Borrón y cuenta nueva parecería estarnos diciendo la realidad en esos tiempos aciagos.
El llamado nuevo milenio comenzó en plena algarabía, el mundo entero festejando en forma esplendorosa por la paz universal. Paz que duró un año y monedas, se desmoronó junto con las torres gemelas y la humanidad siguió avanzando a los tumbos, como siempre. Hasta llegar a este enero 2021 con su universal virulencia y la caída estrepitosa de la supuestamente más emblemática de las democracias. Por primera vez en la historia un presidente norteamericano ha sido procesado en dos oportunidades, ahora falta esperar que se lo condene.
Mientras tanto, en los Estados Unidos cunde el pánico de manera jamás experimentada antes, cuando el enemigo por más feroz era un enemigo externo fácil de señalar por más difícil de combatir que fuera. Ahora el enemigo está enquistado entre ellos, en la propia sociedad con sus desigualdades y sus prepotencias. Cunde el pánico en USA y el miedo no es zonzo. Lo que es muchísimo peor que zonzo es el no haberlo visto venir, desde un principio. A la toma del Capitolio la llaman “La insurrección de Trump”, pero él no es el único. La cosa viene de lejos. ¿Acaso un sociópata conoce límites, acaso sus enceguecidos seguidores razonan? Un pálido reflejo del tema sufrimos por estas costas, aunque lo nuestro es juego de niños en comparación. Polimorfos perversos diría el maestro de Viena, pero no viene al caso. Lo que sí viene al caso es un cartel irónico que circuló por WhatsApp en inglés. Dice así, traduzco:
“A ver si entiendo. ¿La persona con los códigos nucleares ha sido considerada demasiado peligrosa para tener una cuenta en Twitter?”
Y no sólo Twitter. Las demás redes sociales le hicieron eco faltando muy pocos días para el cambio de gobierno. Pero no es cuestión de días, ni siquiera de horas. El célebre botón rojo parecería estar titilando. Todo el sistema se siente amenazado: los diputados republicanos que se pronunciaron a favor del impeachment, los capitolios de cada uno de los estados para no hablar de todo Washington que está en pie de guerra preventiva. Los vándalos debidamente pertrechados hicieron trizas el sueño americano. Una forma de “protesta” nunca vista por esas latitudes, que ha visto muchas. Al mejor estilo boomerang, las insurrecciones que los Estados Unidos financiaron en diversas zonas del llamado Tercer Mundo acabó por explotarles en la cara.
Son éstos unos tiempos despiadados, de feroces grietas y desencajadas broncas. Pálidos reflejos, nocivos a su modo, se dan por nuestras costas. Sólo que por fortuna el gobierno ya ha cambiado.
Cabe tomarse un respiro. Para hacerlo elijo un nombre y me detengo en su recuerdo: Grace Paley. La excelsa cuentista y poeta de empática ironía que revolucionó la literatura gringa fue una activista de primera agua. Su conciencia pacifista, ácrata, feminista, ecologista, se puso en manifiesto ya en la escuela primaria y no la abandonó en toda su larga vida (1922/2007). El humor fue su combustible. Le gustaba recordar entre risas aquella magna acción cuando un grupo de intelectuales se propuso levitar el Pentágono. Nada demasiado ambicioso, se habrían conformado con despegarlo al menos unos veinte centímetros del suelo americano, aclaró conciliadora.
La brillante idea se generó en Washington en 1967, plena guerra de Vietnam. La propuesta inicial (no hay nada nuevo bajo el sol) era tomar por asalto el Capitolio, pero cuando la convocatoria llegó a San Francisco y a Berkeley, los hippies del momento con Jerry Rubin a la cabeza entendieron que no era cuestión de atacar la emblemática institución, que el enemigo real estaba en el Pentágono.
En el Pentágono, entendieron, residía el corazón de la guerra, en ese preciso pentáculo de brujos con sus cinco lados maléficos. Fue el poeta Gary Sneyder quien sugirió la necesidad de un exorcismo, y se optó por armar un ritual gigantesco al que se unieron intelectuales neoyorquinos de izquierda, entre otros Grace Paley y Robert Lowell, y Norman Mailer quien lo narraría en su libro Armies of the Night. Y más de diez mil seguidores de toda procedencia, color y laya. La memorable acción tuvo por fin lugar el 21 de octubre 1967, diez días antes de la noche de brujas y seis meses antes del mayo francés.
En Virginia, donde se yergue el Pentágono, no se trató de “la imaginación al poder” sino de la imaginación enfrentándose al poder. El impacto simbólico fue enorme. Se erigieron múltiples altares, se oficiaron ceremonias diversas para todos los cultos. Hubo carradas flores y las marionetas gigantes de Bread and Puppet, articuladas y desmedidas marionetas como hemos visto en diversas manifestaciones antinucleares. Allen Ginsberg supo sintetizar el descomunal evento:
“El Pentágono fue levitado simbólicamente en la cabeza de la gente, en el sentido de que perdió una autoridad que no había sido cuestionada ni desafiada hasta entonces. Pero una vez que circuló esa noción y una vez que un pibe le puso una flor en el caño del rifle a otro pibe como él pero que lucía tenso y nervioso, la autoridad del Pentágono psicológicamente se disolvió”.
(De alguna manera, lo pongo entre paréntesis, por la vía del mal el efecto que lograron los vándalos del día de Reyes fue equivalente: disolvieron de manera simbólica pero a lo bruto la autoridad del Capitolio).
En los años 80, paseando con Grace Paley por el bellísimo jardín de Jefferson’s Market en el corazón del West Village, ella recordó su semana pasada en el Centro de Detención para Mujeres cuando esa mole de cemento estaba plantada allí mismo y las detenidas les gritaban obscenidades desde los ventanucos a sus amantes y a sus cafishos. Grace recordaba con afecto a sus compañeras de infortunio, casi todas negras o portorriqueñas, allí por prostitución o drogas. Pero no recordaba bien las fechas, y fue entonces cuando hizo referencia a la levitación del Pentágono, quizá porque el solo nombrarla la alegraba. En realidad había sido detenida unos meses antes, por haberse plantado en medio de la Quinta Avenida con un gran cartel antibélico para impedir el avance de un desfile militar. La caballería nada menos, que debió interrumpir su paso redoblado ante la presencia inamovible de esa mujer pequeña, maciza, de blancos rulos al viento e indeclinable determinación.
Su mayor angustia en los días de encierro había sido no poder escribir, no contar con papel y lápiz ni siquiera para anotar la letra de la conmovedora canción de una de las prisioneras. “Con lo cual, entendí más tarde, no era que me hacía falta lápiz y papel sino mi propia mente memorizadora. Renuncié a ella junto con cientos de poemas, culpa del llamado aprendizaje de memoria que en aquel entonces considerábamos el enemigo del pensamiento creativo; un gran don humano repudiado”, habría de consignar en “Seis días. Algunos recuerdos” memoria aparecida en 1998 en esa magnífica colección de ensayos y conferencias titulada Just as I though (Tal cual lo pensé), libro insoslayable si de luchas e ideales se trata.
Grace Paley, esa “pacifista bastante combativa y anarquista dispuesta a la cooperación” según propia definición, tenía la empatía a flor de piel. Y de la letra. Espíritu travieso, valiente, brillante al máximo y de radiante humor. Que por supuesto habría de volver a enfrentarse con el Pentágono --porque la guerra de Vietnam tardó años en cesar y el armamento nuclear no ofrecía tregua- pero esta vez desde un acérrimo feminismo. Sus palabras de entonces parecen expresadas hoy:
“Durante dos años las mujeres nos hemos juntado frente al Pentágono porque tememos por nuestras vidas. Y aún más tememos por la vida del planeta, nuestra tierra, y por la vida de los niños y las niñas que son nuestro futuro humano”.
Así empieza el manifiesto redactado por Grace y sus colegas de la Acción de Mujeres ante el Pentágono (Women’s Pentagons Action) en 1982. “Sabemos que hay una forma sana, sensata, amorosa de vivir, y nuestra intención es vivirla así” es la propuesta de las miles de mujeres que conformaban el colectivo, y siempre siempre teniendo en cuenta --Grace Paley mediante-- la fuerza de la imaginación, de la creatividad y del humor para llevar adelante las más osadas movilizaciones.
Cuánta falta nos hace ahora --les hace sobre todo a sus compatriotas que se las están viendo más feas que nunca-- esta sublime escritora que siempre puso el cuerpo donde estaban sus convicciones y entendió que cuando se escribe con pasión, en el género que fuere, se ilumina aquello que está oculto y por eso mismo escribir es en esencia un acto político.
Me permito en consecuencia cerrar esta columna con una frase excesivamente cándida pero esperanzada:
Abajo la violencia, arriba la creatividad. Con barbijo por ahora, eso sí.