EL CUENTO POR SU AUTOR

Escribiendo series de relatos interconectados, soy un desastre. El viejo cuento “Llano del sol” era el primero de una serie de relatos sobre una guerra del Interior contra Buenos Aires. La tenía bien armada en la cabeza, pero nunca la seguí. Hace poco logré terminar una, que será mi próximo libro. Tomé un “old hit”, “Un error de Ludueña”, y logré reconstruir el pasado del personaje (que en ese cuento muere) en media docena de relatos.

Antes, lo que más se acercó a una serie fueron tres relatos ambientados en un futuro con vacas voladoras: “El manuscrito de Juan Abal” (o “La ciudad de las vacas”), “El problema de Van Doren” y “La mosca loca”. Este último tenía un título engañoso: parecía referirse en lunfardo al dinero (o “la guita”), cuando en realidad tenía que ver realmente con una mosca gigante bastante chiflada. Había hecho algo parecido con “El polvo del mediodía”, que parece aludir a lo que el cineasta Eric Rohmer llama “El amor a la hora de la siesta”, pero que era lisa y llanamente el polvo que cae sobre Rosario cuando la aqueja una sequía. La mosca loca me encantó por su buena onda, y enfoqué el texto como un cuento de acción salvaje, bastante consciente de que estaba plagiando u homenajeando en parte Soy leyenda de Richard Matheson, al “uso nostro”. 


LA MOSCA LOCA

1

Esquivó sin dificultades las defensas, vagó perdida entre los álamos del frente y al fin chocó en un estallido de vidrios rotos y sonido contra el ventanal de la sala donde yo estaba escribiendo. No pude evitar el sobresalto: hice caer varias hojas al suelo y un vaso, que imitó en pequeño la explosión del ventanal.

Me acerqué y la observé con cuidado. Era una mosca común, de más o menos un kilo de peso. Estaba viva, aunque muy lastimada. Se le había quebrado la trompa y le chorreaba jugo por los cuatro costados. Se quejaba con un lamento suave y agudo, como el de un niño. “Mejor no tener problemas”, pensé. La levanté con cuidado y me dirigí al incinerador. Pero a mitad de camino cambié de idea y la llevé al dormitorio. Saqué un trozo de plástico del ropero y lo tendí sobre la cama. La deposité de espaldas, con la trompa partida hacia arriba y fui a buscar vendas y alcohol a la cocina.

Antes de volver al dormitorio activé las alarmas nocturnas. Era difícil que las vacas vinieran a esta hora, pero no podía darme el lujo de sentirme seguro.

Había hecho acopio de provisiones y pude cuidar atentamente a la mosca durante cinco días sin necesidad de salir. En los dos primeros pensé que se moría, pero luego se fue recuperando, cada vez con mayor rapidez. Se notaba sobre todo en la voz, que iba cambiando de los quejidos iniciales a un zumbido grueso, poderoso, como el de un avión. Al quinto día hizo un cortísimo vuelo de prueba en la habitación. Chocó dos veces contra las paredes y una contra el velador, que se hizo trizas. Ante esto último enfiló rectamente hacia la cama y se acostó otra vez de espaldas, jadeando. Le inventé una expresión de disculpa en los ojos facetados y la trompa recién cicatrizada.

A la noche atacaron las vacas. Vinieron en tres oleadas sucesivas. Siempre las traiciona el ruido. La que encabezaba la bandada mugía antes de caer en picada. Eso me da tres o cuatro segundos para encender los reflectores y acomodar los espejos. Luego veo cómo se multiplican sus imágenes y comienzo a disparar con calma las piedras y las lanzas de las primeras filas de arcos y catapultas. Si insisten, como sucedió aquella noche, utilizo algunas preciosas cintas de balas. Terminan por alejarse, siempre, con mugidos vengativos y dolorosos.

Al otro día recogí los cadáveres. Sólo quedaban dos, a medio caer entre los álamos. El resto lo habían recuperado. Nunca supe bien si lo hacen para tirarlos al mar o para enterrarlos. De todos modos lo que quedaba se traducía en doscientos kilos de carne, gran cantidad de cuero y dos pares de alas gruesas y musculosas que ampliarían mi colección de trofeos.

Estuve trabajando en descuartizarlas y desollarlas durante varias horas. Cuando fui a lavarme pasé por el dormitorio y vi que la mosca había volado. Me alivió y la extrañé al mismo tiempo. La falta de zumbido le daba a la casa un aire sepulcral. Puse un disco para reemplazarlo y salí al frente.

Crucé las apretadas hileras de álamos hasta llegar a las armas. Recogí un par de lanzas que habían caído cerca de los arcos y saqué algunas más del depósito. Una vez que terminé con los arcos coloqué las piedras en las catapultas.

Atardecía cuando acabé. Cien metros a mis espaldas, en la casa, el disco había terminado. El sol bañaba todo de rojo. Contemplé con orgullo, satisfecho, la fila de enormes arcos preparados, la hilera de catapultas tensas. Mañana sería otro día. Extrañé a la mosca: me había sentido muy solo en los últimos meses, desde que una vaca le reventó la cabeza a mi perro, en un vuelo a baja altura. Le había dado secamente con el casco, una sola vez. Al pensar en la ausencia de la mosca y en el perro, me di cuenta por qué no la había arrojado al incinerador una semana atrás. Fui apagando las luces y me acosté.

El zumbido me hizo pegar un salto. Durante una fracción de segundo, en la confusión del despertar, lo tomé por el timbre de alarma. Era la mosca que había entrado por el boquete del ventanal. Voló sin chocar con nada, dio una vuelta habilidosa alrededor de mi cabeza y se posó entre el ropero y la cama. Flexionó las patas y se quedó quieta, en silencio, posiblemente dormida. Sonriendo, apagué la luz. Me pregunté cómo sería ver con tal cantidad de ojos al mismo tiempo.

2

Fue una semana tranquila. Sólo una vaca perdida voló por encima de la casa, mugiendo desenfrenada, como borracha. Pude ver en uno de los espejos el cuerpo enorme y el batir de las pesadas alas bajo la luz blanca de la luna. La espanté con una de las catapultas. La piedra le pasó lejos, pero bastó para asustarla.

La mosca volvía puntualmente todas las noches, a veces al mediodía. No volaba como las que había visto hasta entonces: daba giros extraños en el aire, y a veces frenaba, bajaba, volvía a subir en líneas rectas y precisas.

“Una mosca loca”, pensaba yo, riéndome con ganas.

Una tarde recorrimos las calles abandonadas de la ciudad buscando un vidrio para reemplazar el del ventanal. No pude conseguir la medida exacta. La mosca volaba delante, atrás o a los costados del jeep. Se adelantaba siempre en las esquinas, como mi perro muerto. Estaba contento de haberla cuidado. Era una compañía útil, discreta. Cuando pasamos frente a la iglesia los evangelistas empezaron a gritar.

-¡Ven con nosotros, Steiner! -decían por enésima vez, desde las estrechas ojivas del templo-. ¡Nada puede el hombre solo! ¡Si Dios hubiera querido que el hombre viviera en soledad, habría creado uno, no millones!

A veces acompañaban sus gritos con el órgano, interpretando algún nostálgico coral de Bach, que me conmovía. Pero no me gustaba que no salieran a la calle. Una vez creí oír un mugido mezclado con las voces. Otra, los había visto en el parque, caminando en fila detrás de una vaca de paja, entonando “Oh, María Madre Mía”. Bastó para que apretara el acelerador a fondo cada vez que pasaba frente al templo.

Como dije antes, no pude conseguir la medida exacta del vidrio. Me vi obligado a recorrer los estantes de una librería hasta encontrar un Manual del Vidriero. Evité la iglesia de los evangelistas y crucé por el parque, quizá la única zona donde era posible ser atacado por alguna vaca diurna, que viera el jeep desde lo alto y se precipitara a tierra, buscando matarme. Al pensar en eso, recordé que hacía mucho que no escribía algún cartel. Faltaban tres horas para el crepúsculo. Giré a la izquierda. La mosca dio un par de vueltas alrededor de mi cabeza y zumbó hacia el otro lado.

Recogí tres aerosoles de pintura negra y uno de roja y los deposité en la caja del jeep. Elegí el muro largo y blanco de un estadio. No soy bueno dibujando, pero me salió una vaca insultante, con la lengua afuera, las alas rotas y una lanza atravesándole el cuadril. Para que el efecto fuera total dibujé un plato con tres o cuatro costeletas rojas. Coma carne de vaca, la mejor del mundo, escribí al lado con rasgos gruesos. Prácticamente había agotado los aerosoles.

Volví silbando, satisfecho. Rocé el borde del parque. Algo se movió en la cumbre de un palo borracho. Disparé sin apuntar, dos balas. Cayó una vaca enorme, que iba partiendo ramas a su paso, haciéndolas estallar como bombas. Al llegar al suelo levantó una nube de polvo. Era algo tan increíble que me detuve un momento, a mirar. Debía haber interrumpido su vuelo al amanecer, fatigada. Habría pensado dormir hasta la noche y recorrer el último tramo hasta las montañas, ya descansada. El ruido del jeep debió despertarla y se movió. Lo que me asombraba no era la vaca en sí sino cómo la había matado: sin mirar, a lo cowboy. Fue un día casi perfecto: sólo faltó conseguir el vidrio a medida.

3

A la noche puse un disco y me acosté en el sofá de la sala, decidido a no abandonar el Manual del Vidriero hasta saber con cierta exactitud cómo se manejaba una máquina de cortar vidrios. Estaba por la mitad del capítulo correspondiente cuando la mosca atravesó el boquete del ventanal, giró en líneas curvas y rectas por toda la habitación y entró velozmente al dormitorio. Oí un estrépito: sin querer había cambiado de lugar la silla donde ponía la ropa. Pensé en ir a ver si se había lastimado o si se había reabierto alguna herida, pero la mosca zumbó hasta la puerta, se mostró de frente y de perfil y entró por segunda vez. Luego dejó de oírse.

Rato después se acabó el disco. Me dio pereza levantarme a cambiarlo. Decidí releer el capítulo sobre la máquina y después acostarme.

Una tromba de sonido atravesó los álamos del frente. Una vaca se había dejado caer sin el menor rugido, a peso muerto, abriendo un boquete en el bosquecito. Y ahora caían más. Una pudo esquivar dos hileras de álamos y se trabó en la tercera. Pero las alas, reforzadas con piezas de acero, cortaron limpiamente dos troncos, dejando el campo libre a la vaca siguiente. A todo esto yo había tirado el libro a un lado, activado todos los reflectores, disparado la primera fila de lanzas y tomado la ametralladora que colgaba junto a la puerta de entrada, todo en un solo movimiento. Me sentía aterrorizado. Con seguridad el atraque era producto del cartel que había pintado a la tarde. Siempre las enfurecía la referencia a la época en que eran un simple alimento. Comencé a disparar al hueco de la vegetación. La primera vaca cayó como si hubiera tropezado con un muro. La segunda vaciló y la tercera tropezó con ella. Tiré al montón. Hubo un crujido en el techo: algunas ya habían llegado a la casa. La mosca loca zumbaba desesperada a mi alrededor. Sabía que también se jugaba su vida: las moscas son uno de los manjares predilectos de las vacas voladoras.

Seguí disparando, pero si la sucesión de moles no se detenía y me permitía llegar a la botonera de las armas la situación iba a ser insostenible. Hubo un respiro de dos segundos y di el salto. Lo primero que hice fue electrificar el techo. Se oyeron dos mugidos largos y agónicos. El olor a carne asada invadió la sala. Casi al unísono disparé las hileras de flechas y piedras que faltaban. Esperé un segundo: no habían bastado. Se oían nuevos mugidos en el aire. Tuve que recurrir a las ametralladoras. Recién cuando hube casi agotado la provisión de balas pude oír el silencio alrededor de la casa.

Me relajé un poco, al borde del desmayo: sudaba a mares, tenía la espalda destrozada por la tensión y me latía la cabeza. La mosca voló hacia las hileras de álamos, inspeccionó los cadáveres y entró por tercera vez al dormitorio, tranquilizada.

Yo no tenía ganas de dormir. Me recosté en el sofá. Desde allí pude ver que parte del sistema de espejos colgaba en fragmentos que brillaban como lentejuelas. Se habían derrumbado dos reflectores. Al día siguiente iba a tener que trabajar como un perro: replantar álamos, sacar parte de las vacas muertas, arreglar el sistema de defensas, recargar los arcos y las catapultas, conseguir balas. Sería imposible terminar con todo, pero tenía que hacer lo máximo posible. Con seguridad volverían a atacar a la noche, dispuestas a aprovechar los puntos flacos de la defensa.

Con los ojos fijos en el bosquecito roto, como hipnotizado, recordé al principio, cuando llegaron las vacas y la vida normal de la ciudad se hizo pedazos. No lo había sentido en absoluto. De día vagabundeaba por las calles, saqueaba los almacenes y las librerías. De noche me encerraba en algún departamento horizontal. En una de las correrías diurnas encontré la casa. Había oído hablar de ella. Era de un especulador que vivía en perpetua paranoia, esperando represalias por sus crímenes. Estaba en un barrio residencial, enclavada sobre una colina, rodeada por un tupido bosquecillo y con un sistema defensivo de reflectores y ametralladoras perfectamente instalado. Luego lo completé con los espejos, las catapultas y los arcos, intuyendo que serían armas buenas y baratas contra las vacas. Aquel trabajo me llevó varios meses. Las vacas atacaban en forma muy irregular: dos veces seguidas en una misma noche, o con intervalos de un mes. Cuando terminé la instalación me sentí solo. Me hizo falta tener algo vivo a mi lado y conseguí el perro.

Yo no era el último hombre solo en la tierra: estaban los evangelistas del templo, o alguna silueta furtiva que escapaba del jeep. También se hablaba de gente que había ido a las montañas, a esclavizarse bajo las pezuñas de las vacas en una ciudad, real o imaginaria. Y de otros grupos dispersos, cada uno con características distintas, por lo general organizados alrededor de un punto obsesivo que servía de núcleo. Yo los evitaba a todos cuidadosamente.

Pero ahora, rodeado de cadáveres, enfrentado a un trabajo abrumador para el día siguiente, me sentí completamente solo y abandonado. Extrañaba con todo el cuerpo a dos o tres mujeres de la época anterior a las vacas.

4

No había acabado de dormirme cuando ya estaba despierto. La mosca, descansada y veloz, atravesó la sala con un fuerte zumbido. La oí vagar entre los álamos, viendo con sus cien ojos los estragos de la noche.

Me sentía físicamente raro. No había dormido más de dos horas y no estaba cansado. Sólo un dolor fuerte en la espalda. Me quedé unos minutos inmóvil, con los ojos bien abiertos, y al fin me levanté, crucé la sala y salí.

Los destrozos superaban por completo mis posibilidades. Había que replantar más de once álamos. Sólo eso me llevaría hasta la noche, trabajando sin pausa. Y quedaban las hileras de arcos y catapultas, el techo, que podía estar deteriorado, sacar los enormes cuerpos, reemplazar tres o cuatro espejos rotos.

Suspiré: la mosca había desaparecido y me rodeaba el silencio. Volví a la casa y subí al techo. La imagen me sobresaltó. Lo que había caído no era una vaca sino un toro negro, majestuoso, con un belfo más grande que una mano abierta, ojos redondos y grandes que brillaban inmóviles al sol, inyectados en sangre, y un cuero lustroso, liso. Las alas, también negras, habían quedado abiertas, intactas, como cobijándolo. Tenían una envergadura casi inverosímil: superaban por un metro a las más grandes de mi sala de trofeos. Y los refuerzos de metal no eran de hierro, como la de los cadáveres de los álamos, sino de un metal amarillo: oro o cobre. La imagen era una explosión de poder, aunque la inmovilizara la muerte. Me quedé varios minutos contemplándolo. Era la primera vez que veía un toro alado: el ataque de la noche sería feroz.

Bajé a la sala. La idea de la lucha ya no me atraía como en los meses anteriores. Estaba cansado de aquella sucesión continua de alarmas, lanzas y cadáveres, harto de desollar y recargar armas.

Fui al dormitorio y saqué ropa del armario. La acomodé en una valija grande, de cuero de vaca. Recogí varios libros. Coloqué la valija y los libros en la caja del jeep. Desmontar tres ametralladoras no me llevó más de una hora. Las cargué atrás junto con la que estaba instalada en la sala.

Aceleré hasta el portón y, antes de seguir recto por la calle, di el último vistazo a la casa. Había vacas enganchadas entre los álamos, algunas tocando el suelo con las pezuñas, otras completamente caídas. Las hileras de arcos y catapultas, descargadas, parecían esculturas inofensivas.

El bosquecillo estaba como devastado por un bombardeo. El conjunto daba una fuerte impresión de muerte, vacío y silencio. Apreté el acelerador. A las tres cuadras la mosca loca se descolgó desde las alturas, dio dos vueltas alrededor de mi cabeza y comenzó la rutina de adelantarse en las esquinas, como acechando un posible peligro.