Bajo una capa de 104 largos de hollín y de ese humo de naftas con plomo, tras décadas del abandono más completo, estaba una de las obras maestras del gran Francesco Gianotti, una confitería favorita de los porteños y uno de los edificios más famosos del país. La Confitería del Molino agonizó por años, se fue apagando y cayendo a pedazos, fue vandalizada por propios y ajenos, se transformó en una vergüenza de la ciudad. Tuvo la suerte de ser rescatada con una ley que la hizo parte del patrimonio del Poder Legislativo, lograda por el entonces presidente de Diputados Julián Domínguez, y ahí arrancó la restauración. Esta semana, bajaron los andamios y se pudo ver como en 1916 la gloria de esta pieza patrimonial.
Lo que nos perdimos estos años: la espectacular cúpula de pretensados de hormigón, una revolución tecnológica de la época, con el logo de la confitería repetido en un paisaje en los vitrales; las hectáreas de tejuelas doradas del remate del edificio que se reparten en faldones curvos; los mosaicos brillantes en oro, en azules y en policromías; los extraordinarios ornamentos bajo los balconcitos, hechos con piezas de vidrio cóncavo pintado al horno; las esculturas hieráticas; y sobre todo, sobre absolutamente todo, el palpable color de las fachadas, la sorpresa de que sean tan claras y cálidas, y que tengan detalles de tierra romana francamente amarilla.
Todo esto se luce ahora como hace un siglo que no se lucía, porque El Molino nunca fue limpiado ni restaurado, sino simplemente abandonado a los elementos. El equipo de restauradores y los contratistas de la Comisión Bicameral Administradora del Edificio del Molino hasta se dieron el gusto de reactivar las aspas del molino justo abajo de la torre, que hace sesenta años que no giraba: un día se quemó el motor y el logo del lugar dejó de funcionar.
Ricardo Angelucci, secretario administrativo de la comisión y un enamorado del edificio, explica que "la restauración está avanzada en un 75 por ciento, pero hay que recordar que el edificio tiene casi ocho mil metros cuadrados. Lo que ya está listo es lo que se ve, excepto alguno de los muchos detalles de una fachada endiabladamente compleja, la cúpula, la terraza, el célebre salón de fiestas del primer piso, los vitrales y las instalaciones eléctricas de la confitería en sí, el ascensor histórico sobre Callao y una cantidad francamente de kilómetros de cañerías y cablerías. También están en marcha las licitaciones para terminar las fachadas interiores del local sobre la planta baja, restaurar o reparar todos los ascensores que faltan, y crear un pañol de servicios centrales en la torrecita escondida atrás del patio andaluz, una de las sorpresas inesperadas de este edificio mágico.
El arquitecto Guillermo García, la mano segura que supervisa el lado técnico de todo este trabajo, da una idea del trabajo que tomó recuperar tanta belleza. Por ejemplo, encontrar una ceramista que copiara con exactitud de las teselas de tanto mosaico a medio despegarse y las espectaculares tejas doradas, que exigieron decenas de pruebas hasta ser idénticas a las originales. Ni hablar de los bajos de los balcones con sus piezas de vidrio, de las que quedaban apenas algunas sobrevivientes ya que el vidrio no tiene casi adherencia y con los años iba lloviendo sobre los balcones. García también avisa de alegrías como que se está licitando la restauración de la cocina histórica del primer piso, una increíble caja de mayólica blanca poblada de equipamientos de 1915. Y que ya el mes que viene, si lo permite la pandemia, se va a poder ver también la planta baja del edifico y espiar la confitería desde afuera.
Y el 9 de julio, el día en que El Molino cumpe 105 años, se podrá visitar el célebre local. Los restauradores de la comisión ya están tratando las columnas interiores y la idea es que todo esté restaurado, listo para que un concesionario bajo un contrato feroz en lo patrimonial, reabra el tesoro que extrañamos.