[Desde Villa Gesell]
A diferencia del enero de 2020, cuando el asesinato de Fernando Báez Sosa perpetrado por un grupo de rugbiers frente al boliche Le Brique depositó la atención mediática en la ciudad, esta vez Villa Gesell no fue el epicentro de las noticias-escándalo de la temporada. Más allá del romanticismo y la mística de las vacaciones, todo verano tiene su bardo inaugural, pero el del actual lo anfitrionó Pinamar, con policías acelerando cuatriclos en la playa para dispersar el amontonamiento de pibes, fiestas clandestinas por la noche y un parador usado como boliche after-beach.
En la víspera, Mar del Plata había sido algo así como la banda soporte con esa insólita tangana en Las Toscas, un balneario de orillas estrechas en el que se pudrió todo tras un picadito de fútbol. En silencio, el Partido de la Costa –con la potencia de sus 15 localidades y sin mayores escándalos– se ubicaba por primera vez en su historia como el destino playero más concurrido de la primera quincena de enero.
El tremendo temporal pronosticado a último momento la semana pasada puso a todos en pie de igualdad durante una jornada entera: la tormenta apagó el sol y corrió el calor a fuerza de vientos que tumbaron árboles y arruinaron casas. Como en las "viejas" épocas del ASPO, la pibada debió bajar la manija y recluirse por unas horas entre cuatro paredes. La sudestada al lado del mar no da para andar jeteando en las playas y en las calles.
Entre toques y clausuras
Dos días después de ese desastre climático, apareció la noticia de un posible toque de queda entre las 22 y las 6. Mientras los casos de Covid aumentaban en todos lados, la costa venía mostrando imágenes de alarmante desapego al barbijo y a la distancia social, tanto de noche como de día. Hasta entonces venía zumbando con fuerza entre los comerciantes de la costa el rumor de que la temporada podría clausurarse por decisión oficial el 15 de enero, ante el aumento de contagios y la sensación de descontrol. Y por comerciantes nos referimos al dueño de un mercado, pero también a un churrero, un artesano o el gestor de un bar.
La norma del 22-a-6, aunque menos alarmante que la versión inicial del "fin del verano", generó reclamos en el rubro nocturno. Que, en la oferta juvenil, se reduce a bares. Algo similar había pasado con los cámpings y la protesta que logró revocar la inicial proscripción provincial al acampe, opción gasolera que siempre tuvieron a mano los pibes de bajo presupuesto para irse de veraneo.
La Provincia de Buenos Aires había autorizado a los boliches a funcionar solamente en sus espacios al aire libre, dejando la decisión final en cada ciudad. Y Gesell se negó porque ya se incubaba desde el verano pasado la idea de cerrar todas las discos locales justamente después del asesinato de Fernando Báez Sosa, producido en la calle pero incubado en un boliche atestado de pibes, hormonas y alcohol, un roce entre grupos y el ataque final en la vereda frente a la entrada de Le Brique.
El proyecto nunca se llegó a tratar, por la pandemia, el invierno y otras urgencias. Pero la discrecionalidad que en este verano pandémico la Provincia les dio a los municipios costeros para habilitar o no la actividad bolichera fue aprovechada por Gesell, que le bloqueó a Pueblo Límite –uno de los gigantes de la zona– la posibilidad de abrir.
Clandestinidad al palo
Sin boliches ni paradores (un rubro que Gesell nunca llegó a explotar para el público joven, justamente por la existencia de los primeros), la única oferta nocturna que tienen los pibes (y no tanto) en la Villa durante esta temporada es la de los bares. Más aún después del cerrojo que intentó aplicarse al acceso playero de noche. El lugar de los fogones y el romanticismo –sea chape, sea garche: el que esté libre que tire la primera piedra– también se volvió restrictivo. A partir de las 22, la policía puede bajar a la playa a ver qué anda pasando y decidir quién puede quedarse y quien no.
Villa Gesell tiene alrededor de 30 bares. Desde la la franquicia de la cervecería artesanal Baum, cerca del acceso norte, hasta el legendario Mr. Gone (reducto de shows desde los '90) y La Zorra (anfitriona de ferias de libros independientes) ambos en Mar Azul, el extremo sur del Partido. En el medio hay otros perfiles, y gran parte de ellos conviven en la cuadra de la 105, entre las avenidas 2 y 3.
Ese polo fue calificado alguna vez por un diario grande como "El Bronx geselino", porque tenía bares rockeros, pooles, un boliche de mediana escala y un antro con bandas en vivo que llevó distintos nombres, La Reina el último. Jóvenes Pordioseros (banda de Lugano, pero prohijada en esa cuadra de juventud y verano), lo hizo poesía en 105 y 3, una canción que explica muchas cosas en su primera frase: "Voy a salir… cuando caiga el sol".
Finalmente, las presiones de este sector en distintas localidades turísticas logró que la norma del 22-a-6 se flexibilizara a un "de 1 a 6" que obliga a cerrar bares y todo tipo de comercios (también actividades culturales y deportivas) aunque no la circulación de gente por la calle. Mientras tanto, se detectan y anuncian oficialmente en Gesell fiestas clandestinas (de 35 personas en el centro, de 140 hacia el oeste), usando siempre el verbo "desbaratar". Incluso hay dos líneas telefónicas para "denunciar" anónimamente fiestas clandestinas a toda hora: uno es el clásico 911, el otro es el 103, históricamente usado para emergencias.
La nueva norma
Como sea, la nueva norma comenzó a funcionar hoy, aunque con la advertencia de que podrán volver a ajustarse algunas tuercas si el escenario y los números recrudecen. Además, se establecieron multas literalmente millonarias para quienes incumplan este decreto con reuniones numerosas. Pero, nuevamente, ¿cómo se controla la intensidad de una multitud de pibes con las hormonas en ebullición a la que les abriste la puerta pero, en el medio, les cerraste ventanas?
Parece haber –no solo acá; en todo el mundo– un estado de inconsciencia colectiva que se manifiesta con mayor o menor expresión. Alguien sostiene por ahí que, en cierto punto, representa la nueva forma que algunos –¿muchos? ¿pocos?– jóvenes tienen de oponerse al mundo adulto, ese universo de reglas y autoridades que se presenta fastidioso, censor y controlador.
En el medio, aparece una pandemia que patea el tablero de todas las normalidades, entre ellas las de las relaciones intergeneracionales. Y que pone en cuestionamiento el sentido de libertad, más dependiente que nunca –aunque sea un poco– de cierta responsabilidad social. Un debate que maneja hábilmente la nueva derecha para captar, justamente, jóvenes. Pero ésa es otra discusión.
Volviendo al verano, la playa, el piberío y la presión que ejercen los locales nocturnos para no tener que cerrar a la 1, la salida, de momento, está en el sistema de fases. Lo determina un coeficiente que divide contagiados cada cien mil habitantes, nuevo elemento para analizar la tasa de incidencia de casos activos. Las restricciones horarias aplican para los que están en la fase 3 y la 4, entre ellos, todos los destinos de la costa. En la fase 5, sin proscripción horaria alguna, aparecen apenas 17 de los 118 municipios bonaerenses, algunos transitados de costado por quienes van a la playa por las dos rutas tradicionales (la 2 y la 11), como Lezama, Castelli o Lavalle.
Se abre entonces una batalla en la arena para pasar de fase y llegar a esa quinta dimensión que elimina el cierre comercial ni bien comienza la madrugada. Pero también se coloca la lupa en cómo los jóvenes se comportan ante esto que se ve (en comparación a la idea primigenia de clausurar la temporada el viernes) como una "segunda oportunidad" para salvar al verano de una calamidad. El índice que determina la fase se actualiza en cada quincena. En quince días, entonces, tendremos una nueva foto sobre el primer verano en pandemia de la historia argentina.