Este pasado viernes el coronavirus mató a 1.379 brasileños. Casi 58 por hora. Casi uno por minuto.
Y el único movimiento del gobierno para implantar un plan nacional de vacunación consistió en determinar a los fabricantes la entrega de toda su producción de agujas y jeringas al ministerio de Salud.
El argumento de la necesidad de crear un programa de distribución no convenció a nadie: quedó claro que se trató de otro paso más en la guerra política entre el presidente Jair Bolsonaro y el gobernador de San Pablo, el ex aliado y ahora enemigo João Doria, que encargó millones de instrumentos para vacunar.
La medida fue anulada por Ricardo Lewandovski, ministro del Supremo Tribunal Federal, máxima instancia de la justicia en el país, quien fue especialmente duro al afirmar que “la incuria del gobierno federal” no puede penalizar la eficacia del gobierno de San Pablo.
Se dice que “en los próximos días” se divulgará el esquema nacional de vacunación, pero no se sabe cuándo.
O sea, se confirma que Bolsonaro y su gobierno siguen igualitos a lo que se vivió y vio el año pasado.
En la mesa del presidente de la Cámara de Diputados reposan al menos 54 pedidos de apertura de un juicio para destituir a Bolsonaro. ¿Por qué no fueron llevados adelante? No hay respuesta.
Juristas indican que Bolsonaro ha cometido docenas de actos que configuran lo que la ley determina como “crímenes de responsabilidad”. Y no pasa nada.
Luego de la invasión del Capitolio en Washington por seguidores fanatizados (e incentivados) por Donald Trump, su émulo tropical hizo el esperado comentario: reiteró que Joe Biden ganó gracias a una secuencia de fraudes, y advirtió que si en 2022 sigue en Brasil la votación electrónica también habrá fraude y lo que ocurrirá será “mucho peor de lo que pasó en Estados Unidos”.
La reacción de políticos e integrantes del Supremo Tribunal Federal fue enérgica y dura.
Bolsonaro permaneció inmutable.
Mientras, la pila de muertes provocadas por la desidia presidencial no cesa de crecer.
¿Hasta cuándo?