Desde París.
Hemos visto el Capitolio amenazado por una invasión alienígena, cercado por terroristas islámicos, destruido por un terremoto, presa de las llamas y hasta intimado a rendirse por supuestos guerrilleros latinoamericanos. Hollywood nos ofreció un sinfín de alternativas narrativas, menos esta que acabamos de presenciar: una horda de zombis fachos invadiendo el Senado en respuesta al llamado de un Pinocho espectral que la sociedad de Estados Unidos llevó a la cumbre del poder de la primera potencia mundial.
No puede haber radiografía más lastimosa del crepúsculo de un imperio que este episodio vulgar que saca a la superficie la forma trágica en la cual el imperio explota por dentro. Ignorancia, complotismo, violencia, negación de la realidad, racismo radical, resentimiento social, nostalgia fervorosa por un mundo blanco, ignominia moral y fe violenta en que existe una realidad alternativa que se superpone a las construcciones históricas, a los valores humanos y cívicos son algunas de las notas de esta sinfonía funesta.
Todavía hay un montón de partidarios de Trump convencidos de que la invasión fue tramada por la extrema izquierda norteamericana, los rusos, los chinos, los anarquistas y el movimiento Black Lives Matter. La profanación del santuario de George Washington responde a una cobardía convulsiva de quien la tramó y la alentó. Un show orquestado por un autócrata asomado al abismo de la historia que se lo está tragando.
La misma idiotez la vimos en Bolivia durante y después del golpe de Estado respaldado por la OEA contra el ex presidente Evo Morales, la misma negación violenta la hemos visto en el Obelisco de Buenos Aires durante las marchas contra el confinamiento y las demás medidas, tan restrictivas como planetarias: la Biblia, la intimidación, el rencor, la ceguera, el egoísmo y el desprecio por todo atraviesan ese escabroso movimiento ideológico que se expande con ideas de otro siglo gracias al soporte tecnológico del Siglo XX.
Quienes permitieron que Donald Trump creciera son tan responsables como él: Twitter, Facebook e Instagram han sido antes y en el curso de la presidencia trumpista la fábrica de lo que acabamos de ver y el zócalo más perfecto del auténtico populismo digital, extensión del otro. Twitter, Facebook e Instagram terminaron por suspender las cuentas de Donald Trump. Es una decisión maliciosa, tardía y cínica porque interviene al final de un mandato cuando, en realidad, los tres monstruos sociales le permitieron a Trump que hiciera y dijera lo que se la daba la gana. Los tres no funcionaron como un entramado de redes sociales, sino que fueron una alianza impune de redes sin ningún respeto por la sociedad.
Donald Trump es el hijo más antiguo que nació en el mundo moderno y Twitter, Facebook e Instagram los tres pilares de ese nacional populismo repugnante que ese Pinocho imperial agitó en cada frase.
Trump ha dejado una democracia despistada y la toma del Capitolio una victima mortal, una mujer trumpista de 35 años, Ashli Babbitt, cuya trayectoria es un retrato de todo este espejismo de bufones: Ashli Babbitt era antibarbijo, devota hasta el fanatismo de Trump, miembro de la red complotista de extrema derecha Qanon y defendía el derecho a portar armas.
Es tan inmenso el disparate que las palabras y los análisis chocan insalvablemente contra esa cosa amorfa y carente de todo sentido, ni el común, ni el más elaborado. Las democracias europeas reaccionaron espantadas.
En Alemania, la canciller Angela Merkel dijo que fue Trump quien “preparó la atmósfera en la cual eventos tan violentos son posibles". En Francia, el presidente Emmanuel Macron twitteó un "We believe in democracy" (creemos en la democracia). Se desliza rápidamente una pregunta: ¿en qué democracia estará creyendo?
Cuando el mismo presidente Macron le cuelga en la solapa, en París y en el Palacio presidencial del Elíseo, la Legión de Honor (la distinción más importante que otorga Francia) a un dictador sangriento como el presidente egipcio Abdel Fattah al-Sissi (15 de diciembre de 2020) no parece ser un gesto de devoción demócrata. Se está premiando, al contrario, la antidemocracia, la manipulación de las elecciones, la persecución de opositores, las ejecuciones sumarias, las desapariciones, los arrestos indiscriminados, el encarcelamiento de homosexuales, la violación de miles de mujeres y el amordazamiento de la prensa. Tal vez ese “creer” en la democracia abarque únicamente a la democracia en Occidente. Trump, como al-Sissi y sus iguales en el mundo, no cree en ella, sino en su propia democracia.
El ruin episodio del Capitolio nos devuelve a nuestros propios logros, a nuestras superaciones, a nuestro ser del Sur tan golpeado por autócratas, delirantes sangrientos, mesías con uniforme, generales restauradores, demócratas golpistas, violaciones masivas de los Derechos Humanos, dependencia ante el imperio del que hoy podemos reírnos y medios de comunicación aliados del horror.
Lo impensable, lo nefasto, vino del Norte. Hay una forma inconfesable del espanto en la invasión del Senado de los Estados Unidos porque ni la más admirable y exquisita libertad que ofrece una sociedad evita que se propaguen los monstruos. Siempre estamos en peligro.
Recuerdo, ahora, una peripecia periodística vivida en Estados Unidos durante el cierre de la campaña electoral para las elecciones presidenciales de 2004. El entonces presidente George Bush cerró su campaña en Florida. Al final, entre empujones y vaivenes, un grupo de periodistas quedó cerca de él y empezaron a llover las preguntas dirigidas al presidente. Alguien superó el bullicio con una voz fuerte y decidida y le hizo a Bush una pregunta que, en ese instante, nos pareció a todos blanda, fuera de lugar. El periodista preguntó: “señor presidente, para usted ¿qué es la democracia?“ Bush pareció sentirse interpelado, se detuvo, miró con esa expresión de sorna y de alguien que está enamorado de sí mismo que tanto lo caracteriza y respondió: “¿La democracia? La democracia es aceptar que uno puede perder”.