Me hubiera gustado ver Rosetta en el cine cuando se estrenó un febrero, casi dos décadas atrás.
En verano voy mucho al cine, es otra forma de apagar el calor y barrenar con las imágenes. La última vez fuimos con mi compañero al Arteplex de la avenida Cabildo porque con la tarjeta de débito teníamos descuento en las entradas. Llegando a la boletería me di cuenta que, como en los días de dispersión aguda, no había llevado el monedero. La boletera vio la expresión vigorosa de los nueve meses en mi cuerpo y nos dejó pasar porque, auguró, se nos venía una temporada sin cine. Ahora que podríamos hacer el intento y dejar a nuestra hija con alguna de sus abuelas para ver algo en la pantalla grande, ya se sabe, no es posible.
Pienso que necesito entrar en la oscuridad del cine para que el silencio de otras respiraciones me ponga en órbita. Como quien va al teatro o a la cancha, necesito la multitud para concentrarme. Extraño la fiesta de las emociones alrededor del fuego de una película.
La historia que me une a Rosetta es la historia del verano y, por eso, es la historia de un cuerpo. No hay verano sin piel.
La primera vez que la vi fue por casualidad, un incipiente enero, en una fiesta de terraza cubierta por personas desconocidas que se meneaban. La dueña de casa estrenaba un proyector y compartía el tesoro como si fuera una bola de boliche. Debía ser enero de 2010 y en esa época se estilaba poner películas como fondo a la fiesta. Lo que se veía no tenía nada que ver con lo que pasaba. En esa disociación vi una parte de Rosetta, más específicamente toda la primera parte del film que se proyectaba sin sonido sobre una pared húmeda. La austeridad sonora fue honda.
La volví a enganchar otro enero. Podría decir que fue esta vez, entonces, que vi --realmente vi-- Rosetta, uno de esos veranos porteños donde mis amigas me prestaban pendrives cargados de batería y películas para lograr torcer un poco la letanía del calor. Estaba en mi habitación de la calle Metán y veía la peli en una Olivetti 21 pulgadas a la que le faltaba la tecla Y. El sonido de la notebook funcionaba perfecto pero acá también la austeridad sonora fue dolorosa. Me hubiera gustado vivir esa magnitud en el cine.
Cierro los ojos, salto a otro verano con el cuerpo esmaltado por la transpiración. Es una temporada de ensayos, vamos a estrenar En lo alto para siempre y pensamos que podemos esconder un poco de Rosetta en Lidia, la hija de nuestra obra de teatro.
Mi escena preferida es la que revela una intimidad tibia, la del baile. Riquet le pregunta si quiere bailar, Rosetta dice que no sabe y sigue comiendo. Él dice que no importa. Ella lo sigue todavía con el cacho de carne en la boca y mastica y también trata de dar con los pasos. Se agarran las manos y la música va en un sentido y sus cuerpos en otro. Por un momento existe una especie de armonía de piedra. Justo ahí, el baterista hace un solo imposible de seguir y los cuerpos se vuelven otra vez reyes de la torpeza.
Salto de un año a otro, me doy cuenta que a Rosetta solo la veo en verano y siempre me muerde en la misma parte incierta del corazón.
Pienso en la inestabilidad de estos tiempos extraños que tocan y me abruma el modo hostil en que se establece la relación con el mundo. No hay tiempo sin textura. Pienso en mis canciones favoritas para pasar los vacíos y aguantar hasta que llegue la corriente cálida.
Leo por ahí: el contacto con les otres es lo que sana los daños en el cuerpo. Nuestros cuerpos intentan juntos para atrapar un puñado de brillo en el día sórdido. El intento es pantanoso, infantil, animal.
En la escena final, Rosetta carga con una garrafa que la doblega en peso. Atraviesa el camping embarrado. Riquet la rodea con la motocicleta. Cuando Riquet no está dentro del plano, lo que limita a Rosetta es el sonido. El único ruido tan tajante en la película es el motor que se enciende y aleja como una sirena. El caño de escape de la motito escupe humo, dióxido de carbono, una nube gris. Las caras de Rosetta y de Riquet están arruinadas. La garrafa pesada se carga a Rosetta y la vuelca. La garrafa es un ancla a la tierra húmeda. Ahora Rosetta tose, llora, se confunde. Riquet baja de la moto y se acerca un poco al cuerpo delgado con campera. Ella lo mira. Todo esto dura tres minutos o algo más, hasta que la cámara corta a negro.
Estoy por dormir, escucho el ronquido suave de mi bebé. Con la cabeza en la almohada y los ojos cerrados pienso en todas las películas que me falta ver en el cine, la lista se abre como una flor nocturna y rompe en la oscuridad del momento. Imagino que, en el cine, cuando la cámara corta a negro es parecido al apagón en el teatro, un apagón material y espeso.
La película sabe andar por el silencio sin arrugarlo. Ese final me deslumbra: un plano inconcluso, como cortado de cuajo, en lugar de dar fin, hace aparecer un abismo que abre. No hay vuelta atrás después de esa apertura.
Eugenia Pérez Tomas (Buenos Aires, 1985) es escritora y directora de teatro. Escribió y dirigió las obras: Las casas íntimas, Rodolfo, Beatriz y Fantasma Unicornio; Disparo de Aire y, en colaboración con Camila Fabbri: En lo alto para siempre y ¡Recital Olímpico!, a estrenarse en 2021. Parte de su dramaturgia fue publicada por Rara Avis en Hacer un fuego. Su novela Frutas tardías se editó por el sello Paisanita. Acaba de publicarse su libro de poemas Los buenos deseos por la editorial Elefante.