De la misma manera que se le agradece a Ricardo Güiraldes la creación del implacable título El juguete rabioso, también se le puede reprochar haber convencido a Roberto Arlt de borrar el nombre que originalmente pensó para su primera novela. Porque La vida puerca era (y es) una definición exacta del universo arltiano, y al mismo tiempo una calificación sin eufemismos sobre la profesión que el narrador ejerció desde 1927 y durante varios años: el periodismo policial. Solo quienes hayan pasado una temporada de trabajo en esa sección saben que entre la vida y la muerte, entre el crimen y la desesperación, entre la delincuencia y la supervivencia, las palabras escritas siempre se tiñen con el color del infierno. Sobre ese infierno pusieron el ojo el dibujante Diego Rey y el guionista Santiago Sánchez Kutika, ambos directores de Hotel de las Ideas, sello por donde acaba de editarse Roberto Arlt, cronista criminal, aproximación historietística sobre los años (1927 a 1928) en que Arlt escribía sin pausa tanto en las redacciones como en pequeñas libretas de apuntes que llevaba a los bares mal iluminados de los márgenes de la gran ciudad.
Sin embargo esta novela gráfica poco y nada tiene de biografía, poco y nada tiene de adaptación, y (por suerte) ninguna pretenciosa interpretación literaria sobre la obra general de Arlt, un mal (la exegesis) que se ha generalizado entre quienes deciden abordar la figura de autores célebres.
Rey y Kutika abrieron una pequeña ventana, escucharon, dibujaron, y retrataron instantes vividos que el lector deberá encastrar para atrapar la idea madre de este proyecto: estilo y destino son los bolsillos del viejo saco de Arlt que ambos autores decidieron vaciar para mostrar como la creación literaria siempre está ligada a la experiencia de su tiempo. Porque, como aseguraría con razón Piglia, ningún escritor argentino fue tan contemporáneo a su tiempo como Roberto Arlt. Por ese motivo es que el foco no está obsesivamente iluminando lo biográfico, sino retratando la ciudad, esa Buenos Aires de finales de las década del 20 llena de redacciones periodísticas como la de Crítica de Natalio Botana o El mundo del grupo Haynes, empresas que se disputaron la firma de Arlt que, por entonces, había convertido a sus crónicas policiales en estampas descarnadas sobre los habitantes de los márgenes urbanos.
A esa ciudad no había que inventarle nada, Buenos Aires estaba en ebullición: por un lado la burguesía radical que tenía como espejo a Marcelo T. de Alvear y por otro, a Hipólito Yrigoyen con más oído para la clase trabajadora que, a fuerza de huelgas –alimentadas por socialistas, anarquistas y comunistas-, exigían mejores salarios y derechos. Una ciudad atestada de conventillos, de runflas, de estafadores, vividores, y hombres sin esperanza. Una ciudad conmovida, además, por la sentencia a muerte de los inmigrantes italianos Nicolás Sacco y Bartolomeo Vanzetti, acusados injustamente en Estados Unidos de un crimen que no cometieron. Aquel infierno, evidentemente, no se lo podía calificar de encantador.
Arlt retrató en breves columnas para la sección policial desde el relato de un intento de suicidio hasta las alternativas de la misteriosa muerte de un concejal, siempre asumiendo todos los riesgos que se interponen cuando periodismo y literatura se encuentran. Y Rey y Kutika, ahondaron en esa experiencia. Porque este libro es el retrato de un hombre que mira, escucha, escribe (son los años de la creación de Los siete locos) y busca en los ojos de los otros, las mejores y peores historias.
Arlt es, entre los escritores argentinos, acaso, uno de los autores más gráficos, por pinta y por obra. Todo tiende a ser imagen en sus textos, su prosa nunca de desdibuja, se redibuja página a página, personaje a personaje, como sucede en las viejas novelas populares. La impronta gráfica y su carácter ligado al blanco y negro ya lo impuso José Muñoz cuando eligió versionar “La agonía de Haffner, el rufián melancólico” que formó parte del libro La Argentina en pedazos.
Sabiendo todo eso, Diego Rey decidió sortear la obviedad del monocromo y asumir el riesgo estilístico al incorporar el color como figura central. Naranjas, verdes, marrones y azules, rigen escenas y momentos de la historia (naranjas son las calles y marrones las redacciones) dándole vida al infierno porteño. El color en este libro es un elemento decisivo no solo que da cuerpo sino que le imprime alma al guion, lo ordena temporalmente y facilita la lectura. La paleta elegida que propone Rey para mostrar la ciudad (Diagonal Norte o la “Gatichaves”), es uno de los aciertos más claros del libro. “Siempre me atrajo el rostro de Arlt, hay pocas fotos, pero su cara angulosa, su mirada penetrante tiene mucha personalidad, mucha impronta. Y claro, traté de evitar el blanco y negro a la hora de contar. Busqué entonces que la escala cromática tenga que ver con lo que estábamos contando: los azules corresponden a los velorios de su padre y de Güiraldes y a la muerte de 'el facineroso'; los naranjas fueron para los pasajes más intensos de la ciudad, y los verdes para cuando se mezcla la vida personal de Arlt. Dejé el marrón para las redacciones y el ambiente periodístico como una forma de reflejar esa cosa monótona del trabajo”.
A estas reflexiones del dibujante, Santiago Kutika le suma detalles tales como que el libro comenzó a gestarse en 2017 con la idea primaria de adaptar las crónicas policiales de Arlt, y que sin embargo, luego de asistir ambos a un taller del guionista de historietas Diego Agrimbau (luego el guión obtuvo una beca del FNA y otra de la Facultad de Letras de La Plata) terminaron desarrollando otras líneas. “No queríamos realizar una biografía lineal de Arlt, eso lo sabíamos de entrada”, asegura Kutika. “Como tampoco queríamos inventar, decidimos ir por otro lado. De ahí que decidí optar por una división temática. Hay algunos ejes que sobrevuelan el libro: el trabajo, el dinero, la muerte, la paternidad, y, claro, la escritura que siempre está presente tanto en bares como en las redacciones donde Arlt se cruzaba con personajes como los Tuñón, Nicolás Olivari, Carlos de Púa, Roberto Tálice”, enumera. Y agrega: “Su gran obra, Los siete locos, se alimentó sin dudas de esos tiempos tan infernales”.