Seis señoras que rondan los setenta están sentadas en una casa frente al mar, en California. Dos quieren hacerles un regalo a las otras. Y es que necesitan testear un producto. “¿Cómo se sienten al masturbarse?” pregunta Grace para romper el hielo. Cuatro de ellas se escandalizan. Grace y su amiga Frankie saben que no será fácil apagar prejuicios arcaicos. Pero aún así, confían plenamente en el producto que inventaron: el vibrador Menage et moi, diseñado con especial esmero para quienes padecen artritis y con botoncitos de colores para quienes no ven bien. Con varias velocidades y muy liviano. En definitiva, una auténtica fuente de placer para que las “adultas mayores” (llamadas así en el colmo de la corrección política) puedan provocarse placer a sí mismas.
Grace es la divísima Jane Fonda, que a los 79 años se sigue paseando en tacones y jeans de diseño con elegancia descomunal. La ultra comediante Lily Tomlin asume la piel de Frankie, una señora new age de 77 años (los que tiene en la vida real) que apuesta por las zapatillas Converse, las remeras de Neil Young y un novio nuevo (granjero y negro, para contrastar con su ex, abogado, blanco y judío). La serie en la que estas dos actrices se juntaron no es otra que Grace y Frankie, que en su tercera temporada en Netflix sigue redoblando la apuesta. Y es que si el planteo inicial era cómo sobreviven dos mujeres cuando se enteran de que sus maridos han sido amantes (sí, amantes entre ellos) por décadas, ahora la pregunta es ¿cómo gozan y aman las chicas que ya tienen edad de ser abuelas?
Ésa fue la cuerda de la que tiró la co-creadora de la serie Marta Kauffman (la misma de Friends) cuando comenzó a crear esta historia especialmente para la dupla Fonda-Tomlin junto a Howard Morris. A la vez, las dos actrices son amigas desde hace rato y, por ejemplo, trabajaron juntas en aquella película de los ochenta que aquí se llamó “Cómo eliminar a su jefe”.
En la primera temporada, Grace, Frankie y sus maridos (Martin Sheen y Sam Waterson) se encuentran en un restaurant coqueto. Ellas no tienen mucha onda entre sí: Grace estaba al mando de una empresa de cosméticos que hace un tiempo dejó en manos de una de sus hijas. Frankie se ha dedicado a pintar y ahondar en el universo de los rituales mágicos ahora que sus dos hijos adoptivos se fueron de casa. Estos dos extremos casi prototípicos confluyen cuando reciben al mismo tiempo la noticia de boca de sus futuros ex maridos: ellos quieren divorciarse porque hace veinte años que se enamoraron.
De allí para acá, la serie ha recorrido un largo camino. Grace y Frankie se han ido a vivir juntas frente al mar (esta gente no tiene problemas de dinero) y aprendieron a adorarse (incluso flirtean en algunas escenas). Tienen amores que habían dejado en el camino y preguntas sobre cómo se llevan la sequedad vaginal y el orgasmo. Tampoco eluden la sombra de la muerte. De hecho, se encargan de las cenizas de una gran amiga común luego de acompañarla hasta sus últimas horas.
Además, las protagonistas de Grace and Frankie conocen el lado b del mainstream. Fonda habló recientemente de una violación que sufrió cuando era joven y denunció la perversión de una industria que reduce a las actrices a bienes suntuarios. Tomlin es pareja de la productora Jane Wagner desde los setenta y, cuando se casaron en 2013, tuvo que salir a explicar lo difícil que es en Hollywood decir que una es lesbiana.
El gran mérito de Grace and Frankie es poner en foco el deseo de mujeres que la sociedad ve como ancianas cuando claramente no lo son. Un deseo incómodo y negado. A la vez, sus ex -que se terminan casando- son tan “adultos mayores” como ellas. Y los cuatro forman un raro equipo que en cada capítulo cuestiona la idea de que la vejez es el acabose.
Como frutilla del postre, la banda de sonido tiene a figuras del soul como Aretha Franklin, Mavis Staples o Adreya Triana.