Escribir para intentar comprender o descifrar ciertos aspectos de la vida hasta donde se puede porque el límite pareciera ser siempre el conocimiento que se alcanza de uno mismo. Escribir desde una intimidad profunda hasta generar la convicción de que esa clase de literatura es indivisible con una manera particular de estar en el mundo. Es decir, observar lo suficiente las cosas y los vínculos o relaciones sociales para extraer un grado de verdad por medio de la escritura. Esto es lo que hace Ignacio Molina, o mejor dicho lo que viene haciendo desde la publicación de Los estantes vacíos, primer libro con una gran cantidad de cuentos memorables que definieron un estilo personal y reconocible incluso en las novelas que llegaron unos años más tarde, como ser Los modos de ganarse la vida y Los puentes magnéticos, entre otras. “Creo que hay denominadores comunes en todos mis libros, pero a los cuentos de Los estantes vacíos empecé a escribirlos cuando tenía veintidós años y ahora tengo el doble: la madurez que veo en mis últimos cuentos con respecto a los primeros es inmensa y natural. En aquella época me jactaba de que los cuentos no tuvieran una estructura clásica ni pudieran resumirse en tres líneas. Después vinieron las novelas Los modos de ganarse la vida, donde creo que la espesura sigue estando en lo no dicho, y Los puentes magnéticos, donde ya empiezo a dar un viraje hacia lo que pasa en El cuarto deseo y en Todos los minutos para vos, donde la profundidad intenta ser más directa”, dice Ignacio Molina, y agrega: “Hace unos años empecé a dar talleres de lectura y eso me obligó a releer a muchos cuentistas argentinos de un modo diferente. Borges, por ejemplo, influyó en varios cuentos que escribí desde entonces. El caso más directo es el de 'Samuel Zunz', que es una secuela de 'Emma Zunz' y de 'Erik Grieg' de Martín Kohan. Y también me alejé de la teoría del iceberg para acercarme a la idea del cuento clásico, del relato como circuito cerrado, de la fugaz aparición de lo fantástico, del final que resignifica el resto de la historia. En ese proceso surgieron los cuentos de Todos los minutos para vos”.
Es justamente “Samuel Zunz” uno de los cuentos más logrados del libro, perfectamente estructurado, donde Erik Grieg, allá por enero de 1948, por azar o porque realmente a la realidad le gustan las simetrías y los meros anacronismos, se encuentra con una edición de la revista Sur. “A Erik Grieg, aunque estaba acostado, le temblaban las piernas; la cara se le puso roja y después blanca, vio cómo las manchas de las paredes y la luz de la mañana que entraba por la ventana se enrarecían: ese personaje era él mismo, no podía ser otro. Coincidían las fechas, coincidían las circunstancias, y también se explicaba la anomalía del beso”, escribe el narrador, poco antes de un encuentro con Emma Zunz y de que se llegue a un final tan sorpresivo como magistral en la concepción de una tradición literaria siempre en diálogo.
Los trece cuentos de Todos los minutos para vos comparten no sólo temáticas –los vínculos familiares, la venganza, la paternidad, los conflictos y las tragedias del amor y el deseo– sino también diferentes conceptos que se manifiestan en los postulados de un realismo que se quiebra en el momento exacto en que irrumpe un elemento mínimo, especie de giros tan verosímiles que permiten lecturas en el orden de lo fantástico. La idea de lo cíclico, por ejemplo, en cuentos como “Carne al hornos con papas”, donde un hombre obsesionado con una comida que lo reconforte discute con su mujer y tras una larga caminata reflexiva en medio de la noche termina yendo a la casa de su madre donde lo espera una sorpresa relacionada con su problemática existencial. También lo cíclico aparece en “Un lector” donde el encuentro entre dos desconocidos a partir de una fotografía y la lectura de un libro durante un viaje termina sorprendiendo por el modo en que se tejen ciertas tramas secretas de la vida. En “Chapulina”, cuento donde lo trágico y fantástico se une de manera genial, un hombre se encuentra en una situación de violencia luego de una desafortunada situación que tiene con la gata que le regaló a su hija.
En otros cuentos, la pandemia generan diversas consecuencias en las personas o entre las parejas, como en “Los vagones del Sarmiento”, donde un matrimonio que se había separado decide pasar la cuarentena juntos, creyendo que la decisión beneficiará a la pequeña hija de ambos. “Hay quienes me dicen que estos cuentos son oscuros y quienes me dicen que tienen algo de humor; al escribirlos no pensé mucho al respecto” señala Ignacio Molina.“Hay un cuento inspirado en la muerte de mi papá. Pero hay otro cuento sobre un padre y un hijo que viajan por una autopista hacia el cementerio donde está el cuerpo de la mamá del chico y ex pareja del hombre. Es un cuento sobre la muerte de una mujer joven, que escribí cuando ni siquiera podía imaginar que este año, hace poco más de tres meses, iba a vivir algo tan doloroso e incomprensible como la muerte de mi hermana. Y lo extraño es que, como ya conocía el lugar, al escribir ese cuento, el cementerio que imaginé −pegado a la Panamericana− es el mismo en el que ahora descansa Florencia. Debido a esa casualidad dudé mucho en incluirlo pero me di cuenta de que soslayar la muerte no sirve de nada, más bien al contrario. Ante la muerte joven de alguien tan cercano todo lo demás, la literatura, por ejemplo, queda chiquito; pero al mismo tiempo se genera la conciencia de que esas cosas chiquitas son las que conforman la vida, a la que hay que valorar cada día más. Y la conciencia de que la manera de atravesar un duelo así no es paralizándose sino tomando impulso desde el dolor para intentar hacer de la vida algo con cada vez más sentido. Por esas cosas el cuento salió, aunque ya nada de lo que escriba sea lo mismo sin su lectura, y por eso el libro está dedicado a su memoria”.