Las vi el diez de octubre a las nueve de la mañana: salí a bajar el toldo y al levantar la vista estaban ahí, azules y blancas, con los cordones enredados en el cable de la luz. Sé que fue a las nueve porque a esa hora bajo el toldo todos los días. Y sé que era el diez de octubre porque se cumplía un año de la partida de mi mujer. Que había muerto, quiero decir: un año de abrir la pastelería solo, de comer solo, de dormir solo. Pero esa es otra historia. Lo importante es que ese día me encontré con dos zapatillas colgando de un cable.

Ciudad chica, país del sur, no sabíamos qué significaba eso de enredar zapatillas en los cables o en los árboles. Yo no sabía, y tampoco sabía Tomás, el pastelero. Mientras sacaba las mesitas y las sillas a la calle y colgaba las plantas de los soportes, entre saludo a vecino y toma de pedido, yo les lanzaba miradas a las zapatillas. La gente que pasaba o que se sentaba a tomar su café me veía levantar la vista, me imitaba por curiosidad y así de a poco los vecinos de la cuadra empezaron a comentar la presencia de las zapatillas. La primavera venía sin demasiado viento ese año. Se sentaron muchos clientes afuera, así que escuché las hipótesis más variadas.

--Sabés qué quieren decir, ¿no? --me preguntó el dueño del mercadito de enfrente cuando se cruzó a tomar café, su excusa diaria para escapar un rato de una empleada gritona que lo aturdía.

--Ni idea.

--La droga. Llegó la droga.

Hacia media mañana era la explicación que contaba con más adeptos: colgando zapatillas de los cables se anunciaba la venta de drogas. Adherían la señora de la esquina, dos mujeres que pidieron lemon pie, el dueño del quiosco y Tomás.

--Pero me parece que si uno vende drogas no lo anda publicando así, ¿no? La policía se enteraría al toque --se le ocurrió decir al chico de la zapatería. Esa primera hipótesis fue perdiendo fuerza hacia el mediodía. Para cuando estaba por cerrar, a la una, la idea ya era otra.

--Parece que una señorita se estuvo divirtiendo --arriesgó mi primo cuando vino a pagarme parte de lo que debía--. Dicen que cuando una chica deja de ser virgen revolea las zapatillas.

--Pero son de hombre esas zapatillas --lo contradije, echando llave a la puerta y mirando una vez más hacia arriba.

--Serán las del chico.

Rato después, atontado por el sopor de la siesta y dando vueltas en la cama, me pregunté si el chico en cuestión se habría vuelto descalzo a la casa, si tendría que avisarle a la policía que en el barrio se había instalado un narco, cuánto tiempo tardarían los cordones en cortarse, si le harían algo al cable, si el barrio entero se quedaría sin luz. Dormí profundo y sin soñar. Cuando volví al negocio Tomás me esperaba apoyado en la puerta y mirando hacia arriba. Le pregunté si había alguna novedad.

--Recién escuché que la señora Amelia tuvo una pelea con la hija. Parece que fue por las zapatillas. No entendí bien por qué.

--Seguro que mi primo le fue con cuentos.

La tarde se prestaba para estudiar al sol y las mesas de la vereda se fueron llenando de estudiantes. Mi señora las había pintado con tulipanes de colores. A los que iban a estudiar les dejábamos llevar su propio mate con tal que nos compraran los bizcochos y las masitas secas.

--Shoefiti --le escuché decir a una jovencita. Le señalaba las zapatillas a una amiga. Se quedaron mirando el vaivén que hacían en el aire--. Así les dicen en inglés.

--Disculpe, no pude evitar escuchar lo que decían. ¿Usted sabe qué quiere decir eso de colgar las zapatillas?

--Parece que viene de Estados Unidos. Así marcan territorio las pandillas...

--No sabía que les decían shoefiti --comentó la otra--. Creí que era cosa de los soldados cuando dejaban el servicio militar.

--Nada que ver, son las pandillas. Vamos a querer dos cortados --me pidió.

--En España lo hacían los soldados cuando terminaban la milicia --insistió la otra--. Además, ¿qué pandillas puede haber en este barrio?

--¿Y qué soldados puede haber, decime?

Fui a prepararles los cortados y las dejé discutiendo. Desde el mostrador, mientras imaginaba un barrio con un creciente número de bandas, venta de drogas, soldados contentos, jovencitas alocadas y madres furiosas, vi que las dos chicas se habían puesto anteojos y escribían en sendos cuadernos.

--Hablemos de formas de articulación de prácticas cotidianas que irrumpen en la narrativa urbana, de cruces entre lo ritual, lo estético y lo político --decía una cuando les fui a llevar el pedido.

--¿Vos decís que da? ¿Lo planteamos como estudio de caso? ¿Con qué instrumento?

--Entrevistas semiestructuradas. Y hablamos de los procesos de semantización implícitos en la exhibición de las zapatillas… ¿Cómo lo ves, alcanzará?

Nunca iba a entender --mi mujer tampoco entendía-- por qué la gente estudiaba lo raro del mundo, para qué. Me parecía que las cosas que no se comprenden están hechas justamente para el misterio, para permanecer más allá de la mente de las personas, más allá de las palabras. La medicina era una excepción: por más complejo que fuera el cuerpo era preciso develar la manera de mantener la vida fluyendo, por lo menos hasta que estuviéramos listos para despedirnos.

Un hombre de saco a cuadros y corbata ancha entró y ocupó la mesa de la ventana, fijos los ojos en el cielo. Cuando me acerqué con la carta y el diario, me hizo la pregunta del día:

--¿Vio las zapatillas colgadas?

--Sí, aparecieron esta mañana. Dicen que puede ser alguien que vende drogas, o que están marcando el territorio de una pandilla --no dije nada de la pérdida de virginidad por respeto a la hija de la señora Amalia.

--No, no --extendió el diario sobre la mesa sin mirarme, como disimulando--. Todo eso es leyenda urbana.

--No me diga.

--Son un portal --dijo en un susurro, clavándome los ojos y sujetándome la muñeca--. Usan esas cosas para entrar y salir. Son ellos.

--¿Ellos? ¿Ellos quiénes?

--Si lo supiera… Pero salen y entran por ahí --hablaba cada vez más bajo y miraba inquieto a su alrededor.

--Por las zapatillas. --Trataba de no reírme.

--Por zapatillas colgadas de cables o de árboles. Fíjese que todo el mundo las ve pero nadie las descuelga. Muy en lo profundo --se señaló la sien-- sabemos que no hay que tocarlas.

--¿Pero usted dice fantasmas, extraterrestres, qué cosa?

--No puedo decirle nada más porque después toman represalias. Hagamos de cuenta que no dije nada, ¿quiere? --Dicho esto, levantó la voz hasta el borde del grito: --¿Me traería un cortado mediano y tres medialunas dulces? Y un vaso grande de soda.

Cuando a eso de las seis de la tarde vi llegar a los dos cuidacoches de la cuadra les preparé una bolsa de papel con bizcochos y salí a saludarlos. Teníamos un acuerdo tácito: yo los alimentaba y les daba algo de charla y ellos se iban lo más lejos posible de la pastelería, cosa de no espantarme la clientela. Eran dos chicos de unos quince años, flacos y encorvados, ya castigados por la vida y los malos hábitos.

--Hola, muchachos. Acá tienen --les alcancé la bolsa.

--Gracias, amigo --dijo uno agarrando los bizcochos--. ¿Vio las zapatillas?

--Las vi, las vi. Son el tema del día.

--Son los pibes --murmuró el otro.

--Escuché un montón de explicaciones en lo que va del día --los tres mirábamos hacia arriba, y la gente que pasaba caminando hacía lo mismo.

--Son los pibes, amigo. Alguno que mató y celebra, o alguno que le hace un homenaje a un amigo boleteado.

--Puede ser cualquiera de las dos cosas, decís.

--De una. O reventaste a alguien o perdiste a un amigo.

--¿Y por qué en este barrio, donde no hay pibes? Porque acá no vive nadie que pueda decirse pibe.

Me miraron, se miraron, mordieron sus bizcochos. Chau, amigo, dijeron, y se fueron con paso elástico a ubicarse a más de cincuenta metros. Volví al trabajo, pensando que hacía más de un año que esos chicos estaban ahí todas las tardes --la idea de darles algo de comer fue de ella--, y nunca les había preguntado cómo se llamaban. Lo haría al día siguiente, antes de que se convirtieran en zapatillas colgadas de algún cable.

Esa tarde dos mujeres me dieron más explicaciones. Una amiga de mi señora pasaba cada tanto para asegurarse de que yo no matara las plantas que colgaban de todas partes, adentro y afuera del local. Les cambiaba la tierra, las podaba, hacía cosas que habría hecho ella, supongo.

--Es que el barrio se está poniendo peligroso, se ve. Dicen que con calzado se señala dónde se puede robar. Yo que vos tomo precauciones, porque fijate que están justo acá enfrente y pueden estar avisando que en la pastelería guardás dinero o algo. Te pueden hacer estallar la vidriera. ¿Vos tenés seguro? El peligro que sería, imaginate, si entran a asaltarte y te sorprenden solo, o si entran y les roban a todos los que están adentro, terrible.

Era una de esas mujeres: hablaba, hablaba y seguía hablando, preguntaba y se contestaba, seguía y seguía, usando palabras como calzado o estallar. Así como la naturaleza aborrece el vacío, ella aborrecía el silencio, le temía. No, no tenía seguro contra robo, ni guardaba dinero en el local, pero no se lo dije. La mejor manera de lograr que se fuera era no hacer comentarios, asentir cada tanto, intercalar algún ah, mirá vos. Eso la obligaba a buscar un interlocutor más interactivo que le permitiera escucharse opinar. Era buena con las plantas y mi mujer le tenía aprecio, así que puede que fuera injusto criticarla; lo cierto es que no me gustaba verla ni oírla, que me recordaba lo que tuve y había perdido.

La otra mujer fue Artemisa, una estudiante de artes plásticas que mi mujer había contratado para que rediseñara las cartas cuando cambiáramos los precios. Como ella no quería protegerlas con plástico como hacían otros, se le había ocurrido pedirle que nos hiciera diez cartas artesanales, con letra manuscrita, cambiando colores y diseño a su antojo. Hacía cosas muy bonitas, tanto que otros locales había copiado la idea. Llegó casi a la hora del cierre con diez cartas color lima con las listas de bebidas y de tortas en color berenjena. Ella usó esas palabras cuando me las mostró, lima y berenjena: para mí las había hecho en verdecito y violeta. Esta vez les había agregado frisos de vid y un señalador tejido. Se ubicó junto a la puerta mientras yo preparaba su pago y observó las zapatillas que se movían en el cielo oscurecido de la cuadra, ahora iluminadas por el farol de la calle.

--Así que cada uno las explica a su modo --dijo cuando le conté sobre el posible monumento al caído, el portal cósmico, la señal del crimen--. Son arte, es así de simple. ¿Para qué darle más vueltas? ¿Por qué todo tiene que tener un significado? ¿No le parece? --Se guardó el dinero en el bolsillo del jean. --Cada día va a haber más…

--¿Más zapatillas?

--La gente se prende de estas cosas.

Me hizo un guiño, se puso en puntas de pie, me dio un beso en la mejilla y se fue en su bicicleta, cargando un morral bordado con tulipanes. El poquito tiempo que estuvo ahí alcanzó para refrescar el aire.

Esa noche en casa me decidí a ordenar el último sector del armario que faltaba revisar, su ropa de verano. Como se enfermó en invierno, la ropa de verano había quedado en la parte superior, y recién ese día reuní suficiente voluntad para bajar las dos cajas que quedaban y ver qué iba a regalar y qué no, y a quién le daría qué. Esas últimas cajas no fueron tan desgarradoras como las anteriores, porque podía adherir a cada una de las prendas que iba revisando el recuerdo de alguna Navidad, de algún viaje. En enero cerrábamos la pastelería, así que su ropa de verano me recordaba la playa, la sierra, los sobrinos. No tuvimos hijos.

Dentro de la última caja había una bolsa que contenía un par de sandalias (regalar), uno de ojotas (tirar) y uno de zapatillas. Las habíamos comprado para trepar el Champaquí y después no nos animamos porque ya estábamos grandes. De rodillas en el dormitorio, rodeado de ropa, me vi sosteniendo una zapatilla blanca en cada mano. Me vi atando los cordones entre sí, bien fuerte, y a la mañana siguiente me vi saliendo de casa temprano, antes de que el barrio despertara, para arrojarlas al cable. Tras mucho lanzarlas ahí quedaron, bien visibles desde la pastelería, pendulando bajo el sol naciente.

Abrí más temprano que de costumbre y me entretuve escuchando las especulaciones de los clientes ante la aparición del segundo par. Con la tarta de arándanos dijeron que iba a haber guerra de bandas, que ahora en el barrio se vendían dos tipos de drogas, la azul y la blanca. Al día siguiente, esta vez con pastel de manzana, se lamentaron de que las chicas del barrio no fueran como las mujeres de antes y predijeron que un día nos iban a robar a todos. Las medialunas de chocolate los hicieron críticos de arte: algunos pensaban que aunque pudieran ser expresiones estéticas populares, quedaban feas. Los cuidacoches se miraron con preocupación y repitieron con la boca llena de hojaldre son los pibes. Ese día supe que se llamaban Juanjo y Fernandito. Artemisa pasó en bicicleta y me saludó con la mano, pero no las vio hasta muchos días después.

Yo solo escuchaba. No pedí explicaciones sobre las nuevas zapatillas ni las di aunque la tuviera. Preferí callar que las zapatillas blancas estaban allí para que ella pudiera irse y que estarían colgadas un tiempo más, hasta que yo estuviera preparado para seguirla.