La noticia cunde en las redacciones de Occidente, denunciada por una ONG lgtbi de Moscú, y multiplicada por otras. La Unión Europea y Estados Unidos urgen al gobierno islámico pro-ruso de Chechenia a dar explicaciones sobre golpizas, muertes y desapariciones de homosexuales en su territorio. Se habla de por lo menos 100 gays arrestados en centros clandestinos, tres muertos, sin que nadie cercano se anime a reclamar por ellos, como si de pronto Chechenia volviese sobre su propia historia de víctima de exterminios moscovitas, desde los tiempos de Catalina la Grande hasta las violaciones masivas de sus derechos durante las dos invasiones del ejército ruso en los años noventa, para convertir aquellas formas del terror –como las fosas comunes– en un método propio de limpieza moral. La cohesión nacional y religiosa no se consigue en un país desmesurado como Chechenia mediante la ley pública -apenas un revestimiento de lenguaje legal- sino adhiriendo a las prácticas nocturnas, mucho más eficaces. ¿Quién puede ignorar en Grozni, la capital, de apenas doscientos mil habitantes, que ha desaparecido el hijo o el vecino manflor, que el adolescente que usaba las redes sociales para levantar a un lejano prójimo fue golpeado por la policía del viscoso presidente Ahmad Kadyrov, el edificio misterioso donde “se dice que se tortura”, o que tal presentador de la TV, de un día para otro, no fue visto nunca más por los televidentes?
Condenar las obsesiones antisexuales del islamismo radical checheno, que conducen al crimen de Estado, es urgente, pero interesa tratar de comprender el devenir de esa breve república caucásica, sus sucesivas agonías, desintegraciones, luchas emancipatorias y reconstrucciones. En la frágil alianza con Rusia, más allá de intereses geopolíticos (los hidrocarburos) subyace una rivalidad abrahámica: cristianismo versus Islam. En el bruto brote anti homosexual no debe verse anacronismo sino antagonismos modernos: Kadyrov necesita de la Rusia cristiana para permanecer dentro del capitalismo y así aniquilar a sus opositores, los separatistas chechenos; pero por otro lado busca mantener vivos, o mejor dicho revivir, los residuos ancestrales del pueblo, entre ellos la homofobia, para continuar ejerciendo como el padre obsceno de una Chechenia post comunista, militarista e islámica. Una conocida periodista independiente asesinada en Moscú, Anna Politkovskaya, en 2006 escribió que “Chechenia sufre del síndorme Kadyrov, que se caracteriza por la desvergüenza, la brutalidad y la crueldad disfrazadas de valor y masculinidad”.
Vale decir que el presidente checheno (sexy, ¡ay! ¿Por qué seremos tan masocas?) es un macho alfa, pero en cuya región de influencia el colectivo lgtb ruso osó hace poco pedir permiso para una marcha del orgullo. “¿Cómo puede ser posible que Rusia, tan reacia a las libertades sexuales, permita una Marcha del Orgullo?”, bramó, y quién dice si no fue ese repentino aparecer de una minoría que no tenía existencia en la arena pública aquello que desató la ira, y la utilidad social de la ira. Negando la noticia que recorre los medios, se defiende: “En Chechenia no puede desaparecer ni perseguirse aquello que no existe. Y si existiera, no sería el Estado sino la propia familia quien se encargaría de ellos mediante el crimen de honor, o el destierro”. Estado, tradición familiar, religión, congregados bajo el silencio por la ley nocturna de Kadyrov, aquella que no nos nombra porque no existimos, pero que nos mata. Que se levanten en Chechenia los fantasmas, los no-existentes, los muertos-no muertos para denunciar ante el mundo que un Estado en manos de un patriarca obsceno se vuelve un Estado asesino.