“¿Sabés lo que le hace falta a ésta no?”. No hay nadie que no conozca la respuesta al acertijo, que de tan consensuado más que acertijo es una tarjeta habilitante para una descarga de odio sin Inadi a la vista. Un acuerdo tácito sobre la metodología de la represalia que se podría ubicar en el mismo limbo ético donde figura aquello de que “a las viejas hay que matarlas de chiquitas” o que hay que tener huevos para ciertas gestas. La pregunta por lo que le falta a ésa y que nadie le da hasta que se la den bien dada, es una broma, por supuesto. Aparece -entre hombres y mujeres- como una venganza entre nos, nos ponemos de acuerdo en que la hemos descubierto. Ella no ha sido capaz de tener lo que le falta, por eso tiene esa cara, por eso dice lo que dice, por eso lo que haga se puede explicar sin recurrir a otra cosa que no sea el bendito pedazo que falta. Lo cual la hace acreedora también de la broma cuando lo encuentre. Está inscripta en la condición femenina (si le vino o si no le vino, porque le falta o no le falta) esta coartada para convertir una condición en un estigma. En 2012 a dos años de la muerte de Néstor Kirchner, la revista Noticias consideró un tiempo prudencial para sugerir que a Cristina “le estaba faltando” o lo que es peor “lo estaba buscando” con una tapa donde aparecía caricaturizada de perfil, boca abierta emulando una felatio sin miembro a la vista y con el título “El goce de Cristina. Por qué el poder y el contacto con el pueblo erotizan a los líderes políticos”. Como siempre la nota adentro no develaba mucho más pero “el entre nos” con el que se daba por cerrado el tiempo de duelo en todo sentido, ya estaba formulado.
Nada que ver con la envidia del pene freudiana, lo que falta a esa mujer que se presume hetero, no es algo que sobresalga o que le cuelgue sino algo que la rellene, una avalancha que penetre, es la bendita costilla, algo que la enderece por dentro. Por debajo, la convicción de que una mujer se hace a partir de la acción de un hombre (romántica o erótica) y que un hombre se hace a partir de un acto también (peligroso o sufriente), que siempre implica evitar la vejación, resumida en la vergonzante de “la tenés adentro”.
Pero con la lesbiana es diferente. Una lesbiana o una de esas con pinta de lesbiana o una lesbiana que se dice lesbiana parece ser la expresión más soberana de esa ausencia. A la lesbiana no le falta porque no se presume que lo quiere, si no le falta, parecería que es porque lo tiene. Entonces hay que demostrarle que no es así. El año pasado, la activista del Movimiento Homosexual de Lima, Ruth Moreno denunció públicamente una práctica muy común en las familias peruanas que es justamente la que aparece en la historia de Higui. “Normalmente los agresores suelen ser los tíos, los primos o algún amigo cercano de la víctima”, relatan las víctimas que se atrevieron a contar sus historias en el “Informe sobre Derechos Humanos de Personas Trans, Lesbianas, Gays y Bisexuales en el Perú 2014 - 2015”.
Lo que le falta, no es una cuestión de órganos sexuales sino de corrección entre fuerzas. Una tiene el poder disciplinador y la otra, la masa a ser moldeada. El mismo lenguaje nos moldea y nos ampara. Hemos hecho caer en los últimos años aquello de que “a ese niño le faltó una buena bofetada a tiempo” o que a ese joven “le vendría bien un año de colimba para hacerse hombre”. Lo que le está haciendo falta a esa también tiene que caer.