Hace poco más de quince años en ocasión de los debates de la Cumbre Mundial sobre la Sociedad de la Información se comenzó a problematizar la cuestión de la "brecha digital". Hasta ese momento los estudios de comunicación se habían ocupado del desequilibrio de los flujos informativos nacionales e internacionales, con cierta perspectiva positivista. No obstante, esta vez se presentaba un tipo de desigualdad de acceso a servicios comunicacionales novedosa. Una nueva grieta venía a sumarse a la larga lista de injusticias sociales, económicas y culturales vigentes. Nadie lo dijo en la Cumbre pero se podía aventurar que si donde hay una necesidad social, nace un derecho, el acceso a la conectividad digital, más tarde o más temprano, lo sería. Damos cuenta, entonces, de un emergente inevitable. No fue extraño, cuando en el 2011 la ONU, en la voz de su Relator de Libertad de Expresión, Frank La Rue, planteó que el acceso a Internet era un derecho humano. Lo mismo cuando la declaración conjunta de los relatores de ONU, América, África y Europa del mismo año lo ratificaba sosteniendo que "los estados están obligados, positivamente, a facilitar el acceso universal a Internet (…) estableciendo regulaciones para crear un acceso inclusivo y más amplio".
Ahora bien, nada puso tanta luz sobre la necesidad emergente como una inesperada pandemia acompañada de una cuarentena sanitaria prolongada por meses. El trabajo, la educación y prácticamente la vida toda se volvieron imperativamente remotos y con ello, devino urgente el acceso a una conectividad sostenida.
Pudimos advertir, entonces, que la idea de brecha digital era muy escueta o, al menos, insuficiente en este contexto. No se trataba sólo de estar conectado. Porque esa conexión podía ser por celular o por computadora, por abono o prepago, con velocidad de 1 Mb o de 100 Mb, en condiciones familiares aptas o no, con alfabetización suficiente en las herramientas de software o no. Es decir, existen diferentes formas de habitar la conectividad que exceden el flujo de datos, para dar cuenta de escenarios igualmente trascedentes y condicionantes.
En este contexto fue que el Estado argentino dispuso la definición de la telefonía móvil y los servicios TICs como servicios públicos fue un avance, como señalamos las carreras de comunicación y periodismo en sendas declaraciones y, fue otro luego que se obligara a los operadores a brindar una Prestación Básica Universal a precios asequibles tal como lo volvimos a destacar. Hacemos énfasis en este punto porque existe un indicio elocuente que la preocupación excede el plano instrumental para avanzar hacia escenarios inclusivos, desde una perspectiva integrada.
Estamos acostumbrados, en general, a que toda vez que el Estado (cualquiera sea) avanza en regulación o control de servicios, las empresas anticipan climas apocalípticos de opinión y se plantea que cualquier obligación de inclusión es económicamente inviable. Se contraponen aquí a las nociones inclusivas, las vertientes más aprensivas que sostienen las lógicas de las comunidades de mercado: tener para ser; ser para pertenecer; pertenecer para no ser invisible.
El punto es que jamás transparentan los números de sus negocios para demostrar lo que pregonan. Es preciso desagregar las cadenas de valor y que también el Estado produzca mayor y mejor información de los mercados comunicacionales. Sólo de ese modo la actualización permanente de los servicios inclusivos puede resguardar el equilibrio entre la garantía de acceso y la sustentabilidad económica que no produzca pérdidas graves a los operadores. Las asimetrías que caracterizan al concentrado mercado comunicacional argentino requieren de políticas específicas para la diversidad de actores con participación de trabajadores, usuarios y especialistas.
Pero la intervención estatal no puede reducirse a la mera elaboración normativa, aunque ello resulte –por supuesto- un paso trascendente. Es necesaria la inversión en infraestructura, el fomento de actores cooperativos y comunitarios, el robustecimiento de las políticas públicas de acceso a contenidos como la TDA y el control –con participación efectiva del sistema universitario- de lo normado para asegurar diversidad y pluralismo. La política que busque asegurar el derecho humano a la comunicación no se agota en una norma, ni en una política, ni en un acuerdo con medios, cámaras o prestadores. Muy por el contrario, debería ser una búsqueda permanente basada en la participación social plural y diversa para el mejoramiento de la sociedad democrática.
* Presidente de la Red de Carreras de Comunicación Social y Periodismo de Argentina - REDCOM
** Presidente de la Federación Argentina de Carreras de Comunicación Social – FADECCOS