La escritora que amaba el latido de lo real fue diputada independiente del PCI (Partido Comunista Italiano) hacia el final de su vida. “Nunca del lado del poder”, fue el lema que practicó mientras visitaba cárceles y trabajaba en comisiones dedicadas a los problemas de las minorías, a cuestiones de la mujer y al derecho de adopción. Una de las pocas ideas políticas que defendió Natalia Levi, más conocida como Ginzburg por el apellido de su primer marido, se la explicaron a los siete años: el socialismo, según le contaron, era “igualdad de bienes e igualdad de derechos ante todos”. En Natalia Ginzburg, audazmente tímida, biografía publicada por Siglo XXI con traducción de Gabriela Adamo, Maja Pflug, biógrafa y traductora de gran parte de la obra de la autora de Léxico familiar al alemán, abre de par en par las puertas de la intimidad de la niña, escritora, madre, esposa, editora y diputada para captar los pliegues más hondos de una mujer que supo tempranamente que tenía una sola opción existencial: “estar del lado de aquellos que mueren o sufren injustamente”.

Natalia Ginzburg (1916-1991) sabía que era distinta; a la niña que fue la desconcertaba la mezcla: mitad judía por el padre Giuseppe Levi, mitad católica por la madre, Lidia Tanzi. La falta de pertenencia, ese sufrimiento atroz en la infancia que con la madurez se diluye, la llevó a desear ser parte de las Piccole Italiane, organización que encuadraba a las niñas fascistas. Junto a Leone Ginzburg, con quien se casó en 1938, padecieron las “leyes raciales” del régimen fascista: a los dos les quitaron los pasaportes. Leone perdió la ciudadanía italiana, quedó apátrida y confinado en Pizzoli, un pueblito de montaña en los Abruzos. Los hijos fueron llegando (Carlo, Andrea y Alessandra) mientras traducía a Marcel Proust y escribía su primera novela El camino que va a la ciudad, publicada en 1942 bajo el seudónimo de Alessandra Tornimparte. Entonces tenía el alma llena de “los presagios más tristes”. Leone viajó a Roma para actuar en la resistencia clandestina y fue detenido y trasladado al sector alemán en la prisión romana Regina Coeli, donde fue torturado y asesinado el 5 de febrero de 1944.

“Cuando escribo historias, soy como alguien que está en su patria”, decía Natalia, una escritora que veneraba y admiraba a Chéjov, y que fue publicando poco a poco las novelas Todos nuestros ayeres (1952), Las palabras de la noche (1961) y la más autobiográfica, Léxico familiar (1963) con la que obtuvo el Premio Strega. Después de la muerte de Leone, empezó a trabajar en la editorial Einaudi, donde revisaba manuscritos y traducciones. Ella fue la que leyó en francés El diario de Ana Frank y recomendó a la editorial que lo publicara de inmediato. En 1950 se casó con Gabriele Baldini, profesor de literatura inglesa en la Universidad de Trieste, con quien tuvo dos hijos: Susanna, que nació con hidrocefalia; y Antonio, que tuvo graves problemas de salud y vivió solo un año. En 1964, debutó como actriz en el film de Pier Paolo Pasolini, El Evangelio según Mateo, donde interpretó el papel de María Magdalena.

Adosarle desde este presente la etiqueta “feminista” a su modo de estar en el mundo puede resultar problemático. De joven decía que quería escribir “como un hombre” y tenía miedo de ser “empalagosa” y sentimental. Pflug es una biógrafa que deslumbra por la manera en que logra desplegar las intervenciones más polémicas de Natalia. “En su mayoría, las escritoras no logran separarse de sus sentimientos cuando escriben, no saben mirarse a sí mismas y a los demás con ironía. La ironía es una de las cosas más importantes del mundo: hasta el amor está mezclado con la ironía, siempre, hasta el conocimiento; pero las mujeres parecen no saberlo. Ellas siempre están empapadas de sentimientos; no conocen la distancia (...) Una mujer debe escribir como una mujer, pero con la distancia y la frialdad de un hombre”. En en el ensayo “La situación de las mujeres”, publicado en Vita immaginaria (donde reunió artículos que publicó en los diarios italianos entre 1969 y 1974), Natalia escribió: “No me fascina el feminismo como disposición del espíritu. Las palabras ‘Proletarios de todos los países, uníos’, me parecen clarísimas. Las palabras ‘Mujeres de todos los países, uníos’, me suenan falsas”. En otro artículo afirmaba que “los movimientos feministas nunca serán un partido político, porque mientras es muy posible imaginar un mundo regido por las fuerzas de una clase social específica y nueva, imaginar un mundo integrado exclusivamente por mujeres y regido por ellas es imposible, irreal y letal”.

Más allá de ciertos cuestionamientos, compartía la mayor parte de las demandas prácticas del movimiento feminista. En 1975, cuando comenzó la campaña por la legalización del aborto en Italia, escribió en el Corriere della Sera: “La legalización del aborto debe reclamarse, ante todo, por pura justicia. Es intolerable que mujeres pobres estén en riesgo de muerte o mueran al intentar abortos con agujas de tejer, mientras que las mujeres ricas pueden disponer de clínicas cómodas y no arriesgan nada, o casi nada”. Quería una ley justa (que se aprobó, finalmente, en 1978) y le parecía indispensable aclarar: “Me parece hipócrita afirmar que abortar no es matar”; pero “si hay que elegir entre la muerte de una persona que tiene ojos, cara, voz, y la muerte de una forma sin voz ni ojos, es imposible no optar por lo segundo”.

Volvió a quedar viuda (Baldini murió por una hepatitis viral en 1969), publicó varias obras de teatro, cuentos, ensayos y novelas, y fue elegida como diputada “independiente” dentro de las listas del PCI en 1983. Italo Calvino escribió un largo ensayo crítico sobre Las palabras de la noche: “El secreto de la sencillez de Natalia reside aquí: esta voz que dice ‘yo’ siempre tiene enfrente a personajes que considera superiores, situaciones que parecen demasiado complejas para sus fuerzas, y los recursos lingüísticos y conceptuales que usa para representarlos están siempre un poco por debajo de lo necesario. De este desajuste nace la tensión poética. La poesía fue siempre eso: hacer pasar el mar por un embudo”. A la permanencia de su obra a casi treinta años de su muerte, se añade otra lucha que continúa: el derecho de las escritoras y escritores. A su editor Giulio Einaudi le reclamó por pagos atrasados de regalías: “En la actitud hacia los escritores ustedes presuponen -y es una presuposición falsa- que el dinero que se gana con los libros no les pertenece en modo alguno a los autores, sino a ustedes solos… Y en algún momento se olvidan de la figura del autor. Así, este, cuando les pide dinero, tiene la desagradable sensación de estar pidiéndoles un favor o un préstamo; en definitiva, de mendigar algo. Recuerden que los autores existen; y que, sin ellos, ustedes estarían bien muertos”.