El pasado jueves empezaron a circular por Brasil noticias de una tragedia aterradora: en los hospitales de Manaos, capital de Amazonas, los internados estaban muriendo sofocados porque se acababa el oxígeno.
Luego circularon imágenes dando la dimensión del desespero no solo de familiares de los que morían por no lograr respirar, pero también de médicos, auxiliares y enfermeros que se turnaban tratando de ayudar a los enfermos, a través de técnicas manuales, a encontrar un hilito de aire.
Otra vez la capacidad de los cementerios fue desbordada. Y no hay señal alguna de que el escenario de terror termine pronto.
Días antes, el general Eduardo Pazuello, que ocupa el ministerio de Salud, estuvo en Manaos, donde el colapso ya era anunciado.
Entre una y otra de las estupideces que expele cada vez que abre la boca, dijo que lo que estaba ocurriendo era consecuencia de que los hospitales no aplican el “método preventivo”, o sea darle a los enfermos cloroquina, vermífugos y hasta un líquido cuyo objetivo inicial es matar piojos.
De oxígeno, ni una palabra. Pero tanto el alcalde local como el gobernador del estado y el mismo Pazuello habían sido advertidos, hace más de una semana, que se agotaban los cilindros de oxígeno destinados a mantener vivos a los enfermos en etapas más agudas de la covid.
Pazuello argumentó que las distancias y los pocos accesos a Manaos dificultan el abasto de lo que sea, y lamentó que la Fuerza Aérea Brasileña dispusiera de solo cuatro aviones capaces de cargar más de 19 toneladas. Uno de ellos, precisamente el de mayor capacidad, fue hace pocos días hacia los Estados Unidos para participar de un entrenamiento junto a tropas de aquel país. Volverá en febrero.
Se trata de una fotografía precisa de cómo el gobierno brasileño no tiene absolutamente ninguna coordinación para hacer frente a la más asesina pandemia que nos asoló en los últimos cien años.
Varios médicos, investigadores y científicos vienen advirtiendo desde hace meses que si no se adoptan medidas rigurosas de aislamiento social, el riesgo de que la devastación no deje de crecer es inmenso.
En noviembre, hubo elecciones municipales. En diciembre, la ola empezó a crecer y las muertes a aumentar de manera acelerada.
En diciembre, hubo las fiestas de fin de año. Y ahora la tragedia se esparce por todo el país.
Tanto en noviembre como en diciembre se permitieron aglomeraciones multitudinarias, sin ningún control. Bolsonaro no hace más que estimularlas.
Las consecuencias eran previsibles. Los gobernadores no se entienden con los alcaldes, no se logra establecer acciones coordinadas y el gobierno nacional no hace más que oscilar entre anunciar medidas absurdas e inútiles y quedarse en una letargia enfermiza.
Entre todas las voces médicas y académicas que tratan de advertir sobre el altísimo riesgo que el país enfrenta gracias a la inacción del gobierno nacional, vale la pena resaltar una, la de Miguel Nicolelis. Profesor de la Duke University, en Estados Unidos, y uno de los neurólogos brasileños de mayor reconocimiento mundial, hace una semana Nicolelis advirtió que “o Brasil decreta un cierre total por dos o tres semanas, o no daremos abasto enterrando nuestros muertos en 2021”. Nadie en ningún gobierno lo oyó. Y lo que ocurre en Manaos puede reproducirse por el país.
Ayer, el ultraderechista Jair Bolsonaro declaró, refiriéndose a la actuación de su gobierno en la colapsada Manaos: “Hicimos lo que pudimos”.
Por ahora, lo que pudo hacer fue contribuir a que los enfermos muriesen sofocados.