La fotógrafa, artista visual y cantante Yamina del Real tuvo una rica educación musical. En su casa de la infancia, en Ciudad de México, se escuchaba música diversa: desde Led Zeppelin, Pink Floyd, Queen, The Beatles y Yes hasta música clásica, ópera, jazz, boleros y pop. Y en los cumpleaños de su madre casi siempre había mariachis y se cantaba hasta el amanecer. "Antes esto me parecía una nota de color, no me gustaba mucho, yo estaba atravesada por el rock, Nirvana, The Smiths, David Bowie, Pearl Jam, los Redondos, Charly García. Pero un día, justo lejos de casa, con el corazón roto, apareció José Alfredo Jiménez para salvarme", cuenta Del Real. "El rock tiene otro poder, otra fuerza. Pero, para las penas de amor, en algunas rancheras encontré respuesta que no había podido encontrar. Eran tan viscerales, tan descriptivas de lo que sentía, que hicieron pedazos mis barreras, mi eterno autocontrol, aquello que parecía equilibrio era una coraza", explica.

"Necesité cantarlas, ahí se destaparon muchas emociones que no sabía qué tenía y que me liberaron de prejuicios, de soberbia, devolviéndome el alma", se explaya sobre su incursión en la ranchera, un género tradicional mexicano que se expandió en todo el territorio latinoamericano a través de nombres como José Alfredo Jiménez, Agustín Lara y Cuco Sánchez, autores que también reinterpreta. En marzo del año pasado, la artista mexicana lanzó un EP con tres temas, Fallaste corazón, que presentó en vivo en el bar Simona y en La Noche de los Museos, con su formación Yamina del Real y sus Matías (acompañada por las guitarras de Matías Albamonte y Matías Kulfas, actual ministro de Desarrollo Productivo). “Al estar lejos de tu país, empiezas a mirarte desde otro lugar, a sentirte identificada con ciertas formas de ver y sentir el mundo. Eso es identidad cultural, con la que puedes entrar en contradicciones profundas y sin embargo te da pertenencia”, dice.

-¿Y cómo se aborda en la actualidad un género tan vinculado al "amor romántico" como la ranchera?

-No soy fanática del género, lo soy de ciertas canciones y sobre todo de ciertos autores, sin que eso me impida ser crítica con la carga machista del género y de estos autores que me gustan. Lo que descubrí es que cantadas por mí (una mujer), el sentido era otro. Si te das cuenta, la mayoría de esas canciones son compuestas por hombres para mujeres. Canciones de amor y desamor, como se han hecho toda la vida y en todos los géneros musicales. Pero, la gran diferencia es que son canciones donde los hombres (aunque sean bien machos) no sólo se dan la oportunidad de llorar y sufrir sino que necesitan hacer alarde de ello. Siempre, claro, en un entorno con amigos, alcohol, música festiva. En esa puesta en escena, las mujeres somos las receptoras pasivas, culpables de la caída en desgracia de ese al que dejaste ir, el único que te va a amar, el que te da la libertad para que pruebes otros labios y termines corroborando que él era el mejor. El que te quiso a pesar de ser la causa de su degradación. Porque las lágrimas por desamor en los hombres, aunque hablen de tristeza y dolor, lo que les duele es la humillación. En la educación sentimental que recibimos las mujeres lo que duele es la maldición de la soledad, ese miedo eterno que nos han inoculado.

-¿Necesitás resignificar esas músicas o deconstruirlas desde la interpretación?

-Cuando una mujer toma estas canciones, cambia el orden “natural” del deseo y el amor. Eres la que se emborracha, la que le dice al otro “mira lo que te estás perdiendo”, la que se cansó de rogarle, y le dijeron en la cara " ya no te quier" y lo aceptó. No se siente sola, se siente despreciada; es un golpe al orgullo, que es el que te va a sacar. No te vas a quedar eternamente esperando, llorando. Lloras lo que hay que llorar, mientras le dices: “Y tú que te creías el rey de todo el mundo y tú que nunca fuiste capaz de perdonar, ¿A dónde está tú orgullo, a dónde está el coraje porque hoy que estás vencido mendigas caridad, ya ves que no es lo mismo amar que ser amado hoy que estás acabado, que lastimas me das…".

En la actualidad, la también investigadora sobre sexología, arte y sociedad se encuentra trabajando en varios proyectos fotográficos, "uno sobre los dichos populares que han hecho carne en las mujeres", y en un libro sobre feminismo, amor, sexualidad y cultura. Ha realizado varias muestras fotográficas, como “El cuerpo deshabitado… o en busca del cuerpo perdido”, una serie de 60 fotos dedicada a las mujeres asesinadas y desaparecidas en Ciudad Juárez, México. “Todo lo que le sucede a la humanidad fue y es lo que le sucedió a sus cuerpos. Un solo cuerpo puede contarte miles de historias aun sin proponérselo. Nada de lo concerniente a las personas es ajeno a sus cuerpos. El cuerpo es el vehículo de las ideas. El cuerpo es identidad, cultura, amor, violencia, deseo, miseria, raza, clase, objeto y sujeto”, sostiene.

“El cuerpo es donde se guarda lo único propio e inaccesible: el pensamiento”, amplía la mexicana. “No solo en nosotros, también en los animales. A diferencia del pensamiento, el cuerpo es propio y ajeno a la vez, puede existir sin conciencia, pero la conciencia no existe sin cuerpo. No hay nada más tabú que el cuerpo. Cuando empecé con la fotografía de desnudos, lo hice con amigas y descubrí que no podía apartarme de la mirada de afuera. Esa mirada inscripta tanto en mí como en ellas. Fotografiar hombres era sencillo, los hombres estaban, eran. Aceptaban su cuerpo y ocupaban el espacio. Las mujeres eran otra cosa. Un objeto antes que un sujeto”.

-¿El autorretrato es un elemento que también te interesa trabajar?

-Más que “autorretratos”, mi cuerpo es el objeto que uso para dar forma a las ideas. A las representaciones de los personajes que creo. Yo soy siendo otra, desaparezco en la obra. Siempre en busca del cuerpo perdido. A diferencia de la cultura selfie, es la obra la que habla, no la modelo. Trabajé como modelo un tiempo y era curioso lo lejana que me parecía la persona que aparecía en esas fotos. Era una interpretación de los deseos, ideas o necesidades de otros. Aparecía fragmentada. Significada. Intervenida. Ofrendada. No era yo y no era ella. Era una otra. Cada vez diferente, según el fotógrafo. Perdía la noción de mí, no solo como cuerpo, sino como ser pensante y sensible. Esa sensación de no ser me llevó a experimentar con mi cuerpo como un vehículo para expresar mis ideas. Me gusta estar sola, sobre todo cuando trabajo. En mi trabajo fotográfico nunca trabajo con asistentes: sola monto la escenografía, modelo y tomo la foto con un control remoto.

-"Donde hay un cuerpo hay una batalla moral", dijiste en una nota. ¿Podrías ampliar la idea?

-El cuerpo en general -y el de las mujeres en particular- es el objeto sobre el cual recaen una serie de construcciones culturales, mandatos sociales, deseos pre formados para construir una individualidad que poco o nada tiene de libre albedrío. Por lo cual, taparlo, destaparlo, reducirlo, aumentarlo, producirlo es una cadena de significados que obedecen a ciertas reglas, habladas o no. Impuestas o “auto impuestas”. En cada cuerpo que vemos podemos leer cómo y cuánto el control social se construye e impone. El cuerpo de las mujeres nunca aparece despojado de significados, es un cuerpo que existe como portador de una persona. Una mujer no ocupa su cuerpo, es el cuerpo el que la ocupa a ella. Son las representaciones de lo que cada mujer debe ser, para ser “la mujer”. No importa cuánto te alejes o te acerques a ése modelo de la cultura en que te tocó vivir. Lo femenino, la mujer, es solo un espejismo, cambia, muta.