Una de las sorpresas genuinas de la temporada 2020 llegó con la rúbrica más insospechada, al menos para quienes habían desahuciado artísticamente a Steve McQueen luego de la incursión en el porno-esclavismo de 12 años de esclavitud. Siete años después de que aquel largometraje ganara el Oscar a la Mejor Película, el realizador nacido en Londres en 1969 años se despachó con un quinteto de telefilms, englobados bajo el título general Small Axe (como la canción de The Wailers), que merece figurar entre lo mejor de la producción televisiva de los últimos tiempos. Al fin y al cabo, entre esos cinco relatos unitarios hay al menos dos muy buenas películas y una pequeña obra maestra, amén del irresistible interés que cada “episodio” le aporta al proyecto general, una mirada obsesiva y cariñosa hacia aquellos “ciudadanos británicos negros que trabajaron para inscribirse a sí mismos en la historia de una nación que, demasiado seguido, los ha enfrentado con la crueldad y la negligencia”, en las precisas palabras del crítico cinematográfico Michael Sicinski. Más allá de disfrutar de algunas exhibiciones en festivales de cine como el de Nueva York, Small Axe fue producida por la BBC y Amazon y sus cinco integrantes pueden verse en territorios como Estados Unidos, el Reino Unido y España en diversas plataformas de streaming. En nuestro país, en tanto, se espera un lanzamiento durante este año. Será una excelente oportunidad para reencontrarse con una relectura moderna de una vieja tradición británica –las historias de la clase trabajadora, el kitchen sink drama con contenido social–, en este caso enfocada con precisión milimétrica en la comunidad de inmigrantes, y sus hijos y nietos, de las alguna vez llamadas Indias Occidentales: las excolonias y protectorados del Caribe, en particular Jamaica y Trinidad y Tobago. Cada una de las películas, cuya duración oscila entre los 130 y los 65 minutos, describe la vida de un puñado de personajes y recorre tres lustros en la historia de la capital londinense, desde 1968 hasta 1984.
Vista en su conjunto, Small Axe ofrece la forma de un complejo tapiz humano marcado por la opresión sistemática de un estado que no puede (ni quiere) evitar la existencia de ciudadanos de segunda categoría. Los relatos, en más de un caso basados en vidas reales, van de la denuncia política –otra añeja costumbre del cine británico– a la posibilidad de conjurar un espacio de libertad para los cuerpos, las mentes y los espíritus. La música, en ese sentido, es esencial. Casi una condición sine qua non. Cada uno de los cinco capítulos ofrece un cofre lleno de tesoros para el oído, del soul y el r&b más popular a todas las vertientes de los ritmos jamaiquinos, del mento al ska, del roots al reggae, del dub al lovers rock. Pequeñas hachas que, aplicados bien el ángulo del corte y la fuerza del impacto, parecen capaces de derribar el árbol más grande. “Todo empezó hace muchos años”, declaró Steve McQueen en una entrevista con la revista Rolling Stone. Para el realizador, cuyo nombre ha dejado de remitir de inmediato a su homónimo, la famosa estrella de Hollywood de los años 60, la génesis tuvo que ver con el hecho de “querer ver esas películas, esas historias que todavía no habían sido contadas. Quería hacer estos films para que mi madre pudiera acceder a ellos. Cuando empecé a investigar, surgieron muchas historias reales. Mangrove, Red, White and Blue y Alex Wheatle están basadas en hechos verídicos”. Al ser consultado por el trabajo con los actores, McQueen responde algo general, dando una pista de la esencia del proyecto. “Muchos de los padres de los actores de estas cinco películas vienen de esa época. De la era de los sound systems. Eso fue algo muy liberador para ellos, ya que podían interpretarse a sí mismos. Y es eso: cierta negritud. Cada uno de ellos posee un aspecto de esa negritud. Fue algo realmente hermoso”. Y ser negro en el Reino Unido, incluso en una ciudad cosmopolita como Londres, no era (¿lo es ahora?) tarea sencilla.
Pequeñas hachas
La película que abre el juego, Mangrove –la más extensa, la única filmada en 35mm y pantalla ancha– ofrece varios puntos de contacto con otro largometraje reciente, El juicio de los 7 de Chicago, de Aaron Sorkin. Aquí también un caso particular de la Historia con mayúscula es utilizado como punto de partida para un drama judicial, en el cual la posibilidad de una condena para un grupo particular de personas se convierte en mojón simbólico de enorme potencia. El restaurante The Mangrove abrió sus puertas en 1968 bajo los auspicios y gerenciamiento de Frank Crichlow, un inmigrante de Trinidad y Tobago instalado en la zona de Notting Hill. Rápidamente, el lugar se transformó en un refugio de la comunidad de inmigrantes del barrio y, más allá de las visitas de los clientes regulares, sus mesas también solían ocuparse por activistas y figuras de la cultura, incluyendo nombres famosos como los de Bob Marley, Jimi Hendrix y Vanessa Redgrave. Las razzias eran moneda corriente y cuando la presencia de la policía comenzó a ser tan constante como peligrosa –logrando que la clientela terminara escaseando– varios referentes de la zona plantearon la posibilidad de marchar hacia el destacamento policial cercano en señal de protesta. Para McQueen, pensar en estas cinco películas es también pensar “en los Estados Unidos, en George Floyd. Hacerlas provocó algo muy reflexivo respecto de dónde estamos, cuán lejos hemos llegado, hasta dónde necesitamos llegar. Las veo casi como si fueran películas de ciencia ficción: nos hablan más sobre el futuro que sobre el pasado”. “Si tú eres el árbol grande, nosotros somos la pequeña hacha”, se escucha en la banda de sonido, mientras Frank Crichlow (el experimentado actor Shaun Parkes) reflexiona sobre los pasos a seguir. ¿Deba quedarse o debe irse? ¿Debe subir el volumen del conflicto con la policía y apostar a todo o nada o, por el contrario, cerrar definitivamente el lugar y pensar en nuevos rumbos? La primera hora de Mangrove se encamina hacia el momento bisagra que divide la película en dos mitades: la protesta que culmina en enfrentamiento violento y, eventualmente, en el juicio de los 9 del Mangrove. Con algo del cine de Ken Loach y una mirada siempre cariñosa hacia los protagonistas, McQueen describe antes del clímax usos, costumbres, formas y detalles de un estilo de vida que muchos no considerarían “británico”.
Hay dos aspectos que pueden delinearse como menores pero que, sin embargo, hacen de las cinco películas un ente compacto en términos culturales: el fuerte acento con el que se pronuncia el idioma inglés, mezclado desde luego con el criollo antillano o patois, amén de una enorme cantidad de palabras de un slang extremadamente idiosincrático; y la costumbre gestual de “besar” o “chupar” los dientes”, sonido típico que, para los inmigrantes de las islas, denota usualmente desaprobación o molestia. Esto último es precisamente lo que hace Crichlow cuando una integrante de los Black Panthers ingleses le propone marchar por las calles en protesta por los acosos de la policía. Luego llegará el juicio, que en la vida real ocupó cincuenta y cinco días, del cual los nueve acusados de provocar disturbios terminaron absueltos, exponiendo en el camino, ante el jurado y el público, una pizca del racismo y xenofobia inherentes el sistema judicial. Mangrove es el más clásico de los cinco largometrajes que integran Small Axe y, en algún punto, el más “épico” en términos de dramaturgia. ¿Pueden verse las entregas en cualquier orden? Sin duda, pero para el director de Hunger y Shame: sin reservas lo ideal es recorrerlas tal cual fueron emitidas por la BBC. “Mangrove debe ser la primera y después Lovers Rock. En tercer lugar Red, White and Blue y luego Alex Wheatle. Quería que el optimismo de Education estuviera en el final. Crecí escuchando álbumes, así que para mí es importante qué va primero, segundo y tercero. Por supuesto, en esta época la gente puede elegir que quiere ver y cuándo, pero fue muy importante para nosotros esa curaduría. Un orden que, aunque suene extraño, es el mismo en el que fueron rodadas las películas”.
Amantes y rockeros
Para el experto en la historia del reggae Ian McCann, editor de la revista Record Collector, el género conocido como lovers rock “puso a la intimidad en la agenda de mediados de los 70. Rítmicamente tan poderoso como cualquier otra forma del reggae, con sus letras llenas de historias de chica-encuentra-chico-y-este-se-vuelve-loco, nunca ha habido otra clase de música que pusiera a sus oyentes en el mismo estado. El lovers rock es atrevido, lleno de soul, orgulloso y negro”. McCann también afirma que el principal público para esas canciones solía ser femenino, algo que Lovers Rock, segundo film del quinteto, confirma. En cierta medida, el punto de vista de la historia es el de las mujeres, más allá de la indispensable presencia de los disc jockeys que, en la pequeña habitación de una casa donde acaban de instalar un sound system –llamado orgullosamente “Mercury”–, pinchan simple tras simple, éxito tras éxito, en una noche de música y baile.
Eso es casi todo lo que cuenta el film: una velada durante una fiesta semi clandestina en la cual se dan cita un grupo de chicas y chicos veinteañeros del West London. Título de apertura del Festival de Nueva York y film elegido por Cannes antes de su cancelación por la pandemia de covid-19, Lovers Rock aparece como una de las mejores películas de 2020 en muchas de las recientes listas de fin de año realizadas por medios especializados. Lo merece con creces. En apenas 70 minutos, a partir de esa única noche a comienzos de los años 80 – más allá de algunos preparativos y una breve coda al amanecer–, McQueen construye un universo rico, colorido, contradictorio, festivo pero también peligroso. Pero, por sobre todas las cosas, liberador. Es la clase de película que, para cierto gusto amparado en las normas narrativas más convencionales, aparenta ser superficial. Pero si en Lovers Rock parece no “pasar nada” en un sentido estricto, lo cierto es todo lo contrario. Los discos suben y bajan (la bandeja es una sola y hay que tapar el bache con una sirena y los comentarios del M.C.), del reggae al funk, del disco al dub. Los hombres y mujeres bailan o descansan, salen a fumar y van al baño, piden una cerveza y algo para picar, mientras se arman y desarman parejas y afuera el mundo parece haberse detenido. La cámara panea sobre el abarrotado cuarto –a veces en un ralentí que define aún más las poses, actitudes, miradas y deseos– mientras la noche avanza, los porros se consumen y algunos conflictos desconocidos afloran. “Es un cuento de hadas”, dijo el realizador, en una declaración que le hace justicia al film y, al mismo tiempo, se queda corta.
Hay dos momentos de antología en Lovers Rock, ambos musicales en un sentido amplio. En el primero de ellos, los parlantes del sound system comienzan a transmitir los compasese y la letra de “Silly Games”, el exitazo de Janet Kay de 1979. La fruición del baile aumenta, como así también la cercanía de los partenaires. El sincro entre los DJs y los bailarines en la pista es total. Al terminar el tema, la secuencia continúa con una rendición a capella, instancia que rompe la cuarta pared de manera no tan evidente. La intensidad es aún mayor que cuando giraba el vinilo de 7 pulgadas y la letra adquiere un tono casi blusero. Dependiendo de la sensibilidad del espectador, la piel puede ponerse de gallina y la cabeza y los pies comenzar a moverse solos, como si tuvieran consciencia. El hecho de que esa magia haya surgido en el rodaje de manera natural, sin ensayo ni preparación previa, para quedar finalmente en el montaje definitivo como uno de los momentos más notables, vuelve a poner de relieve la importancia de la realidad en el cine, incluso cuando se habla de la ficción más estricta. El segundo de esos momentos ocurre cerca del final y es un reflejo del primero: los hombres ganan el centro de la habitación y el deep dub de “Kunta Kinte Dub”, de The Revolutionaries, toma por asalto a los participantes. Como un trance pogo, la canción se repite no una sino dos veces más, a demanda del público. Es otro momento mágico, de cine puro, inalterado por interferencias de cualquier otro tipo. En palabras de Steve McQueen: “Filmar un momento especial, como ocurrió con esas dos escenas… Cuando la gente se deja ir, sale del ambiente, es algo que va más allá el encuadre. Supongo que es la sorpresa, cuando la gente está involucrada en eso. Es algo que se escapa de la pantalla”.
Más tarde, la joven Martha regresará a casa sin que sus padres se enteren, ya con el sol sobre el horizonte, y segundos después de acostarse (y segundos antes del llamado de su madre para ir a la iglesia) una sonrisa amplia y generosa revelará que esa ha sido una noche inolvidable. Una noche que no ha escaseado en conflictos –la aparición de un primo problemático, un intento de violación– pero que ha sido bautizada con las señas de la excepcionalidad. Si Small Axe es una antología de relatos pautados por lo político y lo social, por el sufrimiento y la humillación, pero también por la resistencia, Lovers Rock es un remanso lúdico, orgulloso, placentero y, por eso mismo, profundo. Para el realizador, elegir la música “fue algo orgánico y muy disfrutable. Uno vive con la música toda la vida y cuando tiene la oportunidad de acompañar las imágenes es algo que realmente da mucho placer. En el caso de Lovers Rock, sabía que 'Silly Games' iba a estar ahí, es algo que ya estaba en el guion. Pero también sabía que necesitaba el dub de 'Kunta Kinte'; esa primera nota era como un silbato de perro sonando en mi cabeza. Es algo que tuvo un efecto en todos”.
Yo quiero a mi bandera
La de Leroy Logan en Red, White and Blue es la historia de un joven que decide ir en contra de la lógica familiar y social. La escueta información disponible en Wikipedia sobre el Logan Real confirma algunos de los datos de la película. Nacido en Londres, hijo de inmigrantes jamaiquinos, luego de recibirse como licenciado en química biológica Logan decidió colgar el delantal blanco para calzarse el uniforme de policía, para el desagrado de gran parte de su familia. En particular su padre, según describe en su autobiografía Closing Ranks: My Life as a Cop, publicada el año pasado. El joven ingresó a la fuerza en 1983 y se retiró en 2012 con el cargo de superintendente, transformándose en esas tres décadas en una de las voces más potentes a la hora de intentar corregir el racismo inherente al sistema policial londinense. Interpretado por John Boyega, el Logan de McQueen es un muchacho decidido a cambiar las reglas de juego, más allá de los obstáculos que se le pongan por delante, ya sean estos internos o exteriores. Small Axe vuelve así a un terreno más convencional, aunque la película está más cerca de ese “fregadero” del cine social británico que Mangrove. La tensa relación del cadete recién egresado con sus compañeros blancos en la fuerza ocupa el último tercio del relato, en el comienzo de su carrera como policía. McQueen quería “comenzar con el principio. Quién era él, como entró a la policía, sus tribulaciones a la hora de enfrentarse al padre, que había sido severamente golpeado por la policía en el pasado. Darle espacio y tiempo a esa etapa de su carrera, cuando se tiene optimismo, antes de darse cuenta de que hay cosas que no son tan brillantes”. Más allá de la relación de amistad de Logan con Leee John, el líder de la banda Imagination (los creadores de hitazos ochentosos como “Illusion”), la banda de sonido de Red, White and Blue abandona los ritmos jamaiquinos para ofrecer un muestrario del rhythm and blues canónico, con Marvin Gaye y Al Green como referentes musicales centrales.
Espejo de Red, White and Blue, Alex Wheatle también está inspirada en la vida de un ser de carne y hueso. Abandonado por su madre desde muy pequeño, criado en una escuela para huérfanos de Surrey durante toda la infancia, el joven Alex llega a Brixton y no puede sino sentirse como un pez fuera del agua. Si hasta su pulido acento british no se parece en absoluto al que hablan sus nuevos vecinos y amigos. El film no es tanto acerca de cómo ese muchacho termina transformándose en escritor (de hecho, sólo una placa en el final anuncia ese destino) sino sobre cómo termina adoptando una suerte de “doble nacionalidad”, la forjada en el sistema de pupilos, llena de inflexibilidad y de un deber ser inamovible, y aquella que le corresponde, al menos en parte, por su ascendencia cultural. Una identidad mixta que se impone frente a los eventos cotidianos y a los excepcionales, como los disturbios de Brixton de 1981 que terminaron con decenas de detenidos, entre ellos Wheatle (detenidos por la misma fuerza policial en la cual Leroy Logan ingresaría dos años más tarde). La temporada en la cárcel junto a un compañero de celda rastafari lo introduce en un mundo desconocido, el de las ideas sobre raza y clase. Y gracias a la lectura del volumen seminal sobre la revolución haitiana Los jacobinos negros, de C. L. R. James, saldrá de allí transfigurado. Afortunadamente, McQueen y el coguionista Alastair Siddons no cargan las tintas sobre este último aspecto, librado a la reconstrucción del espectador durante los minutos finales. Education, la quinta y más breve pata de Small Axe, podría formar parte de la legendaria serie británica de unitarios Play for Today, al menos como alguno de sus episodios más políticos. La historia de Kingsley, un niño de doce años con serios problemas educativos (a esa edad, todavía no sabe leer ni escribir), es la base para un estudio sobre las fuerzas no tan invisibles que empujan a la comunidad afrocaribeña a repetir el circuito de raza-clase, siguiendo la terminología de James. Esto es: a continuar dentro del apretado espacio educativo y laboral “destinado” a los suyos. El plano final, con la mirada del muchacho perdida en el amplio techo esférico de un planetario, ejemplifica esa esperanza que McQueen describe al hablar del orden en el que deben verse las historias que integran Small Axe. El futuro de Kingsley, si logra escapar de aquello que parecía grabado en piedra, será otra pequeña hacha clavada en Babilonia, ese gran árbol que aún no ha sido derribado. Jah.