Demuestra que Franco es un zombi, le dice Coralina, la profesora de historia que bien sabe ganarse odios de claustro, a su alumno Bruno en la serie Merlí. Se lo dice mientras humedece pequeños cactus con un rociador, “no solo encontrarás vestigios del franquismo en tertulias radiofónicas, si paseas por Barcelona verás placas del ministerio de la vivienda en muchos edificios (Bruno vive en uno de ellos), por toda España hay calles dedicadas al dictador y también puedes elaborar un mapa de fosas comunes”. Los cactus ya están hidratados pero en lista de consejos tutelares de la profesora no aparece la peor de todas las pistas zombi: los asesinos del Franquismo y la Transición continúan caminando por las calles y sus crímenes gozan de impunidad. La misma impunidad con la que vive el asesino de Yolanda, Emilio Hellín Moro, el bruto de confianza de Fuerza Nueva (liderada por Blas Piñar López), condenado a 43 años y al que después algunos pocos de encierro y con un intento de fuga dejaron escapar de la cárcel con un sorprendente permiso penitenciario, irse al Paraguay de Stroessner y volver a España con nuevo nombre, Luis Enrique Helling, para formar parte en el siglo XXI de los “Cuerpos y Fuerzas de la Seguridad del Estado en casos judicializados e instruir a sus agentes en técnicas forenses de espionaje y rastreo informático”. Yolanda González tenía diecinueve años cuando el 1º de febrero de 1980 fue asesinada en Madrid. Un comando de ultra derecha con Hellín Moro a la cabeza la sacó de su casa en el barrio de Aluche, la torturó, la asesinó y arrojó su cuerpo en una zanja al costado de una ruta de San Martín de Valdeiglesias. Fue Hellín quien la obligó a salir del auto y le disparó dos tiros en la cabeza a menos de un metro de distancia, Abad Velázquez, otro fascista del comando, “la remató en el suelo”. Yolanda era vasca, militaba en el PST (Partido Socialista de los Trabajadores) estudiaba en el centro profesional de Vallecas y trabajaba limpiando casas para pagar sus estudios y para no cargarle más gastos a su familia que apenas podía mantenerse en la Ribera de Deusto. Cuando apareció su cuerpo, el comando envió un comunicado reivindicando la masacre. Con ETA como excusa (Yolanda no era de ETA) la mataron como ya venían matando a otrxs, solo para atacar directamente a las movilizaciones estudiantiles que salían a la calle en tiempos de la transición, tiempos del fraude. En el documental de Isa Rodríguez, Yolanda en el país de lxs estudiantes (2013), los ojos de Rodríguez detrás de la cámara develan la vida de Yolanda –hay infancia, familia, calles de pueblo, miradas abiertas de ojos enormes y mantillas– y la verdad sobre sus asesinos a través de una miscelánea de voces y recuerdos que no desorientan los sueños a pesar de no poder recomponer los días rotos y que con ánimo trasnochado sin tiempo ni pereza parpadean secretos y la imaginan hoy viva y luchando veloz por causas feministas. 

Mientras los alegatos construyen –reconstruyen–, dan cuenta de las sucesivas muertes “y de tus otras muertes, estas otras muertes que te han infligido las sombras negras” que buscan el olvido y del horror de encubridores con el que conviven, miembros de bandas fascistas que apeadas desde las instituciones del Estado asesinaron en aquellos años a muchas personas (en su mayoría a jóvenes y a mujeres a las que violaron) en la mal llamada transición democrática y que no fueron ni detenidos ni juzgados.